San Juan pone en boca de Jesús, poco antes de su muerte aquellas
palabras tan misteriosas: Si el grano de
trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, si se deshace
bajo tierra, da mucho fruto[1].
A poco de entrar en el verano, con los campos que tienen ya el aspecto
distinto, el de la cosecha es bueno volver a acercarnos a esas palabras del
Señor para entender que el grano caído en tierra ha dado verdaderamente mucho
fruto. Esto es lo que celebramos hoy. Celebramos el fruto exuberante que ha
producido ese grano enterrado y muerto. Jesús es este grano, esta semilla que
aceptó deshacerse, desaparecer bajo tierra, vivir la incertidumbre de la
muerte, llegar a ser, en definitiva, un pobre condenado a muerte abandonado de
todos. El que había convertido su vida en una obra constante de amor. Pero,
verdaderamente, aquella semilla enterrada ha dado fruto. Es la Pascua. Lo que
hemos celebrado en estos cincuenta días que hoy cumplimos. Jesús vive y vive
para siempre. Nosotros somos este fruto. Jesús vive, la semilla ha dado fruto.
Vive en los creyentes, en la Iglesia, para que sigamos siendo testigos de la
buena noticia. Vive en los sacramentos que nos reúnen, en el sacramento del
agua del bautismo que nos renueva, en el sacramento del pan y el vino de la
Eucaristía que nos alimenta. Y vive en la humanidad entera y en toda la
creación para conducirla hacia su Reino. Pero esta vida de Jesús en nosotros,
en la Iglesia, en la humanidad, no es sólo como un recuerdo que tenemos, como
el recuerdo de un gran personaje para seguir sus ejemplos. No es sólo eso, es
mucho más. Esta vida de Jesús se ha metido dentro de nosotros y nos ha
cambiado. Eso es lo que hoy recordamos de un modo especial. El fruto que ha
dado la muerte de Jesús, su Pascua, es como un fuego que arde en nosotros, como
un viento impetuoso que nos remueve. Esta es la Pascua de Pentecostés, el fruto
abierto de la Pascua de JC: que él vive para siempre, y que la vida nueva que
él inició ha llegado hasta nosotros, porque llevamos su mismo Espíritu. Como
una llamada a ir siempre adelante, a no detenernos, a no temer, a mantener
firme la decisión de seguirle, a trabajar por ese mundo nuevo y distinto que él
nos anunció. Lo hemos oído en la primera lectura: en cuanto recibieron el
Espíritu, los apóstoles salieron a la calle. Papa Francisco nos habla de una
Iglesia en salida, nos invita constantemente a no encerrarnos en lo que vamos
haciendo en lugar de preguntarnos qué debemos hacer para seguir siendo testigos
de la Buena Noticia de Jesús[2]. Hoy
podríamos pedir al Espíritu una sola cosa: que nos renueve[3].
Que en esta Iglesia y en este mundo más bien tristes en los que vivimos, nos
convierta en testimonio de esperanza. Y que la Eucaristía a la que iremos este
domingo de Pentecostés nos una con Jesucristo muerto y resucitado que nos
alimenta y acompaña • AE
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