E. Hopper ( 1882–1967), Rooms by the Sea (1951),
oleo sobre
tela (74.3 x 101.6 cm), The Yale University Art Gallery
...
Todos hemos tenido momentos de sinceridad en los que de pronto surgen de
nuestro interior las preguntas más decisivas: yo ¿en qué creo? ¿Qué es lo que en
realidad espero? ¿En quién apoyo mi existencia? Ser cristiano es, antes que
nada, creerle a Cristo. Es tomar cada vez más conciencia de habernos encontrado
con él. Por encima de toda creencia, fórmula, rito, ideologización o
interpretación, lo verdaderamente decisivo en la experiencia cristiana es el
encuentro personal con Él. Ir descubriendo en el día a día, sin que nadie nos
lo tenga que decir desde fuera, toda la fuerza, la luz, la alegría, la vida que
podemos recibir de Jesús, y decir desde la propia experiencia que Él es el camino,
la verdad y la vida de nuestra vida. Primero
descubrirlo como camino, escuchar su invitación a andar, a cambiar, avanzar
siempre, a no aplastarnos –que decía mi nana Chuy- y ver la vida pasar sino renovarnos constantemente, sacudiéndonos la
pereza, las seguridades y crecer como hombres y mujeres, para andar día a día
el camino doloroso y al mismo tiempo gozoso que va desde la incredulidad a la
fe. En segundo lugar, encontrar en
Cristo la verdad. Descubrir desde él a Dios en la raíz y en el término del amor
que los hombres damos y acogemos. Darnos cuenta, por fin, que el hombre sólo es
hombre en el amor. Descubrir que la única verdad es el amor. Y descubrirlo
acercándonos al hombre concreto que sufre y es olvidado. Y finalmente luego encontrar en Cristo la vida. En realidad, los
hombres creemos a aquel que nos da vida. Ser cristiano no es admirar a un líder
ni formular sin más una confesión sobre Cristo. Es encontrarse con un Jesús que
vive y es capaz, porque es Dios, de hacernos vivir. Que vive en los
sacramentos, sí, pero también en los hermanos. A Jesús siempre lo
empequeñecemos y desfiguramos al vivirlo. Sólo lo reconocemos al amar, al orar,
al compartir, al ofrecer amistad, al perdonar, al crear fraternidad. A Jesús no
lo poseemos. A Jesús lo encontramos cuando nos dejamos cambiar por él, cuando
nos atrevemos a amar como él, cuando crecemos como hombres y hacemos crecer la comunidad[1].
Jesús es camino, verdad y vida[2].
Jesús es otro modo de caminar por la vida, es otro modo de ver y sentir la
existencia. Otra dimensión más honda. Otra lucidez y otra generosidad. Otro
horizonte y otra comprensión. Otra luz. Otra energía. Otro modo de ser. Otra
libertad. Otra esperanza. Otro vivir y otro morir. Y a Jesús lo encontramos en
la Iglesia que «está llamada a ser siempre la casa abierta del Padre. Uno de
los signos concretos de esa apertura es tener templos con las puertas abiertas
en todas partes. De ese modo, si alguien quiere seguir una moción del Espíritu
y se acerca buscando a Dios, no se encontrará con la frialdad de unas puertas
cerradas. Pero hay otras puertas que tampoco se deben cerrar. Todos pueden
participar de alguna manera en la vida eclesial, todos pueden integrar la comunidad,
y tampoco las puertas de los sacramentos deberían cerrarse por una razón
cualquiera. Esto vale sobre todo cuando se trata de ese sacramento que es «la
puerta», el Bautismo. La Eucaristía, si bien constituye la plenitud de la vida
sacramental, no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un
alimento para los débiles. Estas convicciones también tienen consecuencias
pastorales que estamos llamados a considerar con prudencia y audacia. A menudo
nos comportamos como controladores de la gracia y no como facilitadores. Pero
la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno
con su vida a cuestas»[3] • AE
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