Jesús
no es un difunto. Es alguien vivo que ahora mismo está presente en el corazón
de la historia, de la Iglesia y en nuestras propias vidas. Con frecuencia nos
sucede que ser cristiano no es solamente admirar a un personaje del pasado que
con su doctrina puede aportarnos todavía alguna luz sobre el momento presente,
o darnos unos pocos de ánimos para el camino a veces tan cuesta arriba. Ser
cristiano es más, es encontrarnos diariamente en el silencio de la oración y en
el ruido del tren o del coche que nos lleva a casa con un Cristo lleno de vida
cuyo Espíritu nos hace vivir. ¿Sabemos ver a Cristo detrás de los
acontecimientos, de las personas, de los tropezones, del dolor? Este domingo en
el que celebramos la Ascensión del Señor escuchamos el relato de Mateo, en el
que justamente nada se dice sobre la Ascensión de Jesús. Ha preferido que
queden grabadas en el corazón de los creyentes estas últimas palabras del
resucitado: Yo estoy con vosotros todos
los días hasta el fin del mundo[1].
Este es el gran secreto que alimenta y sostiene al verdadero creyente: el poder
contar con el resucitado como compañero único de existencia. Día a día, él está
con nosotros disipando las angustias de nuestro corazón y recordándonos que
Dios es alguien próximo y cercano a cada uno de nosotros. El está ahí para que
no nos dejemos dominar nunca por el mal, la desesperación o la tristeza. El
infunde en lo más íntimo de nuestro ser la certeza de que no es la violencia o
la crueldad sino el amor lo que hace vivir al hombre más allá de la muerte. Él
nos contagia la seguridad de que ningún dolor es irrevocable, ningún fracaso es
absoluto, ningún pecado imperdonable, ninguna frustración decisiva. El nos
ofrece una esperanza inconmovible en un mundo cuyo horizonte parece cerrarse a
todo optimismo ingenuo. Él nos descubre el sentido que puede orientar nuestras
vidas en medio de una sociedad que nos ofrece los prodigios de la tecnología
pero, al final, no nos explica para qué hemos de vivir. El Señor, con su diaria
compañía, nos ayuda a descubrir la verdadera alegría, la que se queda en el
corazón cuando ayudamos, cuando perdonamos, cuando nos preocupamos y ocupamos
de los demás. En el Señor tenemos la gran seguridad de que, al final de todo, el
amor triunfará. Junto a Jesús no hay lugar para el desaliento, para la
desesperanza[2].
Desde luego nuestra fe no es un analgésico poderoso que nos libra del dolor, ni
hace que todo sea fácil y color de rosa. Jesús es el gran secreto, la perla
preciosa, que nos hace caminar día a día llenos de vida, de ternura y esperanza,
aun en medio del sufrimiento. Jesús resucitado está con nosotros. Para siempre • AE
No hay comentarios:
Publicar un comentario