Eran los finales del siglo segundo de la era Cristiana –alrededor del
año 70- y Celso, un filósofo griego
escribía, con todas las fuerzas que le daban sus manos, en contra de la Iglesia
naciente y de María, la madre del Señor, de quien afirma: «[Era] Una pobre campesina que
vivía de su trabajo... Allí -en Egipto- alquiló sus brazos por un salario...
Una mujer sin fortuna ni nacimiento regio..., porque nadie, ni siquiera sus
vecinos, la conocían» (Discurso verdadero,
7-8). Sí, leíste bien, así con ése desprecio hablaba aquel hombre de la Virgen tratando de convencer a quienes lo leían de que la Madre de Jesús no sólo
fue mujer sin fortuna material, sino que fue desconocida, anónima, irrelevante,
como los pobres: los que no cuentan, los que no tienen voz, los que no pueden
defenderse. «¿Acaso de Nazaret puede salir algo bueno?» se preguntaba, citando burlesco el evangelio, y junto con todos los que se dejan guiar
cínicamente por la razón, se escandalizaba de que Dios hubiese escogido a una
persona tan insignificante: «Repugna a un Dios que El haya amado a una mujer
sin fortuna». ¿A dónde con todo esto? A algo muy sencillo: ¡Que extraños y qué distintos
son los gustos de los hombres a los gustos de Dios! Resulta que María fue
elegida y amada de Dios no sólo a pesar de ser pobre, sino precisamente por ello:
por ser enteramente pobre y sencilla. Gran cosa es que las madres tomen conciencia
de que su grandeza les viene no de aquello que poseen, ni de su belleza
exterior, sino del regalo divino de la maternidad y cosa más grande aún tener siempre presente Dios mismo quiso tener una MAdre: María, la muchachita de Nazateth• AE
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