La cruz de cenizas, trazada en la frente de cada cristiano, no es solo
un recordatorio de muerte, sino, de modo inevitable, una prenda de
resurrección. Las cenizas del cristiano ya no son meras cenizas. El cuerpo de
un cristiano es un templo del Espíritu Santo, y aunque le sea fatal ver la
muerte, volverá otra vez a la vida en gloria. La cruz, con que las cenizas se
disponen sobre nosotros, es el signo de la victoria de Cristo sobre la muerte.
Las cenizas de este miércoles no son meramente un signo de muerte, sino una
promesa de vida. Y sin embargo, las cenizas son claramente una invitación a la
penitencia, al ayuno y a la compunción. De ahí el carácter aparentemente
paradójico de la liturgia del Miércoles de Ceniza. El evangelio nos invita a
evitar los signos exteriores de dolor, y cuando ayunemos, a perfumarnos la
cabeza y lavarnos la cara. Pero recibimos un golpe de ceniza en la cabeza. Debe haber dolor en este día de
alegría. Es un día en que el dolor y la alegría van de la mano: pues tal es el
significado de la compunción, una tristeza que traspasa, que libera, que da
esperanza y por tanto alegría. Sólo el desgarro interior, la ruptura del
corazón, produce esa alegría. Deja salir nuestros pecados, y deja entrar el
limpio aire de la primavera de Dios, la luz del sol de los días que avanzan
hacia Pascua • T. Merton, Tiempos de Celebración.
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