Con toda la adhesión del corazón
nos consagramos en la ermita interior y en su misterio... El alma se dispone,
jornada tras jornada, a fin de desasirse de todo y acoger al Verbo que es
engendrado en su secreto y en su fondo. A primera vista todo parece débil y
flojo, casi hasta provisorio... Las tormentas no son escasas y surgen con
nuevos bríos en los horizontes nublados... Si dejamos obrar a Aquél que es
nuestra Vida... Si no inventamos reparos o nos detenemos en respetos humanos,
hemos de reposar, como Juan, en su Corazón... Pero una vez, en medio de no sé
cuáles confusiones, nos pareció que perdíamos la atención y la paz... Las
agresiones de cercanos y lejanos, esas "agresiones emotivas" tan
frecuentes en esta hora, tan del gusto del mundo: nos dieron la impresión de
que habíamos sido arrancados de la ermita y del silencio del corazón, que Dios
callaba y se escondía ante tanto ruido y desconcierto, que las torpezas y los
aludes nos habían privado de la vida y del don de Dios. Entonces, como San
Antonio, como Santa Catalina, preguntamos: -¡Señor, dónde estabas, dónde estás!
Y su respuesta fue siempre la misma: -Nunca he estado tan cerca. Basta una
invocación en el corazón para que nos demos acabada cuenta de que nada ni nadie
puede apartarnos de esa ermita y morada secreta, porque es el Padre, que ve en
lo secreto, Quien está y en Quien estamos, somos, nos movemos y existimos... Nadie
nos arrebató nada... Entra, pues, en tu morada secreta, cierra la puerta y no
te muevas de allí, que nadie puede apartarte de tu Bien • Ermitaño urbano
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