Sixth months before Christmas Eve we celebrate the luminous solemnity
of the Nativity of John the Baptist. John is a man of contrasts: he lives in
the silence of the desert, but right from there he appeals to the crowds with
convincing and strong voice inviting them to convert. He is humble enough to
say he is only the voice, not the Word, but he does not mince his words and
dares to accuse and denounce all injustices even to the very king; he urges his
disciples to meet with Jesus, but he does not mind rebuking king Herod while he
is in prison. Silent and humble, he is also strong and courageous enough to
shed his blood. Great example for us! Where is the secret of his greatness? Perhaps
in the realization of knowing he has been chosen by God; this is how the
evangelist explains it: «And the child grew and became strong in spirit; and he
lived in the desert until he appeared publicly to Israel»[1].
All his childhood and youth were marked by the understanding of his mission: to
provide testimony; which he does by baptizing Christ in the river Jordan, by
favorably disposing the crowds for the Lord and, at the end of his life, by
shedding his blood in favor of the truth. He preferred to die rather than
betray. Through the baptism, we have been all chosen and sent to bear witness
of the Lord. In an environment of indifference, St. John is a helping example
to imitate; St. Augustine used to say, talking about John: «Admire John as much
as you can for, whom you admire is profitable to Christ. I insist, he is
profitable to Christ, not because you offer anything to Him, but because of
your being able to progress in Him». In John, his attitude as a Messenger,
clearly explicit in attentive prayer to the Spirit, in his fortitude and
humility, helps us to establish new horizons of sanctity for us and for all
those around us • AE
…
Solemnidad de la Natividad de San Juan Bautista
(2020)
Profeta de soledades,
labio hiciste de tus iras
para fustigar mentiras
y para gritar verdades.
Desde el vientre escogido
fuiste tú el pregonero,
para anunciar al mundo
la presencia del Verbo.
El desierto encendido
fue tu ardiente maestro,
para allanar montañas
y encender los senderos.
Cuerpo de duro roble,
alma azul de silencio;
miel silvestre de rocas
y un jubón de camello.
No fuiste, Juan, la caña
tronchada por el viento;
sí la palabra ardiente
tu palabra de acero.
En el Jordán lavaste
al más puro Cordero,
que apacienta entre lirios
y duerme en los almendros.
En tu figura hirsuta
se esperanzó tu pueblo:
para una raza nueva
abriste cielos nuevos.
Sacudiste el azote
ante el poder soberbio;
y ante el Sol que nacía
se apagó tu lucero.
Por fin, en un banquete
y en el placer de un ebrio,
el vino de tu sangre
santificó el desierto.
Profeta de soledades,
labio hiciste de tus iras
para fustigar mentiras
y para gritar verdades. Amén.
...
Su madre, Isabel, había escuchado no hace
mucho la encantadora oración que salió espontáneamente de la boca de su prima
María y que traía resonancias, como un eco lejano, del antiguo Israel.
Zacarías, el padre de la criatura, permanece mudo, aunque por señas quiere
hacerse entender. Las concisas palabras del Evangelio, porque es así de sobria la
narración del nacimiento después del milagroso hecho de su concepción, encubren
la realidad que está más llena de colorido en la pequeña aldea de Zacarías e
Isabel. El nacimiento era esperado con angustiosa curiosidad. ¡Tantos años de
espera! Por eso aquel día la noticia voló de boca en boca entre todos ¡Ya ha
nacido el niño y nació bien! ¡Madre e hijo se encuentran bien, el
acontecimiento ha sido todo un éxito! Y a la casa llegan las felicitaciones.
Primero, los vecinos que no se apartaron ni un minuto del portal; luego llegan
otros y otros más. Por un rato, el tin-tin del herrero ha dejado de sonar. En
la fuente, Betsabé rompió un cántaro, cuando resbaló emocionada por lo que contaban
las comadres. Parece que hasta los perros ladran con más fuerza y los asnos
rebuznan con más gracia. Todo es alegría en aquella pequeña aldea. Llegó el día
octavo para la circuncisión y se le debe poner el nombre por el que se le
nombrará para toda la vida. Alguien observa que ha habido discusiones entre los
parientes que han llegado desde otros pueblos para la ceremonia; tuvieron un
forcejeo por la cuestión del nombre y parece que prevalece la elección del
nombre de Zacarías que es el que lleva el padre. Pero el anciano Zacarías está
inquieto y se diría que parece protestar. Cuando llega el momento decisivo, lo
escribe con el punzón en una tablilla y decide que se llame Juan. No se sabe
muy bien lo que ha pasado, pero lo cierto es que todo cambió. Ahora Zacarías
habla, ha recuperado la facultad de expresarse del modo más natural y anda por
ahí bendiciendo al Dios de Israel, a boca llena, porque se ha dignado visitar y
redimir a su pueblo. Ya no se habla más del niño hasta que llega la próxima
manifestación del Reino en la que interviene. Unos dicen que tuvo que ser
escondido en el desierto para librarlo de una matanza que Herodes provocó entre
los bebés para salvar su reino; otros dijeron que en Qunram se hizo asceta con
los esenios. El oscuro espacio intermedio no dice nada seguro hasta que «en el
desierto vino la palabra de Dios sobre Juan». Se sabe que, a partir de ahora,
comienza a predicar en el Jordán, ejemplarizando y gritando: ¡conversión!
Bautiza a quienes le hacen caso y quieren cambiar. Todos dicen que su energía y
fuerza es más que la de un profeta; hasta el mismísimo Herodes a quien no le
importa demasiado Dios se ha dejado impresionar. Y eso que él no es la Luz,
sino sólo su testigo • AE
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