Al desierto, lugar áspero y difícil, el Espíritu
empujó a Jesús, donde permaneció cuarenta días solo. Serán cuarenta días de
lucha, tentaciones, ayuno y oración. Allí Jesús se sintió agitado, zarandeado
por turbaciones y deseos, angustiado por la duda, rodeado de debilidad. Era el
momento de clarificar su misión como Mesías y escoger su camino. ¿Cómo debía
manifestarse el Mesías? Si era el Hijo de Dios, ¿no debería darse a conocer
enseguida? ¿No estaría bien un signo espléndido, una manifestación gloriosa,
algo así como tirarse de lo más alto del templo en un día de fiesta? Así lo
verían que bajaba del cielo, como un verdadero Dios. Si era Salvador de los
hombres, ¿no debería empezar a utilizar sus poderes para hacer milagros? Podría
empezar, para saciar el hambre de los pobres, por convertir las piedras en pan.
Y ahora mismo, puesto que tenía hambre, podía hacer un ensayo. Si quería
instaurar el Reino de Dios, ¿no era el mejor momento para establecerlo? ¡Contaba
con legiones de ángeles! Pero Jesús permanece casi en silencio. Habla poquísimo
en este episodio en el desierto. En realidad, Jesús está a la escucha de la
palabra de Dios y de ella se alimenta. Y la palabra de Dios le señala otro
camino. No se puede utilizar a Dios como un mago cualquiera. No se puede forzar
a Dios para que haga nuestra voluntad. Así lo hizo muchas veces el pueblo de
Dios, que acudía a Él pidiendo triunfos, gloria y alimentos. Querían un Dios
que les saciara, les protegiera y les diera victorias; un Dios a su servicio. Hoy
hacemos lo mismo y buscamos un Dios mercantilista y utilitarista. Pero Dios no
está ahí para que lo utilicemos, sino para que nos pongamos en sus manos; no
para que nos sirva, sino para que le sirvamos, o mejor, para que nos sirvamos;
no para que Él haga nuestra voluntad, sino nosotros la suya. Así, el Mesías
será el siervo, no el dueño; salvará desde el amor y la entrega, no desde el
poder y la gloria… ¡Qué difícil librarnos de las tentaciones del poder, del
tener, del placer y de la gloria! Aún no sabemos distinguir la voz de Dios y
las voces del tentador. A veces tenemos claros los fines, pero erramos en los
medios. ¿No sería bueno ir al desierto? Necesitamos con urgencia encontrarnos
con nosotros mismos, liberarnos de apegos; encontrarnos con Dios y su Palabra. Está de moda ir al desierto a correr rallys y a pasear en camellos. Cuando
la liturgia nos invita a nuestro desierto interior, es porque sabe que allá
encontraremos esa dichosa soledad, que es la verdadera felicidad • AE
No hay comentarios:
Publicar un comentario