El pasaje que escuchamos en la primera de las lecturas
de éste domingo es precioso, y elocuente. En la batalla contra los enemigos,
Moisés oraba a Dios pidiéndole su ayuda. Mientras él mantenía los brazos
elevados, los israelitas llevaban las de ganar. Si él aflojaba en su oración,
sucedía al revés. No es un gesto mágico. Es un símbolo de que la historia de
este pueblo no se puede entender sin la ayuda de Dios[1].
Quizá hoy no nos resulta muy espontánea esta convicción, porque valoramos más la
eficacia, los medios técnicos, el ingenio y el trabajo humano; en otras
palabras: pareciera que no necesitamos a Dios para ir construyendo el mundo,
sin embargo no podemos olvidar las palabras del Señor: "sin mi no podéis
hacer nada"[2]. El salmo de
la liturgia de éste domingo hoy nos invita a poner un poco de orden en medio de
todas nuestras seguridades: "Levanto mis ojos a los montes: ¿De dónde me
vendrá el auxilio? ¡El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la
tierra!"[3]. Orar es
reconocer la grandeza de Dios y al mismo tiempo nuestra debilidad, y orientar
la vida y el trabajo según Dios. En el evangelio el Señor habla de la
importancia de la oración en nuestra vida. En su parábola -¡tan simpática!- el
juez no tiene más remedio que conceder a la buena mujer la justicia que
reivindica. No se trata de comparar a Dios con aquel juez, que Jesús describe
como corrupto e impío, sino nuestra conducta con la de la viuda, con una
oración también de petición y perseverante, una oración confiada, una conversación
en la que no se trata convencer a Dios más bien de encontrar motivos nuevos en nuestra visión de
la historia –la historia personal- y entrar en comunión con Dios, porque Él quiere
nuestro bien, más que nosotros mismos. La oración nos ayuda a sintonizar con Él, a confiar en Él ¡A aguantar el chaparrón! ¡Cuánto bien nos hace hablar con Dios sobre todo lo que pasa alrededor, reconociendo
nuestra debilidad y esperanzo todo de su grandeza y de su providencia! • AE
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