Juan de Valdés Leal, Jesucristo camino del Calvario
y la Verónica (Hacia 1660),
óleo sobre lienzo (161 x 211 cm), Museo del Prado
(Madrid)
...
Todos buscamos ser felices. Por caminos diferentes,
con más o menos acierto, pero nos esforzamos por alcanzar eso que llamamos
felicidad y que nos atrae desde lo más
hondo de nuestro ser, sin embargo tarde o temprano todos nos encontramos
en la vida con el sufrimiento, experimentando
en nuestra propia carne aquellas palabras
de Job: «El hombre, nacido de mujer, es corto de días y harto de inquietudes»[1].
Los sufrimientos de cada persona son diferentes y pueden deberse a
factores muy diversos. Durckheim nos
recuerda tres principales fuentes donde casi siempre brota el sufrimiento humano. El hombre busca, antes que nada
seguridad, y cuando en su vida surge algo que la pone en peligro, comienza a sufrir porque su seguridad puede
quedar destruida. Muchos de nuestros sufrimientos provienen del miedo a que
quede destruida nuestra imagen, nuestra
tranquilidad, nuestra salud. Después, el hombre busca sentido a su vida,
y cuando experimenta que ésta no significa nada para nadie ni siquiera para él mismo, comienza a sufrir
porque lo demás le parece inútil. Cuánto sufrimiento nace de los fracasos, frustraciones y desengaños. Finalmente,
el ser humano busca también amor frente al aislamiento y la soledad, y cuando
se siente incomprendido, abandonado y solo, comienza a sufrir. La fe cristiana no
dispensa al creyente de estos sufrimientos; también él conoce, como cualquier otro
hombre o mujer el lado doloroso de la existencia, pero tampoco la fe carga
necesariamente al cristiano con un sufrimiento mayor que el del resto de los
hombres. Lo primero que escucha el
creyente cuando se siente interpelado por Cristo a llevar la cruz tras él no es
una llamada a sufrir «más» que los
demás, sino a sufrir en junto con Él, es decir, a «llevar la cruz» no de cualquier manera, sino
«tras él», desde la misma actitud y con el mismo espíritu. Quien vive así la
cruz, unido a Cristo y desde una actitud de confianza total en Dios, aprende a
vivir el sufrimiento de una manera más humana, y desde luego más plena[2].
Los sufrimientos siguen ahí, sí, con todo su realismo y crudeza, pero con la
mirada puesta en Cristo crucificado, el creyente encuentra una fuerza nueva en
medio de la inseguridad y la
destrucción; descubre una luz incluso en los momentos en que todo parece
absurdo y sin sentido; experimenta
una protección última y misteriosa en medio del abandono de todos. Son las
palabras de san Pablo en aquel que
me fortalece[3]
• AE
[1] 14, 1.
[2] J. A. Pagola, Sin Perder la Dirección. Escuchando a San
Lucas. Ciclo C, San Sebastián, 1944, p. 103 ss.
[3] Cfr Fil 4.13.
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