Dios ama a los pecadores. No
sólo a los pecadores arrepentidos, lo que sería en cierto modo comprensible para nosotros, sino
también a los pecadores antes de su conversión; es decir, Dios ama a los granujas, a los indeseables, a los
perdidos, no porque sean lo que
han llegado a ser por su culpa sino para que sean lo que deben ser con
la ayuda de la gracia: una criatura nueva. El amor de Dios lleva siempre la
iniciativa. El que lo hizo todo de la nada y llamó a la existencia a lo que no
era, llama a los pecadores para
que sean sus hijos. Es la misma fuerza –por poner un ejemplo muy concreto y muy
tangible- que tira por el suelo a Saulo camino de Damasco y hace del
perseguidor un apóstol. Si Dios ama a los pecadores, esto quiere decir que su
misericordia es infinita y su amor
no tiene fronteras. Por lo tanto, nadie puede exiliarse del amor de Dios
ni huir tanto y tan deprisa que no sea alcanzado por su misericordia. Por eso
no hay para Dios un hombre
absolutamente perdido, por eso hay para el hombre siempre una
posibilidad que no es del hombre:
el amor que Dios le tiene. Cuando uno pierde una moneda hasta el extremo
de olvidar que la ha perdido, ya
no puede encontrarla. Pero Dios no pierde nunca de esta manera a los pecadores, porque no los
olvida ni los echa de su corazón. De ahí que Jesús lo compare a una mujer que echa en falta su moneda, y barre
toda la casa, y la encuentra, y se adorna con ella la cabeza, y llama a las
vecinas y comparte su gozo. El perdón es un triunfo del amor de Dios. A los
hombres nos cuesta mucho perdonar
porque no amamos a los que nos ofenden, por eso necesitamos enfrentarnos
con nosotros mismos: reprimir el
instinto natural de venganza y dejar que pase el tiempo para poder olvidar, y si al fin conseguimos
cambiar de actitud, esto ha sido una victoria sobre nosotros mismos. Dios no perdona como los hombres, pues ama
a los pecadores y no necesita
pasar de la venganza a la misericordia. Dios perdona gozosamente. Jesús
describe en las parábolas el inmenso gozo del perdón de Dios. Lo compara al gozo del pastor que carga con
la oveja perdida, al gozo de la
mujer que encuentra su moneda y, sobre todo, al de un padre que recupera a su
propio hijo. En esta última parábola
contrasta el gozo del padre que perdona con la actitud del hermano que no sabe perdonar y, en
consecuencia, no quiere entrar en la fiesta. El motivo de tanta alegría en el cielo, de tanto
gozo, es la conversión del pecador y su vuelta a la vida. La invitación de hoy es a perdonar como hemos sido
perdonados: gozosamente • AE
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