El lenguaje de
Jesús es duro. En ocasiones, durísimo. Si leemos detenidamente este pasaje,
quedaremos desconcertados. No es el lenguaje que usamos nosotros. El, como
verdadero profeta, no intenta contentar a nadie, ni despertar el interés de los
entendidos. Siempre quiere dejar clara su misión, ahondar en los aspectos que
tendemos a olvidar. "He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá
estuviera ya ardiendo!". Jesús con esta expresión quiere manifestarnos su
actitud interior: la del hombre que vive su misión, su vocación, poniendo en
ella el corazón y el espíritu. Aquí no se trata del pequeño y familiar fuego
del hogar, tan necesario para cocinar o calentarnos, sino de ese otro fuego que
se desata a impulsos del viento y arrasa en pocos minutos todo lo que encuentra
a su paso. El fuego de Jesús es el mismo reino de Dios que conlleva en sí mismo
un elemento destructor del pecado. Fuego que va quemando las impurezas de los
hombres, destruyendo la altivez de los soberbios, acrisolando desde dentro.
Este fuego del Espíritu destruye y purifica; es el fuego que, unido al agua, va
engendrando una nueva raza de hombres, según el modelo del Padre. Jesús es el
portador del fuego de Dios sobre la tierra. En este sentido su misión
fundamental consiste en purificar, acrisolando lo que es bueno y destruyendo lo
que se encuentra pervertido. En el evangelio de hoy vemos a un Jesús que se impacienta
porque no ve el momento en que ese fuego, que vino a prender en el mundo, arda
con intensidad. Desea que la voluntad del Padre se cumpla, que llegue a término
su misión. Es conmovedor oírle expresar los sentimientos que nacían en su
corazón ante la misión que había recibido: ¡es tan raro oír exponer a alguien
sus ilusiones más íntimas! ¿Qué sucede si no
se enciende este fuego? ¿Cuándo no está encendido? No está encendido cuando
vivimos el cristianismo no como novedad original, sino como un agregado más de
la sociedad, cuando convivimos sin oponernos a las estructuras que crean en la
humanidad un estado de injusticia, de hambre, de violencia. No hay fuego cuando
todo sigue igual; cuando los sacramentos no significan más que un acto social,
un papel sellado, una fiesta mundana. No hay fuego cuando en la Iglesia repetimos
mecánicamente gestos o ritos que no atraen ni interesan…. Jesús encendió un
fuego y nos invita a mantenerlo encendido; un fuego que debiera quemar dentro
de la Iglesia tantas cosas inútiles, tantos organismos estériles y
paralizantes, tantas palabras vacías, tantos negocios sucios... No hay
redención, ni liberación verdadera, ni sociedad nueva sin sangre, real o
simbólica. Porque siempre tiene que morir algo para que surja lo nuevo. ¿No echado
los cristianos, a lo largo de muchos siglos, cubos y cubos de agua sobre este fuego?
• AE
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