Qué aburridos
resultan nuestros sermones cuando los predicadores nos desgañitamos invitando a
la asamblea a vivir como cristianos. Poco
nos preguntamos por qué tanta desproporción entre el esfuerzo y los resultados.
La tarea de anunciar el Reino no es fácil, cierto, el Maestro tuvo incluso dificultades:
tenía un grupo reducido y éstos le abandonaron en los últimos momentos. El
mensaje es exigente, y si escondemos o suavizamos esa exigencia, traicionamos
el mensaje. Pero como el mensaje no es nuestro, sino que nos viene dado, no
podemos alterarlo. Ahora bien, sí que podemos, en vez de intentar imponerlo,
presentarlo, ofrecerlo; como hacía Jesús, cuyas exigencias hay que entenderlas
más como una súplica que como una obligación: “Sigue siendo cristiano, no te
desanimes, sigue en la lucha; yo estoy contigo”. Jesús conoce mejor que nadie
los muchos enemigos que nos asaltan en el camino: el dinero, la fama, la
seguridad, el prestigio, el deseo de pertenencia a cierta clase social. Por eso
no impone: ruega y suplica, invita y ayuda, dejándonos siempre en completa libertad
de elegir. Decía Pío XII que la buena voluntad no basta, que no suple la
eficacia. Es verdad. Los cristianos hemos de tener buena voluntad, pero al
mismo tiempo buscar medios adecuados para el Reino, preguntándonos constantemente
qué vale la pena y qué no, y cómo interesar a quienes nos escuchan. Quizá el
quid esté en recordar constantemente que nuestro Dios no obliga y ni exige,
sino que nos ama y nos da su vida sin esperar a cambio otra cosa más que nuestra
aceptación de su don. Que Él no nos mira vigilante y airado, ni nos pide
cuentas malhumorado cuando caemos en el egoísmo, sino que, en el colmo de la
delicadeza (de la que sólo son capaces quienes están locamente enamorados), nos
pregunta: "Hijo, ¿qué te he hecho, en qué te he ofendido? Respóndeme"[1].
Que Dios no nos destruye cuando nos apartamos de Él, sino que reitera su llamada
para que sigamos su camino. En el evangelio de hoy escuchamos cómo Jesús reprende
a quienes querían hacer bajar fuego del cielo para destruir aquella aldea
samaritana poco hospitalaria[2].
Hoy podemos recordar que Dios no necesita nuestro cumplimiento cabal para
sentirse "más Dios", y luego agradecernos nuestros buenos servicios.
No. Él nos ha amado primero, nos ama desde siempre, nos amará por siempre, y no
por nuestros méritos o por nuestras buenas obras, sino por puritito (sic) amor. Buena cosa es tener pues siempre
presente que Dios no nos mira desde la lejanía y la distancia; si nosotros
éramos indignos de su amor (¡y lo éramos!), envía a su propio Hijo para que se
haga uno de nosotros y amarnos con el amor que ama a su Hijo[3].
Dios no nos propone un plan caprichoso y extraño para medir nuestra fidelidad: Él
quiere que seamos personas que alcancemos el límite de nuestras posibilidades,
pero respeta nuestra libertad para aceptarlo o no; y, aunque le demos la
espalda, nos sigue queriendo y sale cada día a los caminos de la vida, con los
brazos abiertos, por si nos ve en el horizonte y salir corriendo para tomarnos en
sus brazos[4].
Este es el Dios que hemos de dar a conocer, el Dios en quien hemos puesto
nuestra fe. Los sacerdotes somos los primeros que deberíamos predicar a este
Dios que nos llama a caminar hacia la libertad; los primeros en invitar a descubrir
en nuestro corazón el amor de Dios; los primeros en enamorarnos de Él, como Él
está enamorado de nosotros. Todo lo demás vendrá solo. Por eso, más que
atosigar a la asamblea con el mismo sermón, nuestra tarea es acompañar en el
descubrimiento de ese Dios que enamora, encandila y seduce. Solamente por amor
seremos capaces de movernos; sólo por amor seremos capaces de seguirle; sólo por
amor seremos discípulos. Lo demás, todo lo demás, será un admirable y titánico
esfuerzo; pero en realidad dará muy pocos resultados[5].
Estar enamorado de Dios ¡eso es otra cosa! Quien lo vive, lo sabe; quien no lo
vive... que abra su corazón, y sabrá lo que es bueno • AE
[1] Mi 6,3. Este es uno de los célebres
improperios (en latín Improperia), es decir, los
versículos que se cantan en el oficio de la tarde del Viernes Santo en la
Iglesia católica, durante la ceremonia llamada "Adoración de la Cruz". La palabra
latina improperium significa «reproche». Los Improperios son, de hecho, los
reproches de Cristo a su pueblo que lo ha rechazado. Puesto que a cambio de
todos los favores concedidas por Dios, y en particular de haberlo librado de la
servidumbre en Egipto y haberlo conducido sano y salvo a la Tierra Prometida,
le ha infligido las ignominias de la Pasión. Es durante La Adoración de la
cruz, después de las diecisiete oraciones, que estos improperios se decían por
el coro. A cada favor de Dios en el libro del Éxodo se oponía
un episodio de la Pasión de Cristo. El coro repetía como estribillo la
aclamación griega "Hagios o Theós" (Ἅγιος ὁ Θεός), de forma más precisa alternando el griego y el latín, en doble coro.
[2] Cfr. Lc 9, 51-62.
[3] Cfr. Jn 3, 15.
[4] Lc 15, 11-31.
[5] L. Gracieta, Dabar, 1989, p. 35.
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