Qué bien describió el buen fray Luis de León la
soledad de aquellos que ven marchar a Jesús!: «¿Y
dejas, Pastor santo, tu grey en este valle hondo, escuro, con soledad y
llanto…? ¡Cuán tristes y solos, ay, nos dejas!»[1]. Sabemos que el Señor no
nos deja solos, y que la suya es una presencia, digamos, diferente, en realidad
misteriosa, pero al mismo tiempo se trata de una presencia que tiene mucho qué
ver con la soledad. Con esa soledad que es como una navaja de doble filo. Y es
que hay una [soledad] que es mala y que empobrece y destruye, y una [soledad] que
es enriquecedora, fecunda, que ayuda a crecer. Unas personas sufren la soledad,
otras, la buscan. Lo que parece claro es que podemos hacer de ella algo
luminoso y positivo. La soledad ayuda a serenarnos, a meditar en nuestra vida,
a descubrirnos más auténticamente, a escuchar lo que hay en nosotros. Ayuda a
madurar, a acoger mejor a los otros, a atender más y mejor a las necesidades
del prójimo y a descubrir los profundos lazos que nos unen a los demás. En ese
silencio interior que trae la soledad podemos vivir la presencia del Espíritu
de Dios. El mejor ejemplo que tenemos es María Santísima. Ella, representada en
el arte cristiano como la Virgen de la Soledad, es modelo de fe y fortaleza, y ejemplo
de una soledad fecunda. Como madre María sufrió la separación de su hijo, pero
como primera creyente aprendió pronto, y como nadie, a ver a su hijo de otra
manera, a descubrirle, a gozar su soledad porque estando sola no se encontraba
sola sino llena del Espíritu del Señor[2].
La pregunta que escuchamos en la primera de las lecturas el día de hoy regresa
y viene directamente dirigida a cada uno de nosotros: «Galileos, ¿qué hacen allí parados, mirando al cielo?
Ese mismo Jesús que los ha dejado para subir al cielo, volverá como lo han
visto alejarse»[3]. Es ahí, en el camino, siguiéndole,
donde podemos experimentar que su Espíritu nos habita y sostiene, aunque
encontremos momentos de soledad en nuestra vida. La Virgen santísima vivió una
soledad confiada sin estar nunca sola, es la llena de gracia y estuvo siempre
llena del Espíritu Santo. Junto a ella nada podemos temer • AE
[1] Se Trata de la Oda XVIII en la Ascensión del Señor, de
Fray Luis de León quien fuera teólogo, poeta, humanista y religioso agustino
español de la escuela salmantina, junto con Francisco de Aldana, Alonso de
Ercilla, Fernando de Herrera y San Juan de la Cruz. Su obra forma parte de la
literatura ascética de la segunda mitad del siglo XVI y está inspirada por el
deseo del alma de alejarse de todo lo terrenal para poder alcanzar lo prometido
por Dios, identificado con la paz y el conocimiento.
[2] Cfr. Lc
2,19.
[3] Cfr. Hch 1,
1-11.
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