Los puntos sobre las íes. El
comportamiento del Señor delante de aquella mujer no fue -no es- una invitación a relativizar o rebajar la
importancia del pecado: “Cuando todos se fueron, Jesús se incorporó y le
pregunta a esta mujer: "¿Dónde están tus acusadores?, ¿ninguno te ha
condenado?" Ella contestó: "Ninguno, Señor". Jesús dijo:
"Tampoco yo te condeno. Anda y en adelante no peques más". Jesús
reconoce que esa mujer ha obrado mal; pero él prefiere la misericordia al rigor
de la Ley. El la declara culpable, pero la perdona. El condena el pecado de
esta mujer, pero la invita amorosamente a que su futuro sea mejor. Sólo el que
se sitúa bajo este nuevo principio de la misericordia, sólo el que es
misericordioso con los demás será medido después con esta misma vara y
alcanzará él también misericordia[1].
Por eso Jesús anuncia el Evangelio, la buena noticia, el Evangelio de la
reconciliación para todos ¡el perdón de Dios! De este evangelio solamente se
excluyen aquéllos que se resisten a superar la justicia de unas leyes que ellos
en el fondo nunca han sabido cumplir. Sólo los que se tienen por justos y
desprecian a los demás, quedan excluidos de la Buena Noticia. El cristiano es
aquél que se olvida de lo que queda atrás y se lanza continuamente a lo que
está por delante. El cristiano no es aquél que lleva una contabilidad de sus
buenas obras y de sus méritos para pasar después factura a Dios, sino aquél
que, dejando su intento de una autojustificación por sus obras y poniendo toda
su confianza en Dios que justifica al impío, está siempre mirando hacia el
Señor que ha de volver. El Santo Padre nos lo recordó con palabras sabias en su
última exhortación apostólica: « En el fondo, la falta de un
reconocimiento sincero, dolorido y orante de nuestros límites es lo que impide
a la gracia actuar mejor en nosotros, ya que no le deja espacio para provocar
ese bien posible que se integra en un camino sincero y real de crecimiento. La
gracia, precisamente porque supone nuestra naturaleza, no nos hace superhombres
de golpe. Pretenderlo sería confiar demasiado en nosotros mismos. En este caso,
detrás de la ortodoxia, nuestras actitudes pueden no corresponder a lo que
afirmamos sobre la necesidad de la gracia, y en los hechos terminamos confiando
poco en ella. Porque si no advertimos nuestra realidad concreta y limitada,
tampoco podremos ver los pasos reales y posibles que el Señor nos pide en cada
momento, después de habernos capacitado y cautivado con su don. La gracia actúa
históricamente y, de ordinario, nos toma y transforma de una forma progresiva.
Por ello, si rechazamos esta manera histórica y progresiva, de hecho podemos
llegar a negarla y bloquearla, aunque la exaltemos con nuestras palabras»[2].
No lo olvidemos: « Solamente a partir del don de Dios, libremente
acogido y humildemente recibido, podemos cooperar con nuestros esfuerzos para
dejarnos transformar más y más. Lo primero es pertenecer a Dios. Se trata de
ofrecernos a él que nos primerea, de entregarle nuestras capacidades, nuestro
empeño, nuestra lucha contra el mal y nuestra creatividad, para que su don
gratuito crezca y se desarrolle en nosotros»[3]
• AE
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