El Señor que nos primerea siempre (V Domingo de Cuaresma. Ciclo C).



Los puntos sobre las íes. El comportamiento del Señor delante de aquella mujer no fue -no es- una invitación a relativizar o rebajar la importancia del pecado: “Cuando todos se fueron, Jesús se incorporó y le pregunta a esta mujer: "¿Dónde están tus acusadores?, ¿ninguno te ha condenado?" Ella contestó: "Ninguno, Señor". Jesús dijo: "Tampoco yo te condeno. Anda y en adelante no peques más". Jesús reconoce que esa mujer ha obrado mal; pero él prefiere la misericordia al rigor de la Ley. El la declara culpable, pero la perdona. El condena el pecado de esta mujer, pero la invita amorosamente a que su futuro sea mejor. Sólo el que se sitúa bajo este nuevo principio de la misericordia, sólo el que es misericordioso con los demás será medido después con esta misma vara y alcanzará él también misericordia[1]. Por eso Jesús anuncia el Evangelio, la buena noticia, el Evangelio de la reconciliación para todos ¡el perdón de Dios! De este evangelio solamente se excluyen aquéllos que se resisten a superar la justicia de unas leyes que ellos en el fondo nunca han sabido cumplir. Sólo los que se tienen por justos y desprecian a los demás, quedan excluidos de la Buena Noticia. El cristiano es aquél que se olvida de lo que queda atrás y se lanza continuamente a lo que está por delante. El cristiano no es aquél que lleva una contabilidad de sus buenas obras y de sus méritos para pasar después factura a Dios, sino aquél que, dejando su intento de una autojustificación por sus obras y poniendo toda su confianza en Dios que justifica al impío, está siempre mirando hacia el Señor que ha de volver. El Santo Padre nos lo recordó con palabras sabias en su última exhortación apostólica: « En el fondo, la falta de un reconocimiento sincero, dolorido y orante de nuestros límites es lo que impide a la gracia actuar mejor en nosotros, ya que no le deja espacio para provocar ese bien posible que se integra en un camino sincero y real de crecimiento. La gracia, precisamente porque supone nuestra naturaleza, no nos hace superhombres de golpe. Pretenderlo sería confiar demasiado en nosotros mismos. En este caso, detrás de la ortodoxia, nuestras actitudes pueden no corresponder a lo que afirmamos sobre la necesidad de la gracia, y en los hechos terminamos confiando poco en ella. Porque si no advertimos nuestra realidad concreta y limitada, tampoco podremos ver los pasos reales y posibles que el Señor nos pide en cada momento, después de habernos capacitado y cautivado con su don. La gracia actúa históricamente y, de ordinario, nos toma y transforma de una forma progresiva. Por ello, si rechazamos esta manera histórica y progresiva, de hecho podemos llegar a negarla y bloquearla, aunque la exaltemos con nuestras palabras»[2]. No lo olvidemos: « Solamente a partir del don de Dios, libremente acogido y humildemente recibido, podemos cooperar con nuestros esfuerzos para dejarnos transformar más y más. Lo primero es pertenecer a Dios. Se trata de ofrecernos a él que nos primerea, de entregarle nuestras capacidades, nuestro empeño, nuestra lucha contra el mal y nuestra creatividad, para que su don gratuito crezca y se desarrolle en nosotros»[3] • AE


[1] Cfr. Lc 6, 36-38.
[3] Idem, n. 56.

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