La parábola la conocemos como la del hijo pródigo,
pero también podríamos llamarle la parábola de la alegría, o la parábola del
perdón, o la parábola del hermano mayor, o la parábola de la llamada a la
conversión de los buenos, o la de mejor caminemos juntos, o la del padre; o la del padre de los
padres, porque en realidad él es el único que ama y sabe de amor en todo el relato. Así
es de rica y de imaginativa esta parábola. Toda una pieza maestra de Jesús. El texto es como una especie de tratado de cómo Dios escribe derecho sobre renglones
torcidos, y está llena de personajes reales, aunque se trate de una parábola. El pródigo vuelve por hambre. Le mueve el deseo de la mesa; así
es, por prosaico y poco romántico que nos pueda parecer. Y cuando llega a casa todo
le sale mucho mejor de lo que había planeado, y es que Dios es así. El padre –dice el
texto- corrió. Mientras el arrepentimiento anda a su lento paso, la misericordia
corre, vuela, precipita las etapas, anticipa el perdón, manda delante, como heraldo,
la alegría. Dios es así. Por su parte el hijo mayor aparentemente es buena
persona. Cree que el padre ha perdido la cabeza y da la impresión de que
también se rebela contra la libertad de amar de Dios. En realidad le molesta
que el padre quiera a todos; le pasa lo que nos pasa a muchos de nosotros, que no aceptamos un Dios compartido y repartido. Aquel hijo mayor -y con él nosotros- no
entiende que el amor es gratuidad, pretende cobrar por su antigüedad y su fidelidad. Está lleno de razones y de dignidad y casi nada lo mueve. Lo peor de todo, reniega de su hermano y
de la fraternidad. La parábola, en fin, toca fibras muy sensibles, llama a la puerta del corazón; invita a guardar silencio, a dar gracias por el Padre bueno que siempre nos recibe con alegría; nos lleva a pensar cómo podríamos encontrarnos con ese hermano que nos ha dejado de querer y nos anima a que pase lo que pase siempre nos pongamos en camino de regreso hacia el amor y el perdón • AE
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