Este domingo escuchamos de nuevo palabras
desconcertantes de Jesús. Las bienaventuranzas no son una invitación al
optimismo ingenuo o a la felicidad fácil, sino una llamada a vivir el sufrimiento,
el mal o la persecución en la paciencia y el gozo de la esperanza. Esa paciencia no es fruto de un ejercicio
ascético que nos enseña a vivir las pruebas sin derrumbarnos. Es una paciencia que descansa en la paciencia
misma de Dios que nos acompaña en
el dolor o la impotencia de manera silenciosa y discreta, pero buscando siempre nuestro bien. Dios no se
impacienta ante los brotes del mal o de la injusticia, porque para él no
hay prisa ni miedo al fracaso
final. Dios sabe esperar. Y es esa mirada paciente de Dios, cargada de ternura infinita hacia todos
los hombres, los que sufren y los que hacen sufrir, la que pone consuelo y estímulo en el
creyente enfrentado a la realidad del mal. Lo mismo que en la paciencia de
Dios, también en la paciencia del creyente hay siempre amor. Un amor al ser humano, que es más
fuerte que cualquier presencia del mal o de las tinieblas. En realidad, ningún mal por cruel y poderoso que
sea, puede impedirnos seguir
abiertos al amor. Y el amor -no lo olvidemos- es la única promesa y
garantía de felicidad final. Esta
paciencia cristiana no es una actitud pasiva o resignada. Es fuerza para no
dejarnos vencer por la
desesperanza, y estímulo para cumplir nuestra misión con entereza y fidelidad. Esa es la recomendación
bíblica: "Necesitáis paciencia en el sufrimiento para cumplir la voluntad de Dios y conseguir así lo
prometido"[1]. Esa
paciencia del creyente se alimenta de la confianza en Dios y del abandono confiado en
sus manos. Dios, deseado y amado
por encima de todo, es el que renueva las fuerzas del hombre aplastado y pone en su corazón una paz que el mundo
entero no puede dar[2]. En su
carta, Santiago les llama felices a aquellos que sufrieron con paciencia»[3] Esta felicidad no proviene del bienestar o del éxito, sino de la fe en el
Crucificado que desde la
resurrección nos dice así a todos los que hemos sido probados por el mal: "He abierto ante
ti una puerta que nadie puede
cerrar, porque, aunque tienes poco poder, has guardado mi Palabra[4] . AE
[1] Hb 10, 36
[2] J. A. Pagola, Sin perder la dirección. Escuchando a
S.Lucas. Ciclo C, San Sebastián, 1999, p. 69 ss.
[3] St 5, 11
[4] Ap 3, 8.
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