Con la muerte de los últimos profetas se había extendido en el judaísmo la
idea de que el pecado de Israel había alejado el Espíritu de Dios de los suyos[1]. Dios
se calla y el pueblo sufre su silencio. Los cielos permanecen cerrados e
impenetrables. Los hombres caminan tristes a través de una tierra sin
horizontes. La escena del Bautismo de Jesús, narrada por los cuatro evangelios,
es una noticia realmente revolucionaria para los primeros creyentes[2].
El cielo se abre y el Espíritu de Dios desciende de nuevo sobre los hombres. Esto
fue lo que celebramos en los días de Navidad, que Dios verdaderamente está con
nosotros, que no tenemos al dios frío de la razón, ni el dios distante del puro misterio,
sino un Dios hecho carne, hermano y amigo[3]. Esta
solidaridad de Dios con los hombres pone el cimiento más profundo que podemos
concebir a la solidaridad y fraternidad entre los hombres, y la esperanza más
viva que puede alimentar la tierra. Por eso las luces y estrellas de Navidad no
hacen sino iluminar con más fuerza la contradicción en que a veces vivimos los cristianos,
encerrados en nuestro propio egoísmo, alejados de un Dios Padre y extraños a
los que no viven para nuestros intereses ¡Qué fácil es cantar villancicos en un
hogar caliente y después de una buena cena, y qué difícil vivir compartiendo lo
que uno es y tiene con ese Jesús de carne que son los jodidos de la tierra, aquellos
que no reportan valor alguno! La Navidad deberíamos celebrarla no con copas de
champán sino alimentando nuestra alegría interior y nuestra esperanza en la
cercanía de un Dios que está presente en nuestro vivir diario, no viviendo sin
límite y en los excesos de nuestra sociedad tan consumista sino aprendiendo a
compartir con sencillez los gozos y sufrimientos de los que están alrededor. Podremos
celebrar la Navidad muchas veces en los días y meses siguientes -hasta la nochebuena
próxima- siempre que dejamos nacer a Dios en nuestra vida y siempre que bautizamos
nuestro diario vivir con el mismo Espíritu que animó a Jesús a vivir su vida y
a darla por los demás • AE
[1] Cuando el
profeta Malaquías dio fin a sus escritos aproximadamente en el año 450 a. de
C., no se volvió a oír una auténtica voz profética durante 500 años. A ese
periodo se lo conoce como el periodo Inter testamentario: el lapso de tiempo
que transcurre entre las dispensaciones del Antiguo y del Nuevo Testamento
[2] Mt 3, 13-17; Mc 1, 9-11; Lc 3, 21-22; Jn 1, 31-34.
[3] Jn 1, 14.
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