tempera y oro sobre
madera, Metropolitan Musem of Art (New York).
...
La estrella lleva a aquellos extraños personajes a Jerusalén y allí les espera la mayor decepción pero también la más importante decisión, una que cambiaría para siempre sus vidas. Y es que en Jerusalén encuentran dos reyes. Por una parte conocen a Herodes, el rey que poco antes había hecho ejecutar a sus hijos por miedo a perder el trono, pero no se detienen ante él ni lo reconocen
como tal; la estrella no les señala en él el sentido último que buscan. La
estrella sigue adelante y la siguen hasta encontrar al otro rey, al de
los judíos: un niño sin poder y necesitado de ayuda. Aquella pobreza no les lleva
a confusión. Ante él se postran y lo adoran. Y le ofrecen sus tesoros; su
corazón, su entrega, su esfuerzo. Para ellos está claro que la Epifanía de Dios
en la tierra no está en el poder y ni en la riqueza del mundo, sino en la
impotencia por causa del amor. Este es el fundamento de una gran
noticia, de una gran alegría para ellos y en ellos para todos. Aquellos tres hombres vuelven
a su tierra por otro camino. Esto es muy significativo: quien experimenta a
Dios tan sencillamente y a la vez tan profundamente no puede volver a recorrer
el mismo camino. Ellos dieron la espalda a Herodes con el que nada tenían que
ver, ni del que nada querían saber. Hay ahora más motivo para seguir el camino
que marca la estrella: el camino del rey de reyes, que por amor se hizo pequeño, para que los seres humanos nos podamos hacer grandes. Se trata de un amor que debe extenderse a todos: a los difíciles, a los que no nos caen
bien y a los que sí; a los creyentes y a los que no lo son, a los cercanos y a los lejanos, a
los conocidos y a los extraños. Vamos a deternernos hoy en éste momento de la vida del Señor, pidámosle con sencillez y confianza que nos deje reconocerlo como Rey, como Señor, como Salvador, que nuestro corazón y juicio y opinón se ridan ante Él por completo • AE
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