El título de “Rey de los judíos” aparece por vez primera en el evangelio
de San Juan[1].
Se trataba de un título que en aquel tiempo y circunstancias tenía
connotaciones subversivas, y que se prestaba a toda clase de malentendidos,
razón por la cual Jesús lo había evitado en su vida pública, pero sus enemigos, que ya habían decidido su muerte, necesitaban una causa en la que
pudiera y debiera entender el gobernador romano, y hallaron que ésta era la más
apropiada. El breve encuentro entre Jesús y Pilato que escuchamos hoy en el evangelio forma parte del relato
de la pasión y muerte de Jesús y que es, digámoslo así, una divina ironía. Lo
que sucede, paso a paso, imitando el ritual de la solemne exaltación de los
reyes al trono es, desde el punto de vista del sanedrín, de Pilato, de los
soldados y hasta de uno de los dos ladrones ajusticiados un puro sarcasmo y una
burla cruel. Sin embargo, los primeros cristianos y todos los que vendríamos
después confesaremos que él es el Señor y el Mesías. En el relato de la pasión no
falta la coronación, pero la corona es un casquete de espinas; ni la aclamación
del pueblo, aunque en este caso se trata de un abucheo; ni la entronización,
sólo que el trono es un cadalso; ni el homenaje de los grandes y notables de
Israel, pero el homenaje consiste en el desfile de los sacerdotes y senadores
que pasan delante de la cruz moviendo la cabeza[2].
De manera que no falta nada, pero todo es distinto. No falta el rey, desde luego,
pero su reino no es de este mundo: no se trata de un reino sino todo lo
contrario. Porque Jesús es la debilidad de Dios contra el poder de los que se
endiosan. Jesús es un rey que vino a servir y no a ser servido, por eso ocupa
el último lugar. Sus leyes se reducen al amor y, a diferencia de las leyes de
este mundo, son una buena noticia para los pobres. Su política es amar a los
enemigos y, por lo tanto, no tiene soldados para combatirlos. Un rey así no
podía esperar la comprensión de los reyes y señores de este mundo. Y así fue, ni
el poder convencional -el imperio, ni la religión convencional -la sinagoga-, ni
la sabiduría convencional -la academia- comprendieron el mensaje de este rey.
Para Pilato fue un ajusticiado más, para la sinagoga un escándalo, para los
griegos una necedad[3],
pero para los que creemos en Jesús la misma fuerza y sabiduría de Dios. Jesús
es rey en la cruz, y es también sacerdote, pues se ofrece al Padre. Su poder es
el amor que regenera aun a los que lo crucifican; el poder que perdona a sus
verdugos; el poder que engendra una nueva raza de hombres. El orgullo y la
gloria del cristiano nacen al pie de la cruz, en el servicio humilde a la
comunidad. Somos un reino de sacerdotes, porque todos estamos llamados a
ofrecernos al Padre por la liberación de nuestros hermanos. Al festejar hoy la paradójica fiesta de Cristo
rey, celebrémosla en la humildad y en la sencillez; celebrémosla en el silencio
de un amor generoso, totalmente volcados al servicio de la humanidad. Este día
no es un grito de victoria sobre nuestros enemigos. Es más bien el triunfo del
amor sobre el odio; de la humildad sobre el orgullo; del servicio fraterno
sobre el amor • AE
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