Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos (2018)



En el prólogo de uno de sus libros Pearl S Buck, habla de una carta que le escribió una mujer que había perdido a su marido: «Cuando mis pequeños no pudieron comprender el silencio de  su padre, recientemente fallecido traté  de explicárselo describiendo el ciclo vital del caballito de mar. Comienza como un gusano en el mar; pero, en el momento justo, emerge, y cuando se da cuenta de que tiene alas, vuela. Supongo –les dije- que los que se quedan en el agua se preguntan dónde se ha ido y por qué no vuelve. No puede volver porque tiene alas, ni los que se quedaron pueden volar junto a él porque todavía no las tienen». Y la escritora concluye: «Es cierto; aún no tenemos alas, pero llegará un día». La historia es bonita, tirando a cursi, ¿pero es  real? ¿Es verdad que «aún no tenemos alas», pero que llegará  un día en que todos nos volvamos a reunir de nuevo? Poniendo los pies en la tierra y el corazón mirando hacia la Escritura, quizá esta mañana de Noviembre podríamos detenernos un momento en el texto del Apocalipsis en el que se presenta, también simbólicamente, la vida que nos espera detrás de la muerte: ha pasado este primer cielo y esta primera tierra con sus angustias y sus tristezas –también con sus amores, con sus alegrías y sus ilusiones-, y pasamos a ese cielo nuevo y esa nueva tierra, donde ya no hay llanto ni luto ni lágrimas ni dolor, porque el primer mundo ha pasado; donde Dios le dirá a quien ha muerto: "Yo soy tu Dios y tú eres mi hijo", y donde, sobre todo, la sed, la sed de felicidad y de perpetuidad que está grabada, como a fuego, en la entraña del ser humano, encontrará finalmente descanso. Eso es lo que nos espera detrás del umbral de la muerte. Ahí está el fundamento de nuestra esperanza, de que esta vida no se acaba sino que se transforma y de que al llegar ese momento Dios está ahí, esperándonos, con esa mirada y esas manos llenas de misericordia • AE

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