En
el prólogo de uno de sus libros Pearl S Buck, habla de una carta que le
escribió una mujer que había perdido a su marido: «Cuando mis pequeños no
pudieron comprender el silencio de
su padre, recientemente fallecido traté de explicárselo describiendo el ciclo vital del caballito de mar. Comienza como un gusano en el mar; pero, en el momento justo,
emerge, y cuando se da cuenta de que tiene alas, vuela. Supongo –les dije- que
los que se quedan en el agua se preguntan dónde se ha ido y por qué no vuelve.
No puede volver porque tiene alas, ni los que se quedaron pueden volar junto a
él porque todavía no las tienen». Y la escritora concluye: «Es cierto; aún no
tenemos alas, pero llegará un día». La historia es bonita, tirando a cursi, ¿pero
es real? ¿Es verdad que «aún no
tenemos alas», pero que llegará un
día en que todos nos volvamos a reunir de nuevo? Poniendo los pies en la tierra
y el corazón mirando hacia la Escritura, quizá esta mañana de Noviembre podríamos
detenernos un momento en el texto del Apocalipsis en el que se presenta, también
simbólicamente, la vida que nos espera detrás de la muerte: ha pasado este
primer cielo y esta primera tierra con sus angustias y sus tristezas –también
con sus amores, con sus alegrías y sus ilusiones-, y pasamos a ese cielo nuevo
y esa nueva tierra, donde ya no hay llanto ni luto ni lágrimas ni dolor, porque
el primer mundo ha pasado; donde Dios le dirá a quien ha muerto: "Yo soy
tu Dios y tú eres mi hijo", y donde, sobre todo, la sed, la sed de
felicidad y de perpetuidad que está grabada, como a fuego, en la entraña del
ser humano, encontrará finalmente descanso. Eso es lo que nos espera detrás del
umbral de la muerte. Ahí está el fundamento de nuestra esperanza, de que esta
vida no se acaba sino que se transforma y de que al llegar ese momento Dios está
ahí, esperándonos, con esa mirada y esas manos llenas de misericordia • AE
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