Al
final de una crisis en la vida de fe hay una encrucijada de donde salen
dos caminos. El primero lleva a un
embarcadero donde hay un velero en el que se puede viajar y, mas adentro,
arrojar por la borda como algo inútil, un fantasma de Dios que se habían
formado desde niños. El segundo es uno más largo. Es un camino en el que vamos buscando,
a veces con dolor, el verdadero rostro de Dios. Es un camino en el que a los
caminantes se les han roto en mil pedazos las imágenes falsas de la divinidad pero
han seguido a Dios. Al final de ese camino hay una especie de jardín sereno y no
demasiado Rococó ni Barroco en el que, a pesar de todas sus limitaciones y las vacilaciones
que hubo en el camino, viven la
experiencia nueva de creer en un Dios cercano que los despierta cada mañana a
la vida y llena de alegría y de
paz su lucha diaria. Quizás, el verdadero secreto para creer en Dios sea saber
decir desde el fondo del corazón,
de verdad y con sencillez total, aquella plegaria del ciego de Jericó: “Maestro,
que vea". Sólo entonces estamos
caminando hacia Dios[1]. En realidad
el pecado mas grande con el que vivimos los cristianos es no abrir los ojos.
Dice un proverbio judío que «lo último que ve el pez es el agua». Así somos nosotros. Como peces que no
ven el agua en que nadan. Como
pájaros que no ven el aire en que vuelan. Nos movemos y vivimos en Dios, pero
no lo vemos[2].
Dios es simple y lo hemos hecho complicado. Es cercano a cada uno de nosotros,
y lo imaginamos en un mundo extraño y lejano. Queremos comprobar su existencia
con argumentos y no saboreamos su
gracia. Nos alegra saber que Einstein y otros científicos han defendido que
existe, pero no sabemos disfrutar de su presencia silenciosa en nuestras vidas.
No se trata de hacer gala de una fe grande y profunda. Lo importante es abrirse
con sencillez a la vida y acercarse con confianza al misterio que nos envuelve.
Escuchar toda llamada que nos invita a vivir, amar y crear. No vivir tan
esclavos de las cosas #Detachment Detenernos por fin un día, bajar en silencio
a lo más íntimo de nosotros mismos y atrevernos a decir con sinceridad: "Señor, que vea".
El hombre o la mujer que, después de haber abandonado tantas prácticas y
creencias, se atreve a hacer esta oración en su corazón es ya un verdadero creyente. Y es que querer
creer es ya empezar a creer • AE
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