El Greco, San Juan Evangelista (1609),
óleo obre lienzo,
Museo del Prado (Madrid)
...
El evangelio de este domingo,
el XXIX del Tiempo Ordinario empieza con una frase sospechosa: "Se acercaron a Jesús los hijos del Zebedeo".
Se está hablando de una familia, de un clan, de un grupo de poder. Cuando uno
es "el hijo de", "el director de", "o el presidente
de", mala cosa. Mala cosa porque entonces el valor sagrado del ser humano desaparece
para aparecer la bambolla del cargo, de la influencia, del dinero, del poder. Lo
que le dicen aquellos dos hermanos a Jesús es como lógico, como consecuente: Concédenos sentarnos en tu gloria, uno a tu
derecha y otro a tu izquierda. Santiago y Juan aún no habían terminado de
entender prácticamente nada, pero Jesús no se enoja sino que explica pacientemente
que con él no hay “palancas”: el Reino no es el GCC, ni un banco, ni un negocio,
ni la oficina de admisiones de una escuela. El Reino no funciona por
favoritismos o nepotismo. Los que sí se molestan ante la osadía de los hijos de
Zebedeo ¡son los demás apóstoles! Y es que probablemente iba a pedir lo mismo y
los otros dos se les han adelantado #risas Los discípulos de Jesús eran todavía
habitantes terrenos, lejo de ser ciudadanos del Reino. Como nosotros. Pero el
Señor vive con ello la pedagogía paciente del amor, y les da, con infinita
ternura, una gran lección sobre uno de los asuntos más delicados: el sentido
del poder. De todo poder. Tener poder no es servirse de los demás, sino
servirlos. No es aprovecharse para dominar y tiranizar, con aires de
superioridad. El verdadero poder, como le gusta tanto repetir al santo Padre
Francisco, es el servicio[1],
la disposición total a servir a los demás. "El
que quiera ser grande, sea vuestro servidor; el que quiera ser primero, sea
esclavo de todos. Porque el Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan,
sino para servir y dar su vida en rescate de todos". Las palabras de Jesús
no pueden ser más claras y terminantes. Y sabemos muy bien que no hay en ellas
ninguna metáfora, la más mínima retórica. Basta mirar a la cruz y hoy, en la
celebración de la eucaristía podríamos hacerlo, y preguntarnos en silencio y con
honestidad si estamos dispuesto a beber el cáliz del Señor y ser bautizados con
un bautizo de sangre y fuego, como los apóstoles, como los el ejército de lo mártires
del Cordero[2]
• AE
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