La
liturgia de la Iglesia celebra este primer día de Noviembre a la gran multitud
de aquellos que durante su vida decidieron siguieron a Cristo y que ahora, más
allá de la muerte, entonan sin cesar un cántico de su felicidad. Todos los
santos son originales. No nacieron impecables, desde luego, pero creyeron en la
originalidad de Dios, que promete su Reino a los desvalidos y a los humildes.
Los santos son originales, porque fueron hombres y mujeres que caminaron al
revés, y es que las Bienaventuranzas –las escucharemos hoy en el evangelio- no
tienen otra finalidad que volver del revés el mundo. Hoy recordamos a los santos
conocidos, “los taquilleros”, que diría mi señor cura Donato, pero también
están todos los demás, los que nunca serán canonizados por la Iglesia ¡Y qué
importa! El caso es que su santidad está precisamente en haber creído en el
Amor y muchas veces en silencio y sin brillo. A contracorriente ellos reinventaron
el amor aquí en la tierra y dieron testimonio de un mundo nuevo. Con ésta
alegre solemnidad celebramos la bienaventuranza de la santidad. Bienaventuranza
del que perdona sin alimentar rencores, del que absuelve sin escuchar el
alegato, del que sonríe a la vida, incluso cuando el día pinta difícil y complicado.
Hoy celebramos la bienaventuranza de los corazones puros, cuyos cristales no
están empañados por la contaminación del mundo. Hoy podríamos pedirle al Señor una
mirada limpia y un corazón sincero para percibir el amor con el que Él nos ama,
y que lo dejemos hacer. La santidad se conoce en el rostro transparente,
desbordante de la paz que brota del corazón del hombre y la mujer enamorado de
su Creador. "Cuando veamos al Señor, seremos semejantes a él"
escucharemos en la plegaria eucarística. La santidad es justo eso: mirar a Dios
y dejarnos mirar por Él • AE
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