La Resurrección no es un mito para cantar romanticonamente el eterno ciclo
de la naturaleza que va del invierno a otro invierno pasando por la primavera y
el otoño. Tampoco es una fabula nacida de la credulidad y de la frustración de
unos pescadores que no entendían nada de nada, ni es un hecho histórico hundido
en el pasado. La Resurrección de Jesús es un acontecimiento que sucedió una
sola vez: aquel que murió bajo el poder de Poncio Pilato –él y no otro- es el
Señor resucitado de entre los muertos. Jesús vive ya para siempre y no vuelve a
morir. La resurrección ciertamente no es un hecho documentado históricamente ni
tan siquiera documentable: la tumba vacía de la que nos hablan los evangelistas[1] no
es una prueba histórica irrefutable, los incrédulos pueden hallar otras
hipótesis más razonables y plausibles. La resurrección no se puede
someter a la investigación histórica como las campañas de Julio César o el
incendio de Roma. Pero aun cuando no puede ser registrado por una cámara
fotográfica, es un acontecimiento real y verdadero para nosotros los creyentes y
para aquellos que se dejan sorprender por las maravillas de Dios. [¡Atención!] no
estamos diciendo que la resurrección –como afirman muchos autores- sucedió solamente
en el interior de un grupo de discípulos, como un acontecimiento puramente subjetivo.
No. La resurrección fue justamente lo que hizo posible la fe de aquellos
hombres y mujeres y hoy la fe en cada uno de nosotros. En otras palabras: la
Resurrección es acción de Dios en Jesucristo que sale al encuentro de la
incredulidad y pobreza de sus discípulos: nosotros
esperábamos...[2],
Si no veo en sus manos la señal de los
clavos no creeré[3].
Así, aunque el relato de las apariciones
exprese ya la fe de la comunidad cristiana, esa fe se presenta como una fe
fundada en la Resurrección y aunque hay contradicciones y oscuridades en estos relatos
(¡Así de maravillosa es la Palabra de Dios!) una cosa resulta clara como el
agua: Jesús vive, y vivo y se presenta a sus discípulos. La Resurrección es pues
un hecho improbable desde cualquier punto de vista meramente humano, pues está
en contra de lo que parece absolutamente cierto, que la muerte acaba con la vida,
pero he aquí que cuando las posibilidades humanas se han agotado y todo parece
estar oscuro y sin sentido, aparece Dios, siempre sorprendentemente. Y es que si
solamente sucediera lo que es siempre es posible, no habría salvación, pero
ahora es distinto: ¡Ha sucedido lo imposible! ¡La muerte ha sido vencida! Jesús
vive eternamente y esta novedad supera todas
las revoluciones anteriores, y actúa en el mundo para recrearlo desde un nuevo
principio. El Apocalipsis pone en boca de aquel que está sentado en el trono
una de las frases más esperanzadoras y entrañables de toda la Escritura: Mira que hago un mundo nuevo[4].
Jesús, a quien celebramos hoy en su resurrección, pone delante de nosotros eso:
la posibilidad de un mundo nuevo y la esperanza invencible de que la muerte no
tiene la última palabra, en realidad la tiene Él, y esto nunca nadie ni nada lo
podrá cambiar • AE
[1]
Mt 28, 1; Mc 16, 1-4; Lc 24, 1-3, Jn 20,1.
[2]
Cfr Lc 24, 13-35.
[3]
Cfr. Jn 20, 26-29.
[4]
5, 1.
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