El Señor habla en el evangelio de éste domingo de morir y nosotros,
hombres y mujeres contemporáneos y en la era de la globalización no sabe qué
hacer exactamente con ella, con la muerte. La ignoramos, preferimos no hablar
de ella ni no pronunciar el nombre de las enfermedades incurables. La hemos convertido
en un tabú que ha sustituido al
antiguo tabú sexual. A los niños se les explica con lujo de detalle todo sobre
el origen maravilloso de la vida, pero nadie se atreve a iniciarlos al misterio
de la muerte. Son muchos los padres que, ante el niño que pregunta a donde se
ha ido el abuelo, sienten el mismo malestar o mayor que antes, cuando
preguntaban de donde venían los niños al mundo. Grandes son los esfuerzos que
hacemos por retrasar la muerte, ignorarla y vivir apartando de nosotros todo lo
que nos puede recordar su cercanía. Todos deseamos parecer jóvenes, fuertes, agresivos e
invulnerables, seguimos cual Ponce de León en búsqueda de la fuente de la
eterna juventud, y en ésa búsqueda –a veces frenética- olvidamos lo que somos: seres
débiles, vulnerables y mortales. Y hay algo más: nos decimos cristianos porque admiramos
el evangelio y veneramos a Jesucristo ¡pero no esperamos con la resurrección! ¿No
es todo esto síntoma de un grave empobrecimiento y signo de una profunda
ingenuidad? Si nuestra vida es insatisfactoria, no es porque sea corta sino
porque nunca podrá satisfacer nuestras aspiraciones más profundas. Podemos prolongar
esta vida, y humanizarla, y hacerla siempre mejor y todo eso es muy bueno, pero
¡ay! sólo con ello no alcanzamos la vida que anhelamos[1]. Sólo
desde el realismo profundo de nuestra condición mortal y desde la necesidad
sentida de salvación, podemos escuchar con fe la promesa de Jesucristo: Yo soy la Resurrección y la Vida: el que
cree en mí, aunque muera, vivirá. Quizás, para entender estas palabras,
necesitamos antes que nada, dejar a un lado autoengaños, liberarnos de nuestra
ingenuidad y recordar aquello que decía Dorothee Sölle: “El hombre no vive sólo
de pan, muere también de sólo pan” •AE
[1] J.A. Pagola, Buenas Noticias, Navarra 1985, p. 162 ss.
Ilustración: El jardín de las
delicias es una de las obras más conocidas del pintor holandés Hieronimus
Bosch (el Bosco). Se trata de un
tríptico pintado al óleo sobre tabla de 220 x 389 cm, compuesto de una tabla
central de 220 x 195 cm y dos laterales de 220 x 97 cada una (pintadas en sus
dos lados) que se pueden cerrar sobre aquella. Actualmente se conserva en el
Museo del Prado (Madrid).
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