Asomarnos a los periódicos o a los noticieros es como zambullirse en un estanque
de inseguridad, incertidumbre y a veces incluso angustia. El optimismo ha ido
desapareciendo y los líderes del mundo ofrecen una paz que no calma, que no
sacia el corazón. No es la paz de Cristo[1]. Son
muchos ¿millones? los que llegan a la conclusión de que no hay razón para la
esperanza ¿o sí la hay? La historia contemporánea aparece atrapada en una
especie de destino fatal. Queremos cambiar muchas cosas, pero crece el
sentimiento de que en realidad apenas puede cambiarse nada. En este segundo
domingo de Adviento, después de oír la voz de Isaías, del salmista, de Pedro y
del Bautista[2],
¿es posible ser hombres y mujeres de esperanza en un mundo donde lo más normal
empieza a ser la desesperanza y la resignación? La esperanza cristiana no es un
optimismo barato, ni la búsqueda de un consuelo ingenuo, sino una actitud para enfrentarse
a la vida desde la confianza radical en un Dios que es Padre de todos, que está sobre todos, entre todos y en todos[3].
En realidad no se trata de ser optimistas o pesimistas. La esperanza cristiana es
otra cosa. Los creyentes en Cristo deberíamos ver la vida como un camino hacia
la plenitud. En nuestro interior –y el de cada uno es distinto- debe crecer la esperanza
como convicción de que Dios está viniendo. Siempre. Diario. En Adviento, en
Pascua, en Martes, en todo momento. Y cuando todas las esperanzas humanas
parecen apagarse, el creyente sabe que Dios ¡sigue viniendo en nuestros
trabajos, sufrimientos, aspiraciones y luchas! Por eso no podemos refugiarnos cobardemente
en los placeres que el mundo ofrece, ni buscar consuelo en lo artificial y
engañoso, ni hundirnos en un pesimismo destructor. Hoy la liturgia nos invita a
preparar el camino al Señor, es decir, a no marchar por caminos que no conducen
a ninguna parte, a ayudar a que al menos los que nos rodean tengan una vida
auténticamente humana. Cada día es una nueva ocasión y una nueva posibilidad
para hacer crecer entre nosotros el reino de Dios. Los cristianos deberíamos ser unos
profesionales de la esperanza, hombres y mujeres que repetimos cada domingo palabras
y ritos pero no de forma vacía, sino como alimento para no desalentarnos, para enraizar
nuestra vida, aunque no sea brillante ni gloriosa,
en ese Dios que sigue vivo, que llevará en sus brazos a los corderitos recién
nacidos y atenderá solícito a sus madres[4] • AE
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