A qué conclusión llegamos después de escuchar la Liturgia de la Palabra
de éste domingo?[1]
Quizá a comprender mejor que la sabiduría, en esencia, consiste en saber
esperar a Dios, en saber hacer propios los frutos de la redención. Y luego a comprender que el encuentro con Dios sucede
casi siempre fuera de los cálculos humanos y que por eso hay que vigilar sin descanso.
Y es que en los momentos trascendentales de la vida, nadie, en absoluto, puede
asumir nuestra propia responsabilidad. Debemos vigilar, hemos de estar
despiertos. Cada uno en su noche, con su luz y su aceite suficiente, tiene que
otear (sic) y mantenerse alerta. ¿Cómo
no esperar con alegría a Cristo, que venció a la muerte? Sócrates, decía
Dietrich Bonhoeffer, superó el morir, pero Cristo venció a la muerte como
último enemigo. Superar el morir está dentro de las posibilidades humanas pero obtener
la victoria sobre la muerte, quiere decir resurrección. Ahí está toda la
diferencia. De este gozo nos habla hoy san Pablo en la segunda de las lecturas[2]. El
niño indefenso que va a nacer pronto en Belén trae en sus manos la esperanza. Pero
no una esperanza cualquiera, de color humano; tampoco la resignación del
estoico, que acepta la finitud, sino la esperanza de las esperanzas: la
seguridad de la Vida eterna[3].
Vigilar es pues estar atentos. Nadie puede recibir al Señor por nosotros.
Nadie. Ni nuestros padres, ni nuestros amigos más amigos. La actitud de las
vírgenes prudentes, en la parábola de hoy, podría parecer cruel y hasta egoísta,
pero en realidad es lógica. Cuando llegue el esposo no vale volverse al vecino,
desesperadamente: "Dame un poco de tu fe, de tu justicia, de tu verdad, de
tu pobreza, de tu amor". Quizá nos los darían gustosos, pero en realidad la
lámpara encendida se trata de una cualidad interior, personal, intransferible,
que no puede ser compartida. Nadie puede vigilar por otro, y cuando se acerque
Dios a medianoche, nadie puede ser nuestro fiador[4]. Hemos
de estar vigilantes, porque el Esposo llega de improviso. “Tardará en llegar”,
pensamos; “ya tendré tiempo de avivar la llama”. Y gastamos nuestro aceite
alegremente, sin preocupaciones. Nos adormecemos, dejamos de esperar. Y el
Reino llega, de pronto. Llega el Esposo, empieza el banquete, se cierran las
puertas. El grito de desolación, en estos momentos, es inútil ya: "Señor,
Señor, ábrenos". "No los conozco", dirá Jesús. Respuesta
terrible. Que el Señor nos regale esa sabiduría que tanto necesitamos y nos
transforme, nos dé el sentido de la vida. Que sepamos vivir en un clima de
espera, que sepamos avivar nuestra lámpara y que con ella iluminemos, y esa nuestra
lámpara sea faro para muchos, no sólo un pasaporte para cruzar la Puerta • AE
[1] XXXII del Tiempo Ordinario, ciclo
A.
[2]
Cfr. 1 Tes 4, 13-18.
[3] Los estoicos formaban parte
del estoicismo, un movimiento filosófico fundado por Zenón de Citio en el 301
a. C. Su doctrina estaba basada en el dominio y control de los hechos, cosas y
pasiones que perturban la vida, valiéndose de la virtud y la razón del carácter
personal. Su objetivo era alcanzar la felicidad y la sabiduría prescindiendo de
los bienes materiales.
[4] Cfr. Mt 25, 1-13.
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