Demasiadas palabras, Señor, demasiadas ideas. Hasta la oración he traído
el peso de mis razonamientos, la carga irracional de la razón. Tengo el vicio
del silogismo, soy esclavo de la razón y víctima del intelectualismo. Enturbio
mis oraciones con mis cálculos y emboto el filo de mis peticiones con la
verborrea de mis discursos. Reconozco mi defecto y quiero volver a la sencillez
y a la inocencia del niño que todavía vive en mí. Eso me da alegría.
Mi corazón no es ambicioso,
ni mis ojos altaneros;
no pretendo grandezas que superan mi capacidad,
sino que
acallo y modero mis deseos,
como un niño en brazos de su madre.
Acallo mis deseos, Señor. Acallo mi mente, mis conceptos, mis
conocimientos, mis teorías, mis elucubraciones. He pensado tanto, tantísimo, en
mi vida que del entendimiento que me diste para encontrarte he hecho un
obstáculo que no me deja verte. Me doy por vencido, Señor. Doma mi razón y
refrena mi pensamiento. Acalla mi entendimiento y pacifica mi mente. Acaba con
el ruido de mi alma que no me deja oír tu voz dentro de mí. Déjame descansar en tus brazos, Señor, como un niño en brazos de
su madre. ¡Cuánto me dice esa imagen! Cierro los ojos, desato los nervios,
siento el cálido tacto, el cariño, la protección, y me quedo dormido en plena
sencillez y confianza. Esa es la oración que mayor bien me hace, Señor • Carlos
G. Vallés, Busco tu rostro. Orar los Salmos, Ed. Sal Terrae, Santander, 1989,
p. 244.
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