Lo que, sobre todo, distingue a la
fiesta de hoy, considerada completamente desde fuera, de todas las otras
fiestas de la cristiandad, es la procesión. Es lo más exterior en esta fiesta,
y es también lo más distintivo. Pero cuando, como en este caso, lo exterior
nace de dentro, es también la manifestación de su núcleo interior. Y por eso
podemos meditar el misterio de esta fiesta a partir de la procesión. La
procesión del Corpus Christi tuvo su origen en el último tercio del siglo XIII.
A principios del siglo xv llegó a generalizarse. Es un trozo de la baja edad
media y de su unidad de fe; por lo tanto, no es demostración alguna de fe en un
mundo no católico. Quizá brotó de la costumbre más general de las procesiones
del campo. En éstas el hombre recorre la tierra, en donde se desarrolla su
existencia, santificándola, e introduce lo «santo» (desde las reliquias de la
Iglesia hasta el «santísimo») en su mundo. Porque todo en su multiplicidad
procede de una raíz y se dirige hacia un fin, el hombre en la procesión delimita
el espacio en donde se realiza su existencia ; el espacio abierto se convierte
en iglesia, el sol en luz del altar, el aire fresco forma un coro y canta con
las canciones de los hombres, en las esquinas de las calles están los altares,
los hombres se convierten en caminantes alegres y los despreocupados pájaros
del cielo plasman su vuelo en medio de las oraciones que suben de la tierra
afligida, casi transformadas ya en pura alabanza. Así la procesión representa
visiblemente el movimiento de los hombres hacia su fin, a través de los lugares
de su existencia; es el aparecer del Santo que en última instancia sustenta
este movimiento, lo mantiene quedándose en él, y lo conduce a su fin propio:
Dios. Con ello llegamos al sentido de la fiesta de Corpus Christi, al sentido
de la eucaristía. Ciertamente, este sacramento alcanza su sentido pleno cuando
es recibido. Cuando lo conservamos en nuestros altares y, alzándolo y
mostrándolo, lo llevamos a través de la tierra donde se desarrolla nuestra
vida, sigue siendo la comida que sólo nos apropiamos totalmente cuando la
gustamos. Pero, sin embargo, este sacramento es un sacramento permanente que
puede y debe ser guardado, mostrado y adorado, a la manera que el hombre en
otras ocasiones envuelve y codicia con su mirada la comida, preparándose así
para gustarla. Y de esta forma, la esencia del sacramento del altar se
manifiesta también cuando se le muestra y venera como sacramento permanente,
aunque en este caso su sentido no aparece con tanta claridad como cuando el
hombre se apropia al mismo tiempo, en signo y en verdad, lo que contiene.
¿Qué nos, dice, en primer lugar, la
procesión del Corpus Christi, si la consideramos de este modo? Nos hace
descubrir que somos peregrinos sobre la tierra; no tenemos aquí patria alguna
permanente; somos los que cambian, los que, errantes, andamos por el espacio y
el tiempo, los que siempre están en camino, y que buscan todavía su patria
propia y el descanso eterno ; somos los que deben dejarse transformar, porque
ser hombre significa dejarse transformar, y perfección, haberse transformado.
Nuestra temporalidad y los distintos lugares donde se desarrolla nuestra
existencia se manifiestan a través de una procesión. Pero esta marcha no es la
de una manada, y este movimiento no es sólo la huida en masa de los
atormentados, a través del tiempo y del inhospitalario desierto de nuestra
existencia: una procesión es un movimiento de los que se sienten verdaderamente
unidos; es una suave corriente de tranquila majestad; una marcha en la que los
caminantes se cogen dulcemente las manos y de la que no se excluye a nadie y
que bendice aun a los que miran sin comprender nada; es un movimiento que lleva
consigo lo santo, lo eterno, que tiene consigo la tranquilidad del movimiento y
la unidad de los que se mueven. El Señor de la historia y de este éxodo santo
del destierro a la patria eterna, va con nosotros; es una marcha eterna, una
procesión que tiene verdaderamente una meta ante sí y consigo. Desde ese punto
de vista comprendemos lo que la procesión dice en particular: Nos habla de la
eterna presencia del pecado de la humanidad en su historia y en nuestra propia
historia, en la historia de mi vida. En esta marcha llevamos el cuerpo que fue
entregado por nosotros. La cruz del calvario viene con nosotros. El signo que
hace a la humanidad culpable de la muerte de Dios; el cuerpo y la vida que
hemos empujado a la muerte. Tenemos siempre con nosotros al crucificado en la
marcha a través de nuestro tiempo, nos dice esta procesión de los pecadores; y
cuando andamos por nuestras calles y vemos fachadas tras las cuales habita el
lujo pecaminoso, la desgracia pecaminosa y la oscuridad de los corazones,
pasamos ante las manifestaciones siempre nuevas de este pecado del mundo y
anunciamos su muerte y la nuestra de la que todos nos hemos hecho culpables.
Por medio de esta procesión, que tiene consigo al crucificado, confesamos que
somos pecadores, y que tenemos que expiar hasta el fin la culpa de la humanidad
y la nuestra propia. Confesamos que vamos siempre por los caminos del error, de
la culpa y de la muerte, por los caminos que, en virtud de aquel que los anduvo
sin pecado por nosotros y con nosotros - en el sacramento y en su gracia del
Espíritu -, se han convertido en caminos de salvación para los que creen con
amor, que reciben este sacramento y lo llevan consigo en sus oscuras sendas.
La procesión nos habla de la
presencia permanente de la reconciliación en los caminos de nuestra vida. Nos
dice: Él va con nosotros; Él, la reconciliación; Él, el amor y la misericordia.
Él, que nos sigue, Él, que nos persigue con la terquedad de su amor, mientras
somos peregrinos en esta tierra, que nos persigue aún cuando andamos por
caminos tortuosos y perdemos la dirección. Él, que. busca en el desierto la
oveja perdida y corre al encuentro del hijo perdido. Él va con nosotros en la
peregrinación de nuestra vida, Él que ha recorrido por sí mismo todas estas
calles - quaerens me sedisti lassus - desde el nacimiento hasta la muerte y por
eso sabe cómo le va a uno por estas correrías sin fin y, con tanta frecuencia,
sin camino. Está ahí, visible e invisible, Él, con la misericordia de su
corazón, con la experiencia de una vida completa de hombre, paciente y madura y
misericordiosa. Él, la salvación y la reconciliación de nuestros pecados.
Llevamos el sacramento a través de los campos y de los desiertos de nuestra
vida y confesamos: estamos acompañados por aquel que con su sola compañía puede
hacer todos los caminos rectos.
La procesión nos habla del feliz
milagro por el que, desde la encarnación, la muerte y la resurrección de
Cristo, nuestro «movimiento» no solamente se mueve hacia el fin, sino que se
mueve dentro del fin mismo. El fin de los tiempos ha llegado ya. Nosotros,
peregrinos extraviados, llevamos en las manos al que es el fin y la meta misma.
Levantamos el cuerpo en el que la divinidad y la humanidad se han unido ya
indisolublemente; llevamos el cuerpo glorioso (si bien todavía oculto bajo los
velos de este mundo) en el que el mundo ha comenzado a ser glorificado en un
trozo que le pertenece, y a llevarse a la eterna e inaccesible luz de Dios
mismo. La procesión del Corpus Christi significa que el movimiento del mundo ha
entrado en su última fase; ese movimiento, como totalidad, no puede errar el
blanco ; el lejano fin de este movimiento de todos los siglos ha entrado en
este movimiento mismo y ha entrado en él no sólo como promesa y futuro lejano,
sino como realidad presente. Et antiquum documentum novo cedat ritui, cantamos
en esta ocasión, y debíamos comprender también todo su sentido. La alianza de
la promesa, la alianza de los tanteos y de la provisionalidad, la historia que
estaba abierta y que buscaba su fin vacilando, ha pasado ya. Lo eterno, lo
definitivo, Dios mismo, está ya ahí. En aquel misterioso momento en el que
tiempo y eternidad, tierra y cielo, Dios y hombre - acercándose desde dos
lejanías separadas por una infinitud - comienzan a penetrarse, en aquel mismo
momento y lugar sucede la procesión que lleva el cuerpo del Señor y es a su
vez, la expresión de ese momento y punto. Novum parcha novae legis phase vetus
terminat: la nueva pascua de la nueva ley ha puesto fin a la antigua. La
procesión, que lleva el cuerpo de aquel que inseparablemente y para siempre es
Dios y hombre, que lleva el cuerpo del que ya es glorioso, nos dice que nuestro
movimiento ha llegado ya a su fin, misteriosa pero verdaderamente.
Esta procesión nos habla también de
la unidad que reina entre los que se mueven. El movimiento de la humanidad a
través de su historia, de sus culturas, naciones, guerras y caídas no es
solamente un desordenado y caótico entremezclarse, en sus veloces carreras, de
los atormentados por las necesidades de la vida, por ideales utópicos, y
poderes demoníacos. El movimiento de los hombres tiene su unidad. Somos un
mismo cuerpo, los que comemos un mismo pan -dice san Pablo -. Es signo de la
unidad, vínculo del amor - dice san Agustín -, el cuerpo que los peregrinos de
la historia llevan con fe y amor en santa procesión y lo levantan para bendecir
la tierra, en la que ganan su pan miserablemente, que ávida bebe su sangre y
sus lágrimas, para hacer entrar al fin - sólo provisionalmente - a su cuerpo en
la historia general, y aparentemente sin fin, de la naturaleza. Llevamos el
cuerpo del Señor en procesión y con ello expresamos que todos somos uno, que
todos vamos por el mismo camino, el único camino de Dios y de su eternidad; las
mismas fuerzas de la vida eterna obran ya en todos nosotros, el único amor
divino es ya nuestra participación ; participación que nos vincula más profunda
e interiormente que todo lo que de otro modo podría unirnos o separarnos.
Llevamos a través de la vida el sacramento de la unidad de la Iglesia y de
todos los redimidos y nos adherimos al amor que mueve al sol y a las estrellas,
a los hombres y a todo el cosmos, al único fin y único reino, en el que Dios
será todo en todos.
Somos peregrinos y expatriados sin
hogar fijo, buscando todavía el futuro y lo permanente, el fin y el eterno
descanso, que es la suprema vitalidad y la vida por antonomasia. Pero
peregrinos con cuya culpa, que los arrastra, va también la misericordia de
Dios, peregrinos que ya han tomado posesión del fin, puesto que sólo tiene que
manifestarse lo que ya tenemos y somos, peregrinos de un movimiento infinito
hacia el fin y en el fin, peregrinos de un único fin, peregrinos que son uno en
el amor por medio del pan único de la vida eterna. Caminemos hoy y siempre,
incansables, por todas las calles de esta vida, las llanas y las escabrosas,
las felices y las sangrientas ; el Señor está presente, el fin del camino y la
fuerza para recorrerlo están presentes. Bajo el cielo de Dios va por las calles
de la tierra una sagrada procesión. Llegará. Pues ya hoy celebran el cielo y la
tierra juntos una fiesta feliz • K. Rahner, El Año Litúrgico, Herder,
Barcelona 1966, p. 109 ss.
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