En la mañana del viernes tiene lugar el encuentro entre Jesús y Pilatos;
allí, en el pretorio se encuentran frente a frente el representante del imperio
más poderoso y el profeta del reino de Dios, atado de manos. A Pilatos le
resulta increíble que aquel hombre intente desafiar a Roma: ¿Con que tú eres rey?, le pregunta, y Jesús
responde con claridad: Mi reino no es de
este mundo. Jesús no busca la gloria, ni el aplauso, ni el reconocimiento, mucho
menos un trono. Pero no oculta la verdad: Soy
Rey. El suyo no es un reino como los demás ni sus seguidores somos sus legionarios:
somos sus discípulos, hombres y mujeres que, llenos de fragilidad, escuchamos su
mensaje y dedicamos nuestro mejor esfuerzo a dejar un mundo más lleno de verdad,
justicia y de amor. El reino de Jesús no es el reino de Pilatos. El prefecto vive
para extraer las riquezas y conducirlas a Roma. Jesús vive para servir, para ser
testigo de la verdad, ¿lo somos también sus discípulos? ¿Nos conducimos así? Al
seguir a Jesús no hemos de ser guardianes de la verdad, sino testigos; no hemos
de andar buscando las disputas, los combates y derrotar gloriosamente a
nuestros adversarios, sino mas bien vivir la verdad del evangelio y sobre todo comunicar
¡contagiar! la experiencia de Jesús
que nos está cambiando la vida. Y es que no somos propietario de la verdad,
sino testigos. ¿Vamos por la vida con la espada desenvainada imponiendo la doctrina,
controlando la fe de los demás, buscando tener la razón en todo? Mejor vivir
convirtiéndonos a Jesús, poniendo a los demás delante evangelio. Tengo para mí –que
ya me dirás quién me pregunto pero yo aquí lo dejo por si a alguien sirve, a mí
el primero- que en la Iglesia ¡Ay la Iglesia!- lograremos cambiar las cosas y
atraer a las personas cuando ellos vean que nuestro rostro, el de cada uno,
sobre todo el de los ministros se parece al rostro de Jesús, y que nuestra
vida, aun con miseria y fragilidad, recuerda a la vida de Jesús • AE
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