María conservaba todo esto en su corazón, nos cuenta el evangelio. Y
nosotros terminamos por acostumbrarnos a casi todo. Con frecuencia la costumbre
y la rutina van vaciando de vida nuestra existencia. Decía Péguy que «hay algo
peor que tener un alma perversa, y es
tener un alma acostumbrada». Por eso no nos extrañe que la celebración de la
Navidad, tan envuelta en superficialidad y consumismo, apenas nos diga algo nuevo
o gozoso a los hombres y mujeres de hoy así como estamos con un «alma
acostumbrada». Acostumbrados a escuchar que Dios se hizo hombre y se nos ofrece
como niño. Lo dice Saint-Exupery en el prólogo de su Principito: «Todas las
personas mayores han sido niños antes. Pero pocas lo recuerdan». Se nos
olvida lo que es ser niños. Y se nos olvida que la primera mirada de Dios al
acercarse al mundo ha sido una mirada de
niño. Esta es justamente la noticia de la Navidad. Dios es y sigue siendo
misterio. Pero ahora sabemos que no es
un ser tenebroso, inquietante y temible, sino alguien que se nos ofrece cercano, indefenso, entrañable desde
la ternura y la transparencia de un niño. Y éste es el mensaje de la Navidad.
Hay que salir al encuentro de ese Dios, hay que
cambiar el corazón, hacerse niños, nacer de nuevo, recuperar la
transparencia del corazón, abrirse
confiados a la gracia y el perdón. A pesar de nuestra aterradora
superficialidad, nuestros escepticismos y desencantos, y, sobre todo, nuestro
inconfesable egoísmo y mezquindad de adultos, siempre hay en nuestro corazón un rincón íntimo en el que
todavía no hemos dejado de ser niños. Atrevámonos siquiera una vez a mirarnos
con sencillez y sin reservas. Hagamos un poco
de silencio a nuestro alrededor. Apaguemos la televisión y el WiFi; olvidemos
nuestras prisas, nerviosismos, compras y
compromisos. Escuchemos dentro de nosotros ese corazón de niño que no se ha
cerrado todavía a la posibilidad de una
vida más sincera, bondadosa y confiada en Dios. Es posible que comencemos a ver
nuestra vida de otra manera. Es posible que escuchemos una llamada a renacer a
una fe nueva. Una fe que se rejuvenece;
que no nos encierra en nosotros mismos sino que nos abre; que no separa sino que une; que no recela sino confía; que no
entristece sino ilumina; que no teme
sino que ama • AE
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