Sin la luz de la fe, nuestro calendario no es otra cosa que la suma o el
poner por orden las rotaciones de la tierra. En
veinticuatro la tierra gira en torno a sí misma y en trescientos sesenta
y cinco días, en torno al sol. El día y
el año no son entonces más que medidas puramente mecánicas. Así, el tiempo es
como un círculo. Una marcha circular que se repite siempre de nuevo. La tierra va realizando su carrera,
prescindiendo de los sufrimientos y las esperanzas de los hombres y mujeres que viven sobre ella. Sólo
la fe transforma el tiempo y le da sentido. A lo largo del año celebramos
ciertos momentos -los creyentes les
llamamos fiestas- que nos recuerdan las acciones de Dios sobre nosotros, o
entre nosotros, desde el nacimiento de Jesús hasta su resurrección. La
celebración de estas fiestas es algo distinto al discurrir de los días. Es la
celebración del amor inagotable de Dios que nos va acompañando en el camino
hacia la eternidad. Así, el comienzo cristiano del año litúrgico con la
celebración de la Navidad, es algo totalmente
distinto del inicio de un año civil. Es comenzar un nuevo paso hacia la
eternidad de Dios apoyados en la fe en ese mismo Dios encarnado entre los
hombres. Por eso, año con año, en el umbral del nuevo año (civil), la liturgia
de la Iglesia nos presenta la Carta a
los gálatas que nos invita gritar: Abba, Padre y que se despierte en nosotros
una confianza que nos ayude a caminar
hacia el nuevo año, consolados y animosos. El punto está en que no nos
resulta fácil. Nos falta la ingenuidad y
la confianza. Nos resistimos a
presentarnos ante Dios como niños débiles, acostumbrados como estamos a
defender nuestra posición de adultos
ante todos. Pero tenemos la experiencia amarga del pasado. Cuando queremos
caminar solos por la vida, terminamos encontrándonos con nuestra propia
impotencia[1]. ¿No haremos tampoco este
año la experiencia nueva de vivir con más confianza en el Padre? ¿Por qué
no va a ser posible en estos tiempos
modernos vivir con esa confianza profunda en Dios? No sabemos lo que nos espera en el nuevo año,
pero sabemos que nos espera Dios. No
conocemos los problemas, conflictos, sufrimientos y soledades que
sacudirán nuestro corazón, pero siempre
podremos invocar a Dios. No sabemos qué pecados cometeremos y en qué errores caeremos, pero siempre podremos
contar con su perdón. A lo largo de todos estos días, desde que comenzamos el
Adviento hasta hoy, la figura de María acompaña a Jesus, que es el personaje
central. Al verla ahí, tan cerca de Él, es sencillo llegar a una clara
conclusión: “Si este niño recién nacido es el
Hijo de Dios y esta mujer lo ha dado a la luz, no cabe duda: Ella es la
Madre de Dios”. Pero la Iglesia no se detiene ahí, con su liturgia nos pone a la Virgen Santísima en primer plano para que comprendamos, una vez más, un año más, que gracias a ella la Navidad ha sido posible • AE
[1] J. A. Pagola, Buenas Noticias 1985, Navarra, p. 263 s.
No hay comentarios:
Publicar un comentario