Las primeras
generaciones cristianas conservaron el recuerdo de este episodio del evangelio
como un, digamos, constante examen de conciencia para los seguidores de Jesús.
Su intuición era certera. Sabían que la Iglesia de Jesús debería escuchar una y
otra vez la pregunta que un día hizo Jesús a sus discípulos en las cercanías de
Cesárea de Filipo: Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?. Y es que si dejamos
apagar nuestra fe en Jesús perderemos nuestra identidad, es decir no
acertaremos a vivir con audacia creadora la misión que Jesús nos confió; no nos
atreveremos a enfrentarnos al momento actual, abiertos a la novedad de su
Espíritu; nos asfixiaremos en nuestra mediocridad. La verdad es que no vivimos
en una época fácil, justo por eso si no volvemos al Señor con más verdad y
fidelidad la desorientación nos irá paralizando y nuestras palabras seguirán
perdiendo credibilidad. Jesús es el quid
de todo, el fundamento y la fuente de todo lo que somos, decimos y hacemos.
¿Quién es hoy Jesús para los cristianos? Confesamos, como Pedro es el Mesías de
Dios, el Enviado del Padre, y es cierto: Dios ha amado tanto al mundo que nos ha
regalado a Jesús, pero ¿Sabemos acoger, cuidar, disfrutar y celebrar este gran
regalo de Dios? ¿Es Jesús el centro de nuestras celebraciones, encuentros y
reuniones? Lo confesamos también como Hijo de Dios. Él nos puede enseñar a
conocer mejor a Dios, a confiar más en su bondad de Padre, a escuchar con más
fe su llamada a construir un mundo más fraterno y justo para todos, pero ¿Estamos
descubriendo en nuestras comunidades el verdadero rostro de Dios encarnado en
Jesús? ¿Sabemos anunciarlo y comunicarlo como una gran noticia para todos? Y cuando
decimos todos, es todos. También aquellos que nos parecen “malos”. Llamamos a
Jesús Salvador porque tiene fuerza para humanizar nuestras vidas, liberar
nuestras personas y encaminar la historia humana hacia su verdadera y
definitiva salvación. ¿Es esta la esperanza que se respira entre nosotros? ¿Es
esta la paz que se contagia desde nuestras comunidades? Confesamos a Jesús como
nuestro único Señor y predicamos que no queremos tener otros señores ni
someternos a ídolos falsos pero ¿realmente ocupa Jesús el centro de nuestras
vidas? ¿Le damos primacía absoluta? ¿Lo ponemos por encima de todo y de todos?
¿Somos de Jesús? ¿Es él quien nos anima y hace vivir? Nuestra gran tarea es reafirmar
la centralidad del Señor en su Iglesia y luego, por consiguiente, en la vida de
cada uno. Todo lo demás viene después • AE
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