¿Nadie pudo condenarte?
- Nadie, Jesús, nadie pudo.
- Menos yo, que soy tu escudo,
dispuesto siempre a abrazarte.
La adúltera, la mujer
frágil, tierna criatura,
lloraba su desventura
queriendo no recaer.
Y aunque fuera sorprendida,
en lazos de su pasión,
su más grande corazón
gemía por otra vida.
¿Nadie pudo condenarte?
- Nadie, Jesús, nadie pudo.
- Menos yo, que soy tu escudo,
dispuesto siempre a abrazarte.
Ya la Ley de Moisés
se levanta a hacer justicia:
si hay pecado, no hay franquicia,
que el pecado es lo que es.
Y los justos fariseos,
piden la justa condena
para extirpar la gangrena
de los impuros deseos.
¿Nadie pudo condenarte?
- Nadie, Jesús, nadie pudo.
- Menos yo, que soy tu escudo,
dispuesto siempre a abrazarte.
El que sea sin pecado
lance la piedra mortal,
y muera de muerte fatal
el pecador imputado.
Y del más viejo al menor
todos se fueron a escape,
no sea que alguien destape
tanta inmundicia interior.
¿Nadie pudo condenarte?
- Nadie, Jesús, nadie pudo.
- Menos yo, que soy tu escudo,
dispuesto siempre a abrazarte.
Jesús, llamado perdón,
dulce palabra del cielo,
tu amor es divino celo,
pero no condenación.
El único que podía
dar a la adúltera muerte,
quiso cambiar nuestra suerte
y por todos moriría.
¿Nadie pudo condenarte?
- Nadie, Jesús, nadie pudo.
- Menos yo, que soy tu escudo,
dispuesto siempre a abrazarte.
Y por mí murió mi amado,
Jesús, el todo inocente,
y se entregó libremente
a la cruz que me ha salvado.
¡Déjame, Jesús, llorar
de gratitud y dulzura,
y en tu pecho, en la hendidura,
déjame, Jesús, morar! Amén.
• P. Rufino María Grández, ofmcap.
Puebla de los Ángeles, 15 marzo 2010
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