Todos esperamos algo. Nuestra existencia humana
está signada por la espera. Nos ponemos metas temporales, y las vamos
alcanzando y superando, para encontrar entonces nuevos propósitos. Pero el
cristiano llena toda su vida de una gozosa expectativa, de una “espera” que, convertida
en ESPERANZA, ilumina toda su existencia, hasta darle un sentido trascendente.
Es lo que llamamos “escatología”, y que consiste en la expectante espera de la
segunda venida de Cristo. El Señor Jesús vino una vez en la plenitud del
tiempo, y vendrá de nuevo para consumar la historia, y entonces aparecerá ante
nosotros ”un cielo nuevo y una tierra nueva”. Nuestro quehacer cotidiano se
sustenta en la confianza que hemos puesto en una promesa. En la certeza que
tenemos de que la historia tendrá su final en un juicio de gracia y justicia,
de verdad y de amor. Entonces todas las preguntas encontrarán respuesta, y
seremos consolados, y nuestros anhelos serán finalmente resueltos. No es esto
un motivo para escaparnos de la realidad que nos rodea, para la conformidad o
el pesimismo frente a lo que sucede hoy a nuestro alrededor; no supone un
cruzarnos de brazos y esperar pasivamente. La nuestra es una “espera activa”,
un trabajar para que “venga pronto”, un hacerle presente con nuestras propias
obras, “para que el mundo crea”. De ahí el compromiso histórico que tenemos los
creyentes para que nuestro mundo sea cada vez más justo, más fraterno, más
libre, sin dejarnos arrastrar por “utopías” que con promesas temporales acaban
robándole el alma al ser humano. Casi al final del año litúrgico, podemos
decir: “Nosotros hemos creído en el amor de Dios y esperamos en él”. No nos
asusta el presente, porque sabemos que en él también está Cristo trabajando, y
en él nosotros estamos madurando para el momento de la siega. No nos asusta que
el mundo no entienda nuestro mensaje, ya el Señor nos habló de persecuciones.
Queremos perseverar a pesar de todo, y aun a pesar de nosotros mismos. Queremos
ser testigos desde nuestra pobreza y nuestra pequeñez humana, pero también desde
nuestros anhelos y nuestros sueños. En ellos Dios nos habla, por ellos su Reino
llega a nosotros. Por eso le pedimos, como los apóstoles: ¡Auméntanos la fe!
Una gozosa expectativa ha de llenar siempre nuestra vida. “El Señor viene”.
Entre tantas esperas humanas, justas también, y necesarias, una “espera”
diferente que las envuelve a todas nos permite a nosotros, discípulos de
Cristo, mirar más allá y no perder la fuerza ni el ánimo. “No tengan miedo”,
nos dice Jesús a cada instante. “Todo esto tiene que pasar”, es parte de la
historia humana, de la historia personal de cada uno. Pero, “a los que honran
mi nombre, los iluminará un sol de justicia, que lleva la salud en las alas”.
Así, pues, “trabajemos con tranquilidad para ganarnos el pan”, que el Señor viene.
Su día está cerca, su hora es ahora, y es siempre. No hay porque temerle a ese
momento, no hay que asustarse ante los que presagian calamidades sin cuento,
todo está en las manos de un Padre que nos ama; sólo el mal teme la llegada del
bien. Nuestro anuncio no es amenaza para nadie, no puede serlo, salvo para
aquellos que egoístamente buscan sólo su propia ganancia, para quienes,
creyéndose dioses, ignoran que Dios es solamente uno. Esta es nuestra fe, es
nuestra esperanza, nuestra certeza, nuestra fuerza, nuestra gloria. El Señor
llega para regir la tierra con justicia. Está con nosotros. Vendrá de nuevo.
Apuremos el final que aguardamos, diciendo, no sólo con palabras, sino con la
vida y con la obra: Ven, Señor Jesús • AE
(The name of this blgs is "The Wife's Meditation", the Wife is the Church, who silently meditates on the Word of Christ, her Husband)
Vamos a empezar
Mujer
leyendo una carta, también Muchacha de azul leyendo una carta (en
neerlandés Brieflezende vrouw in
het blauw), es una obra del pintor holandés Johannes Vermeer. Está realizada al
óleo sobre lienzo. Fue pintada en 1633-1634) Mide 46,6 cm de alto y 39,1 cm de
ancho. Se conserva en el Rijksmuseum de Ámsterdam, Países Bajos). Como ocurre
con La joven de la perla, la figura solitaria de una mujer permanece en pie,
inmersa en sus pensamientos, esta vez en el centro de la composición. Lee una
carta y parece completamente absorta en ello.
...
El
Antiguo Testamento describe la relación entre Dios y su pueblo con la imagen de la unión conyugal,
pero se trata de una comunidad de amor. Es el profeta Oseas quien crea esa imagen[1]: Dios
ama a su adúltera esposa –su pueblo- como el profeta sigue amando a su adúltera esposa. La castiga para
moverla a conversión. Jeremías llama desposorios a la alianza del Sinaí[2] y
adulterio a la ruptura de la alianza[3]. Aunque el Señor entrega su infiel
esposa a manos de sus enemigos[4],
no la repudia, porque no puede olvidar a quien amó de joven[5]. Ezequiel amplía
y desarrolla intuitivamente la imagen[6] mientras que Isaías dibuja la imagen
de la amada de la juventud, a quien Dios vuelve a recibir con infinita
misericordia[7]. El hermosísimo libro del Cantar de los Cantares ha sido
interpretado como representación del matrimonio de Dios con su pueblo; también
el salmo 44 ha sido interpretado en el mismo sentido. Así encontramos que los
profetas predican que en el tiempo de salvación venidero Dios volverá a
desposarse con los hombres. Por su parte, son los Santos Padres quienes
destacan en la imagen de la Iglesia-esposa de Cristo un momento o propiedad que
no aparece expresamente en la Escritura, y con ello subrayan la fecundidad
de la Iglesia. Según ellos la
Iglesia es, a la vez, virgen y madre; es virgen por la pureza de su fe; pero
también madre porque continuamente da a luz nuevos hijos, nuevos miembros del
cuerpo de Cristo. Es cierto que la idea de la fecundidad de la Iglesia no es
ajena a la Escritura, ya que la Iglesia debe crecer cada vez con más fuerza en
la vida de Cristo; su unidad de corazón y de alma con Cristo debe ser cada vez
mayor; la imagen de Cristo brillará así en ella cada vez con más esplendor[8].
La forma de fecundidad de que hablan los Santos Padres consiste en que la
Iglesia tiene continuamente nuevos hijos e hijas de su comunidad con Cristo; es
un gran número que nadie puede contar[9].
Así surge junto a la idea de que la Iglesia es la comunidad unida a Cristo
de los que creen en El (su cuerpo), la idea de que la Iglesia es su madre. Nace
la idea de la Iglesia madre virgen, esposa, y la encontramos por vez primera en una carta de los cristianos
de Vienne y Lyon (a. 177) a las
comunidades de Asia y Frigia, que habla de la persecución de los cristianos en
Lyon[10], y en el Pastor de Hermas; es, por tanto, antiquísima. Los Santos
Padres eran conscientes de la diferencia e incluso de la tensión y contraste de
ambas ideas e intentan ponerlas de acuerdo con una dialéctica detallada. La
síntesis de la maternidad y virginidad de la Iglesia se puede explicar, porque
la comunidad entre la Iglesia y Cristo es espiritual. En esta unidad con Cristo
fundada en el Espíritu y configurada por el Espíritu recibe la Iglesia la
fecundidad que la capacita para dar a luz continuamente nuevos hijos de Dios.
El nacimiento de los creyentes ocurre mediante el bautismo y la
predicación[11], y también mediante el silencio y la meditación: la meditación
de la Esposa.
Este sencillo blog que hoy iniciamos no tiene otro propósito mas que compartir algunas de las perlas –textos, música, obras de arte, tratados de los maestros de espiritualidad- del arcón de la Tradición de la Iglesia. Compartir. Compartir con el deseo de que sirvan un poco y nos iluminen, un mucho, a todos, en el camino de la vida, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador, Jesucristo ●
Este sencillo blog que hoy iniciamos no tiene otro propósito mas que compartir algunas de las perlas –textos, música, obras de arte, tratados de los maestros de espiritualidad- del arcón de la Tradición de la Iglesia. Compartir. Compartir con el deseo de que sirvan un poco y nos iluminen, un mucho, a todos, en el camino de la vida, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador, Jesucristo ●
[1]
Caps. 1-3.
[2]
31, 32.
[3]
9, 2.
[4]
3, 1; 11, 15; 12, 7-9.
[5]
2, 1-3.
[6]
cap. 16 y 23.
[7]
54, 4-8; 60, 15; 62, 5.
[8]
Col 2, 19; Eph. 2, 22; 4, 11-16).
[9]
Apoc. 7, 9.
[10]
Cfr. San Eusebio, Historia de la
Iglesia 5, 1, 1-2, 8.
[11]
R. Schmaus, Teología Dogmática IV, La Iglesia, Ed. Rialp. Madrid 1960.
Etiquetas:
Espiritualidad,
Iglesia-Esposa,
Iglesia-Madre,
Iglesia-Virgen,
Santos Padres,
Tradición de la Iglesia
Suscribirse a:
Entradas (Atom)