Domingo de Pascua del año del Señor del 2018



Ofrezcan los cristianos
ofrendas de alabanza
a gloria de la Victima
propicia de la Pascua.

Cordero sin pecado
que a las ovejas salva,
Dios y a los culpables
unió con nueva alianza.

Lucharon vida y muerte
en singular batalla,
y, muerto el que es la Vida,
triunfante se levanta.

«¿Qué has visto de camino,
María, en la mañana?»
«A mi Señor glorioso,
la tumba abandonada,

los ángeles testigos,
sudarios y mortaja.
¡Resucitó de veras
mi amor y mi esperanza!

Venid a Galilea,
allí el Señor aguarda;
allí veréis los suyos
la gloria de la Pascua. »

Primicia de los muertos,
Sabemos por tu gracia
que estás resucitado;
la muerte en ti no manda

Rey vencedor, apiádate
de la miseria humana
y da a tus fieles parte en
tu victoria santa •

Misal Romano, Secuencia de Pascua.

Nuestro Dios siempre sorprendente y siempre inesperado (Domingo de Pascua 2018)



La Resurrección no es un mito para cantar romanticonamente el eterno ciclo de la naturaleza que va del invierno a otro invierno pasando por la primavera y el otoño. Tampoco es una fabula nacida de la credulidad y de la frustración de unos pescadores que no entendían nada de nada, ni es un hecho histórico hundido en el pasado. La Resurrección de Jesús es un acontecimiento que sucedió una sola vez: aquel que murió bajo el poder de Poncio Pilato –él y no otro- es el Señor resucitado de entre los muertos. Jesús vive ya para siempre y no vuelve a morir. La resurrección ciertamente no es un hecho documentado históricamente ni tan siquiera documentable: la tumba vacía de la que nos hablan los evangelistas[1] no es una prueba histórica irrefutable, los incrédulos pueden hallar otras hipótesis más razonables y plausibles. La resurrección no se puede someter a la investigación histórica como las campañas de Julio César o el incendio de Roma. Pero aun cuando no puede ser registrado por una cámara fotográfica, es un acontecimiento real y verdadero para nosotros los creyentes y para aquellos que se dejan sorprender por las maravillas de Dios. [¡Atención!] no estamos diciendo que la resurrección –como afirman muchos autores- sucedió solamente en el interior de un grupo de discípulos, como un acontecimiento puramente subjetivo. No. La resurrección fue justamente lo que hizo posible la fe de aquellos hombres y mujeres y hoy la fe en cada uno de nosotros. En otras palabras: la Resurrección es acción de Dios en Jesucristo que sale al encuentro de la incredulidad y pobreza de sus discípulos: nosotros esperábamos...[2], Si no veo en sus manos la señal de los clavos no creeré[3]. Así,  aunque el relato de las apariciones exprese ya la fe de la comunidad cristiana, esa fe se presenta como una fe fundada en la Resurrección y aunque hay contradicciones y oscuridades en estos relatos (¡Así de maravillosa es la Palabra de Dios!) una cosa resulta clara como el agua: Jesús vive, y vivo y se presenta a sus discípulos. La Resurrección es pues un hecho improbable desde cualquier punto de vista meramente humano, pues está en contra de lo que parece absolutamente cierto, que la muerte acaba con la vida, pero he aquí que cuando las posibilidades humanas se han agotado y todo parece estar oscuro y sin sentido, aparece Dios, siempre sorprendentemente. Y es que si solamente sucediera lo que es siempre es posible, no habría salvación, pero ahora es distinto: ¡Ha sucedido lo imposible! ¡La muerte ha sido vencida! Jesús vive eternamente y  esta novedad supera todas las revoluciones anteriores, y actúa en el mundo para recrearlo desde un nuevo principio. El Apocalipsis pone en boca de aquel que está sentado en el trono una de las frases más esperanzadoras y entrañables de toda la Escritura: Mira que hago un mundo nuevo[4]. Jesús, a quien celebramos hoy en su resurrección, pone delante de nosotros eso: la posibilidad de un mundo nuevo y la esperanza invencible de que la muerte no tiene la última palabra, en realidad la tiene Él, y esto nunca nadie ni nada lo podrá cambiar • AE


[1] Mt 28, 1; Mc 16, 1-4; Lc 24, 1-3, Jn 20,1.
[2] Cfr Lc 24, 13-35.
[3] Cfr. Jn 20, 26-29.
[4] 5, 1.

Junto a Cristo crucificado (Viernes Santo de la Pasión del Señor, 2018)



No me mueve, mi Dios, para quererte


el Cielo que me tienes prometido

ni me mueve el Infierno tan temido

para dejar por eso de ofenderte.


Tú me mueves, Señor. Múeveme el verte

clavado en una cruz y escarnecido;

muéveme el ver tu cuerpo tan herido,

muévenme tus afrentas, y tu muerte.


Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,

que, aunque no hubiera Cielo, yo te amara,

y, aunque no hubiera Infierno, te temiera.


No me tienes que dar por qué te quiera,

pues, aunque lo que espero no esperara,

lo mismo que te quiero te quisiera •

San Juan de Ávila


He aquí al Hombre (VIernes Santo de la Pasión del Señor, 2018)



He aquí al hombre, dice Pilato Pilato mostrando a Jesús a sus acusadores[1]. La escena ha sido representada miles de veces. Al final de las idas y venidas, sacan a Jesús del pretorio para que lo vea la gente. Lo  sacan llevando la corona de espinas y el manto de púrpura, desfigurado y ridículo[2]. He aquí al hombre. Y  miramos a Jesús desfigurado y creemos en él. Miramos a ese Jesús que sale del pretorio. En él no  hay aspecto atrayente, no parece tener siquiera aspecto humano[3]. Es la imagen viva del  fracaso. Hoy, más de dos mil años después seguimos mirándolo; no podemos apartar los ojos de él, de su rostro. Si  celebramos el Viernes Santo es precisamente por eso, porque queremos mirar, porque queremos  fijar nuestra mirada en él. No lo hacemos nada más por curiosidad, ni siquiera por mera compasión. Lo hacemos por fe. Creemos en Jesús. Y creer en Jesús no significa solamente saber cosas sobre él, o afirmar las verdades del credo, o que cumplimos una serie de preceptos morales. Decir que tenemos fe en Jesús significa estamos convencidos que su camino es el único camino, que su manera de vivir es la única manera de vivir que vale la pena, y que en él está el agua que calma nuestra sed insaciable: Dios. Hoy, Viernes Santo, en ese rostro desfigurado y escarnecido vemos cuál es su camino, cuál es su manera de  vivir, vemos a Dios con nosotros[4]. Año con año la celebración del Viernes Santo nos remueve las entrañas. Es una  gracia que el Señor mismo nos hace. Es el fruto de su cruz, de su entrega. Con su muerte, con  su amor sin reservas, Jesús abrió un camino de luz en la vida de los hombres. Si hoy estamos aquí para mirarle, es porque en él, en su amor, hay una luz  que nos atrae irresistiblemente, y nos toca por dentro, y nos llena de deseo de cambiar: nos llena de deseo de fidelidad a él. La sangre y el agua que han salido de su costado  abierto por la lanza, nos han fecundado el corazón y el alma, nos han cambiado[5]. Celebremos, pues, con fe, con amor, con agradecimiento, la muerte de Jesús. Pidámosle  que su luz nos ilumine siempre. Y pidámosle que esta luz llegue a todos los hombres y  mujeres del mundo entero. A todos • AE


[1]Jn 19, 5.
[2]Idem.  
[3] Cfr. Isa 53, 2.  
[4] Mt 1, 23.
[5] Cfr. Jn 19, 34.

¡Jesús Eucaristía!



Véante mis ojos, dulce Jesús bueno;
véante mis ojos, muérame yo luego.

Vea quién quisiere rosas y jazmines,
que si yo te viere, veré mil jardines,
flor de serafines; Jesús Nazareno,
véante mis ojos, muérame yo luego.

No quiero contento, mi Jesús ausente,
que todo es tormento a quien esto siente;
sólo me sustente su amor y deseo;
Véante mis ojos, dulce Jesús bueno;
véante mis ojos, muérame yo luego.

Siéntome cautiva sin tal compañía,
muerte es la que vivo sin Vos, Vida mía,
cuándo será el día que alcéis mi destierro,
veante mis ojos, muérame yo luego.

Dulce Jesús mío, aquí estáis presente,
las tinieblas huyen, Luz resplandeciente,
oh, Sol refulgente, Jesús Nazareno,
veante mis ojos, muérame yo luego.

¿Quién te habrá ocultado bajo pan y vino?
¿Quién te ha disfrazado, oh, Dueño divino ?
¡Ay que amor tan fino se encierra en mi pecho!
veante mis ojos, muérame yo luego.

Gloria, gloria al Padre, gloria, gloria al Hijo,
gloria para siempre igual al Espíritu.
Gloria de la tierra suba hasta los cielos.
Véante mis ojos, muérame yo luego. Amén.

(Tradicionalmente atribuida a Santa Teresa de Ávila)

La Noche más larga de la historia (Jueves Santo 2018)



Gerrit van Honthorst, Cristo delante del Sumo Sacerdote (1617), 
oleo sobre tela. National Gallery (London).

Fue la noche más larga de la historia, la que va del jueves al viernes Santo. En ella encontramos la traición de Judas que llega con un tropel de soldados y traiciona a su maestro de la manera más indigna: Con un beso. Con todo, Cristo le llama amigo ¡Qué mansedumbre de mirada la de Jesús hacia aquel pobre hombre! ¡Con qué amistad y amor miraría a Judas! ¡En vano! Traiciona también por Pedro, que no lo reconoce, que reniega de Jesús ¡Qué penetrante debió ser la mirada de Jesús, y a la vez qué dulce, para que Pedro, saliera del palacio de Caifás y comenzara a llorar amargamente![1] “Todos lo abandonaron", dice el evangelista. ¿Dónde están? Perdidos en medio de la ciudad, en la oscuridad de la noche, descontrolados, temerosos de ser reconocidos como discípulos de Jesús. La dignidad de la amistad, ¡qué bajos fondos toca en el alma de estos apóstoles! Abandonado también por su pueblo. El pueblo que había recibido tantos beneficios de él, que le había escuchado, que había sido curado por él, en el palacio de Pilatos no sabe sino gritar: "¡Crucifícale! ¡Crucifícale!"[2]. Los ojos que tienen fe, ¿qué ven detrás de todo esto? En primer lugar el silencio de Dios. Ante la inhumanidad de los hombres Dios calla; acepta, ama, sufre y redime en silencio. Nosotros nos hubiésemos rebelado, no hubiésemos permitido eso. Dios, que tenía poder de cambiar la escena, no lo hizo. Con su silencio descubre al hombre lo salvaje que es cuando se deja llevar del instinto de su naturaleza. Quiere hacernos ver el abismo al que el hombre ha descendido. Y Dios guarda silencio. Un silencio que quiere ser elocuente. Y al mismo tiempo vemos también la fe de Dios en el hombre. En aquella noche del jueves al viernes el hombre ha mostrado cuán cruel puede ser y aun con todo, el Señor sigue adelante. Él sabe que en el corazón del hombre el bien anida allá en el fondo. Por eso calla, acepta, sufre, para despertar ese bien dormido que existe en todo ser humano; para redimir al hombre del mal que lleva en el corazón. Jesús tiene fe en el hombre, capaz de ser convertido en un verdadero hombre a la medida del salvador, el hombre nuevo ¿Acaso no hace él nuevas todas las cosas?[3] Esa noche, la más larga de la historia, la pregunta que permanece es por qué Jesús sufrió tanta ignominia. Hay una sola respuesta: por mí, para mí y en lugar mío. Por la humanidad, para la humanidad y en lugar de la humanidad. Esta es la verdadera visión que nos da la fe ante el misterio de la pasión del Señor  •AE



[1] Lc 22, 62.
[2]Mc, 15, 13.
[3] Cfr. Apoc 21, 5.

Jueves Santo de la Cena del Señor (2018)



El Jueves Santo la liturgia de la Iglesia se detiene con especial cariño a contemplar el misterio de la Eucaristía y el del sacerdocio ministerial que, personalmente, también me parece muy muy (sic) misterioso. En estos dieciocho años que llevo caminando éstos caminos del Señor siempre me he sentido especialmente identificado con aquellos que tienen una fe diferente a la mía, y con aquellos que no tienen fe. Sobre todo con aquellos que dicen no creer en los sacerdotes, los mismos que se quedan extrañados cuando les digo que yo –sacerdote- tampoco creo en los sacerdotes. Al llegar ahi es cuando les pido que me dejen explicarme bien. Los sacerdotes no aparecemos por ningún lugar en la Profesión de Fe, ni siquiera en sus formas más antiguas[1]; además no hay texto alguno del Magisterio que obligue a los fieles a creer en la persona de los sacerdotes, de los obispos o del Papa. Los católicos creemos en Dios –Padre, Hijo y Espíritu Santo-, creemos también en la Iglesia, y dentro de ella, en el sacerdocio, pero jamás nadie nos obligará a creer en ningún sacerdote en particular. En la Iglesia, los sacerdotes somos una parte importante, servimos nada más y nada menos que para repartir la Palabra de Dios y para hacer presente a Jesucristo en medio de la comunidad. Pero somos importantes porque hablamos de Cristo o porque traemos a Cristo al altar. Un sacerdote vale tanto como el cristal del vaso donde se bebe agua. Cuando bebemos un vaso de agua digo que bebo un vaso de agua, pero en realidad lo que bebo no es el vaso, sino el agua. El vaso es lo que ha sido útil para beber el agua, ya que sin él, el agua se habría derramado. El vaso es algo que, después de ser útil, se deja de lado porque ya ha cumplido su misión. Con nosotros, los sacerdotes, sucede lo mismo. Lo importante –creo- es poner al Señor en el centro, y allá, en un lugar adecuado, los sacerdotes, siendo útiles en tanto en cuanto ayudamos a la gente a llegar hasta el Señor.  ¿Estoy despreciando el sacerdocio ministerial? Idiota sería si lo hiciera, después de haber dedicado lo que va de mi vida a serlo lo mejor que he sabido. Me muy siento contento y muy agradecido por el don de mi sacerdocio, y al mismo tiempo avergonzado de serlo tan mediocre y de haber cometido docenas de imprudencias en mi camino ministerial pero feliz de serlo pues no hay misión mejor en esta vida que mostrar a los demás el camino por el que se va a Jesús. Y si alguien descubre dentro de sí esa llamada, que se considere feliz y afortunado. Con todo esto lo que quiero decir es que no se debe confundir la mano que señala el camino hacia Jesús con Jesús mismo. Alguien ha dicho que los sacerdotes somos como esos letreros que en las carreteras, dicen: Sebastopol, ciento cuarenta kilómetros. Señalan por dónde se va a Sebastopol, pero ellos mismos no van. ¿También los sacerdotes señalamos el camino por el que se va a Cristo, pero luego somos tan cobardes que no vamos hacía él? Sí, sucede ¡cuántos pecados tenemos! Pero lo importante de la señal en una carretera es que señale bien la dirección. El error sería sentarse encima de ese letrero en lugar de seguir la dirección que marca. En el día en que celebramos la institución de la Eucaristía y el Orden Sacerdotal, suba nuestra oración a Dios Padre en acción de gracias como el incienso del altar, y descienda sobre cada uno de nosotros, sus sacerdotes su misericordia, de manera que cada día nos parezcamos un poquito más a su hijo Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote •




[1] Símbolo de San Epifanio, Fórmula de “Clemente Trinidad”, Símbolo del Concilio de Toledo del año 400, Símbolo “quicumque”, etc. Cfr. Denzinger nn. 1-39.


Domingo de Ramos de la Pasión del Señor (Ciclo B).




El Domingo de Ramos del año 2006, la primera Semana Santa dentro de su pontificado, lo presidia el Papa Benedicto XVI, y en su homilía de aquel día mencionó algo que pienso es bueno volver a leer. Jesús, dijo, «entra en la ciudad santa montado en un asno, es decir, en el animal de la gente sencilla y común del campo, y además un asno que no le pertenece, sino que pide prestado para esta ocasión. No llega en una suntuosa carroza real, ni a caballo, como los grandes del mundo, sino en un asno prestado[1]. Para comprender el significado de la profecía y, en consecuencia, de la misma actuación de Jesús, debemos escuchar todo el texto de Zacarías, que dice así: El destruirá los carros de Efraím  y  los caballos de Jerusalén; romperá el arco de combate, y él proclamará la paz a las naciones. Su dominio irá de mar a mar y desde el río hasta los confines de la tierra[2]. Así entendemos que el Mesías será rey de los pobres, pobre entre los pobres y para los pobres, es decir, de las almas creyentes y humildes que encontramos en torno a Jesús. Uno puede ser materialmente pobre, pero ¡ay! tener el corazón lleno de afán de riqueza material y del poder que deriva de la riqueza. La pobreza, en el sentido que le da Jesús -el sentido de los profetas y desde luego de las Bienaventuranzas-, presupone sobre todo estar libres interiormente de la avidez de posesión y del afán de poder. Ante todo, se trata de la purificación del corazón, gracias a la cual reconocemos la posesión como responsabilidad y como origen de ayuda a los demás, poniéndonos bajo la mirada de Dios y dejándonos guiar por Cristo que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros[3]. La libertad interior es el mejor camino para superar la corrupción y la avidez que arruinan al mundo; esta libertad sólo puede hallarse si Dios llega a ser nuestra riqueza; sólo puede hallarse en la paciencia de las renuncias diarias, en las que se desarrolla como libertad verdadera»[4]. Hasta aquí las palabras del Papa. Hoy celebramos el Domingo de Ramos, entrada triunfal del Señor en Jerusalén. Hoy vemos a un rey pobre, a un rey que no sigue los criterios del mundo. Hoy podríamos pedirle en el silencio de la oración, en el silencio del corazón, que nos lleve por su camino y que pongamos en Él nuestro corazón, que esperemos en Él, que nos sintamos muy orgullosos al reconocerlo a Él como nuestra única y absoluta riqueza • AE


[1] San Juan nos relata que, en un primer momento, los discípulos no lo entendieron. Sólo después de la Pascua cayeron en la cuenta de que Jesús, al actuar así, cumplía los anuncios de los profetas, que su actuación derivaba de la palabra de Dios y la realizaba. Recordaron -dice san Juan- que en el profeta Zacarías se lee: No temas, hija de Sión; mira que viene tu Rey montado en un pollino de asna (Jn 12, 15; cf. Za 9, 9).
[2] Za 9, 10
[3]  Cfr. 2 Co 8, 9. 
[4] Papa Benedicto XVI, Homilía en la celebración del Domingo de Ramos, Plaza de San Pedro, XXI Jornada Mundial de la Juventud, Domingo 9 de abril de 2006.

Ilustración: La pintura, datada entre 1550–1600 y que se encuentra en el Museo de Arte de Glasgow (Reino Unido) es una de las así llamadas "pinturas de propaganda" tan populares en período de la Reforma; el mensaje de la obra es claramente antipapal; la oración final, traducida al castellano, dice algo así como: "... el sirviente actúa en oposición al señor". La realidad es que atrás quedaron los tiempos en los que los romanos pontífices actuaban como reyes temporales. El Papa Juan Pablo I fue el último papa que usó el trono ceremonial (o silla gestatoria) llevado en hombros en 1978. El Papa Juan Pablo II abandonó el uso de la silla gestatoria completamente, también lo hizo Benedicto XVI y desde luego su sucesor el Papa Francisco. Lo mismo sucedió con la tiara papal: Pablo VI abandonó su uso en el Concilio Vaticano II, colocándola de forma simbólica sobre el altar de la Basílica de San Pedro, y donando su valor a los pobres. 


El lomo del borriquillo (Domingo de Ramos 2018)




El lomo del borriquillo
es el trono del Mesías,
los mantos de los discípulos
y las ramas extendidas
son tapizado de amor
para dar la bienvenida.
Acoge a tu Rey, Sión,
que llega tu bella dicha.

No gritéis las mudas piedras,
oíd, que los niños gritan;
un coro de primavera,
alza canciones y vivas;
son por Jesús bondadoso,
sanador de toda herida,
aquel que del Padre llega
con la Palabra divina.

Avanza, oh Paz del Oriente,
y entra en la Ciudad querida,
Jerusalén te recibe,
el Templo espera tu cita,
el pueblo de los patriarcas
ve las promesas cumplidas,
¡que entre el Hijo de David,
Dios le dé soberanía!.

Salve, Jesús Nazareno,
montado en humilde silla;
oh Rey de los corazones,
que miras y pacificas,
hoy es día de homenaje,
la Iglesia en amor respira:
¡Salve, enviado del Padre,
salve Jesús, paz y vida!

¡Honor a la cruz gloriosa
de verdes palmas vestida;
a Jesús, Hijo de Dios,
clavado con cinco heridas;
gloria al Cordero inmolado,
en la hora vespertina,
al que en la cruz da el Espíritu
y en el huerto resucita! Amén •

P. Rufino María Grández, ofmcap.
Cuautitlán Izcalli, 13 abril 2003

Solemnidad de San José, patrono de la Iglesia Universal (2018)



José bendito, flor de los varones,
que en gracia y vocación juntas tu mano
con otra mano santa y virginal,
los dos así por Alguien convocados.

Dichoso tú, que diste a la más pura
el cálido vigor de tus abrazos,
tu amor irrevocable, tu ternura,
tu fuerza y corazón y tu trabajo.

Oh tú, que recibías lo que nadie,
en este mundo tuvo entre sus manos:
la Virgen de las vírgenes, María,
y el don del Unigénito encarnado.

José, elegido, amable y luminoso,
sendero de creyentes esforzados,
silencio, adoración, rendido al Verbo,
espera y humildad, varón cristiano.

José, honor y gozo de la Iglesia,
coloquio de Evangelio contemplado,
alienta nuestra fe con tu experiencia
y otórganos verdad de amor callado.

¡Oh Cristo, poderoso Hijo de del Padre,
que fuiste por un hombre custodiado,
a ti la bendición te da tu Iglesia,
gozosa por José glorificado! Amén •

P. Rufino Mª Grández, ofmcap.


El linaje y la Misericordia (en la Solemnidad de San José. 2018)



Para explicar el nacimiento del Mesías, san Mateo inserta una interesante genealogía al inicio de su evangelio, y lo hace quizá indicar que Jesús es el Hombre entre los hombres y que es solidario con ellos,  que en el árbol genealógico del Mesías hay de todo: un idólatra convertido (Abrahán) y todo tipo de clases sociales: patriarcas, esclavos en Egipto, un pastor que se convierte en rey (David) y un sencillo carpintero, José, a quien Dios encarga la tarea de cuidar a su criatura más perfecta –María- y a su propio hijo Jesús. En esa misma genealogía, aparte de María su madre, Mateo habla de cuatro mujeres que resultan especialmente escandalosas: Tamar, de quien sabemos se prostituyó[1], Rut, que era extranjera, Rahab extranjera y también prostituta[2], y Betsabé, la mujer de de Urías, de la que conocemos bien la historia[3]. Dicho de otra forma: en el linaje del Señor no hay pureza de sangre; él forma parte de una humanidad que no es así muy como para presumir. Dios pone todo tipo de personas alrededor de Jesús, y pone a José, como el que lo ha de cuidar. Engendrar, en el lenguaje bíblico, significa transmitir no sólo el propio ser, sino también la propia manera de ser y de comportarse. El hijo es imagen de su padre. Por eso, la genealogía se interrumpe bruscamente al final. José no es padre natural de Jesús, sino solamente legal. Es decir, a Jesús pertenece a toda la tradición anterior, pero él no es imagen de José; no está condicionado por una herencia histórica o genética, su único Padre será Dios, y su ser y sus obras reflejarán los de Dios mismo, pero José forma parte de esta descendencia de David, de esta casa de Dios. Es –junto con María- el último eslabón de la cadena, la que conecta con el Salvador que el pueblo esperaba. Así es que nada de templos espléndidos, ni de sabios y prudentes: los primeros misterios de la salvación fueron confiados a personas sencillas, como José. La historia ha seguido su curso, y el misterio de la salvación fue confiado por Jesús a la Iglesia, a esta sociedad de hombres y mujeres, de la cual formamos parte, nosotros que tampoco somos especialmente ejemplares. El camino de la Iglesia –y el de todos los que en ella estamos- tendría que ser un camino de fe, de confianza, como el de José. Es verdad que Dios nos lleva por caminos desconocidos e inesperados que con frecuencia nos desconciertan sin embargo es Él quien conduce la historia de la salvación y quine le da sentido a todo, aunque a ratos el panorama parezca demasiado obscuro • AE


[1] Cfr. Gen 38,2-26
[2] Cfr. Jos 2,1
[3] Cfr. 2 Sm 11,4.

El Dios que abraza tiernamente ((V Domingo de Cuaresma. Ciclo B)



Porque eres tú el Esposo sin pecado,
tú solo puedes hasta mí acercarte,
posar en mi tu mano sanadora,
mirarme con dulzura y abrazarme.

Y así has venido, Cristo Nazareno,
uniendo cielo y tierra en este instante:
mi corazón es puro en tu pureza,
mis ojos luz, mirando tu semblante.

Qué dulce es el perdón que me regalas,
sin cuentas, sin reproche, sin rescate:
la luz de tu mirada toca el alma,
y todo lo hace nuevo, dulce y suave.

Moriste en cruz; ya nadie nos acusa,
que todos mis pecados tú pagaste,
y el loco amor de Dios, de Dios mendigo,
amando hasta la muerte nos mostraste.

Esposo de la Iglesia perdonada,
ya bella y sin arruga por tu sangre;
Esposo, intimidad, que te derramas,
y solo, amor, me pides que te ame.

En esta Comunión, que es tu alianza,
mi corazón, cual puede, a ti se abre;
a ti suplico, Dios de toda gracia,
que nunca ya, Jesús, de ti me aparte.

Estrecha tus amores fuertemente
en esta vida mía, en mi combate;
traspásame de ti, de tu ternura,
y habítame, mi Dios, divina carne.

¡A Dios sea la gloria eternamente,
porque es perdón y gozo interminable,
oh Dios del Evangelio, el trino y santo:
a ti todo el amor, oh Dios amable! Amén •

P. Rufino María Grández, ofmcap.
Tres Ojitos (Chihuahua), 24 marzo 2007.