Lumbre en los ojos


Heme, Señor, a tus divinas plantas,
baja la frente y de rubor cubierta,
porque mis culpas son tales y tantas,
que tengo miedo a tus miradas santas
y el pecho mío a respirar no acierta.

Mas ¡ay!, que renunciar la lumbre hermosa
de esos divinos regalados ojos
es condenarme a noche tenebrosa;
y esa noche es horrible, es espantosa
para el que gime ante tus pies de hinojos.

Dame licencia ya, Padre adorado,
para mirarte y moderar mi miedo;
mas no te muestres de esplendor cercado;
muéstrate, Padre mío, en cruz clavado,
porque sólo en la cruz mirarte puedo. Amén.
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Himno del Oficio de Vísperas de la Liturgia de las Horas 
para el Miércoles de Ceniza.
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Siervos, jueces y madres al inicio (y al final) de la Cuaresma


Exvotos mexicanos, colección de L'Otel, San Miguel de Allende  (México)
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La liturgia del Miércoles de ceniza con su invitación a cambiar el corazón....¿a dónde nos lleva? Quizá nos venga bien recordar aquello que decía Fray Luis de Granada: el hombre debiera tener un corazón de hijo para con  Dios, un corazón de madre para con los demás, un corazón de juez para consigo mismo.  Esta puede ser una buena idea para el camino de la cuaresma. ¿cuál es la realidad de nuestro corazón? ¡La realidad es que lo tenemos todo  cambiado! Tenemos un corazón de siervo para con Dios, de juez para con los  demás, de madre para con nosotros mismos.  Siervos. Por mucho que le digamos Padre, acudimos a Dios con desconfianza, con cierto  o con mucho temor, con ciertas o muchas exigencias, De siervos a hijos. Que el Señor nos cambie ese atemorizado corazón y que nos haga  sentirnos gozosos y confiados en su presencia, que seamos capaces de ponernos en sus manos incondicionalmente. Juez. Nos encanta juzgar a los otros. Juzgamos hasta lo que piensan, que no siempre responde a lo que dicen. Y nuestros juicios son hirientes, tajantes, condenatorios. Nos complace ver el lado negativo de los  demás. Los miramos fríamente y desde lejos, todo con lupa. Decimos que lo mejor es pensar mal. Repartimos premios y castigos; los primeros, pocos, a contrapelo; los segundos, en abundancia. De juez a madre. Esto sí que sería un cambio de corazón. Las madres no juzgan a sus  hijos, porque los miran entrañablemente, porque los conocen profundamente, porque los  miran con el corazón. Ellas lo comprenden todo, porque aman. Tienen una paciencia  infinita, porque esperan. Es el corazón que más se parece al de Dios. Si tuviéramos un  corazón de madre para los demás, las relaciones humanas serían comprensivas y cordiales, nos sentiríamos seguros los unos de los otros, no tendríamos necesidad de mentir y ser hipócritas. Si tuviéramos corazón de madre, nuestras relaciones se llenarían de  luz. Madre. Para con nosotros mismos somos muy complacientes y benévolos. Nos parece que no hacemos nada malo, y si tenemos algún fallo es más bien sin querer. Nos perdonamos enseguida. Algunas cosas que nos echan en cara, es porque no  nos conocen bien; en el fondo somos buenos. Lo que pasa es que yo soy así, es mi  temperamento y mi manera de ser. También hay que tener en cuenta el ambiente, la falta  de medios, miles de circunstancias. Yo no tengo pecado. De madre a juez. Nos convendría un poco más de rigor y de exigencia para con nosotros  mismos. Nos convendría escuchar más a los demás y aceptar sus juicios. Juez, pero sin exagerar. Tampoco debemos ser excesivamente duros con nosotros mismos. También tenemos que saber comprendernos, valorarnos y perdonarnos. En una (maravillosa) conversación entre Antonio Spadaro, jesuita y director de revista la Civiltà Catolica, con Martín Scorsese, éste último le confía: "«Dios no es un torturador. Solo quiere que tengamos piedad de nosotros mismos». Esto para mí constituyó una suerte de revelación. Era la clave. Porque, incluso mientras nosotros sentimos que Dios nos está castigando y torturando, si logramos darnos a nosotros mismos el tiempo y el espacio para reflexionar sobre eso, nos damos cuenta de que los únicos torturadores somos nosotros, y que es hacia nosotros hacia quienes debemos ser piadosos" • AE

Confianza, y además infinita



Padre mío,
me abandono a Ti.
Haz de mí lo que quieras.
Lo que hagas de mí te lo agradezco,
estoy dispuesto a todo,
lo acepto todo,
con tal que Tu voluntad se haga en mí
y en todas tus criaturas.
No deseo nada más, Dios mío.
Pongo mi vida en Tus manos.
Te la doy, Dios mío,
con todo el amor de mi corazón,
porque te amo,
y porque para mí amarte es darme,
entregarme en Tus manos sin medida,
con infinita confianza,
porque Tú eres mi Padre

La Oración de abandono, (en francés, Prière d'abandon) se originó a partir de los escritos de Carlos de Foucauld (1858-1916), militar y explorador de Marruecos, que se convirtió al cristianismo hacia 1886. Luego de seguir el camino trapense, y anticipando la etapa final de su vida como sacerdote en el desierto de Argelia, redactó un comentario al Evangelio de Lucas que dio posteriormente origen a esta plegaria, síntesis y ejemplo del retorno a la espiritualidad del desierto en el siglo XX. Carlos de Foucauld, murió asesinado en Tamanrasset, en el Sahara argelino. La Oración de abandono no fue redactada originalmente como oración sino como una meditación escrita por su autor. Existen dos manuscritos autógrafos que la contienen. El segundo, una copia en limpio, data del 23 de enero de 1897 en Roma. Por lo tanto, la primera es anterior y probablemente fue escrita en 1896, al final de su estancia en la Trapa de Cheikhlé, un monasterio situado cerca de Akbès en territorio del Imperio Otomano, hoy Siria. Carlos de Foucauld realizó esa reflexión como parte de sus Meditaciones sobre el Evangelio a propósito de las principales virtudes (Méditations sur l'Évangile au sujet des principales vertus), probablemente escrito en 1896, y con seguridad antes del 23 de enero de 1897. Carlos compuso la meditación a partir de un pasaje del capítulo 23 del Evangelio de Lucas, que se inicia con el versículo 34 («Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen») y finaliza en el versículo 46 («Padre, en tus manos pongo mi espíritu»). Es este último versículo, que señala en el Evangelio de Lucas las palabras finales de Jesús antes de su muerte, el objeto principal de su reflexión. La meditación original es la siguiente: «Padre mío, me pongo en vuestras manos; Padre mío, me confío a vos; Padre mío, me abandono a vos; Padre mío, haced de mí lo que os plazca; sea lo que sea lo que hagáis de mí, os lo agradezco; gracias por todo; estoy dispuesto a todo; lo acepto todo; os doy gracias por todo, con tal que vuestra voluntad se haga en mí, Dios mío; con tal que vuestra voluntad se haga en todas vuestras criaturas, en todos vuestros hijos, en todos aquellos a los que ama vuestro corazón, no deseo nada más, Dios mío; pongo mi alma en vuestras manos; os la doy, Dios mío, con todo el amor de mi corazón, porque os amo, y para mí es una necesidad de amor el darme, ponerme en vuestras manos sin medida; yo me pongo en vuestras manos con infinita confianza, porque vos sois mi Padre». 

Mon Père,
Je m'abandonne à toi,
Fais de moi ce qu'il te plaira.
Quoi que tu fasses de moi,
Je te remercie.
Je suis prêt à tout, j'accepte tout,
Pourvu que ta volonté
Se fasse en moi,
En toutes tes créatures,
Je ne désire rien d'autre, mon Dieu.
Je remets mon âme entre tes mains.
Je te la donne, mon Dieu,
Avec tout l'amour de mon cœur,
Parce que je t'aime,
Et que ce m'est un besoin d'amour
De me donner,
De me remettre entre tes mains sans mesure,
Avec une infinie confiance
Car tu es mon Père •

Lirios y pájaros y tiempo y esfuerzo


V. van Gogh, Les Iris (1889), óleo sobre lienzo (71 cm × 93 cm), 
J. Paul Getty Museum, (Los Angeles, California).
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La página del evangelio es poética, habla de lirios y pájaros, y al mismo tiempo nos pone en guardia ante el consumismo, a no ser esclavos del dinero y la ambición. Servir al dinero no es servirse de él, sino estar obsesionados por él, con un agobio que produce stress y la pérdida del equilibrio interior. Una cosa es saber el valor del dinero, que era necesario también en tiempos del Señor, y otra el exagerar nuestra dependencia y de lo que se puede adquirir con él, perdiendo la serenidad y la paz. En el espiral sin freno de comprar y tener perdemos el humor, el amor, el humanismo; no nos queda tiempo para reírnos, para jugar, para pasear, para "perderlo” con la familia y los amigos. Hoy el evangelio nos invita buscar aquello que permanece, a confiar y a abrirnos a Dios. Isaías invitaba al pueblo- en circunstancias nada fáciles- a confiar filialmente en Dios, y lo hace poniendo en la boca del mismo Dios unas entrañables palabras: ¿Puede acaso una madre olvidarse de su criatura hasta dejar de estremecerse por el hijo de sus entrañas?[1]. Con su “busquen el Reino” Jesús nos invita a dar más importancia a las cosas del espíritu que a las meramente materiales –paja que se lleva el viento- y que lo hagamos en un equilibrio sereno. No se trata de una invitación a la pasividad, o una huida poética, pensando que Dios proveerá para los gastos de la casa, o que no hay que ahorrar y ser previsores. El mismo Señor que nos habla de los lirios y los pájaros es el que nos invita en otro lugar a hacer fructificar los talentos que tenemos[2]. No es pues un romanticismo bucólico, falsamente apoyado en Dios. Lo que hemos de evitar es la excesiva preocupación, el agobio obsesivo, la esclavitud, que nos matan el espíritu, ahogan el humor y no nos dejan vivir. Y también a ser menos serios y envarados, y vivir una espiritualidad más ¿cómo decirlo? Como más centrada en la esperanza y la alegría que en el miedo. ¿No da a veces la Iglesia la impresión de estar demasiado nerviosa y excesivamente preocupada por estructuras y doctrinas y por parecer inmaculada? La calma de Cristo, en sus palabras y en su manera de vivir, en su amor a la vida y su capacidad de esperanza, es una lección ante todo para la Iglesia misma, para todos aquellos que nos decimos Cristianos y luchamos por serlo  • AE



[1] Cfr. 49, 14-15.
[2] Cfr. Mt 25, 14-30. 

Decidir el amor


La persona que más te odia, tiene algo bueno en él; incluso la nación que más odia, tiene algo bueno en ella; incluso la raza que más odia, tiene algo bueno en ella. Y cuando llegas al punto en que miras el rostro de cada hombre y ves muy dentro de él lo que la religión llama la “imagen de Dios”, comienzas a amarlo “a pesar de”. No importa lo que haga, ves la imagen de Dios allí. Hay un elemento de bondad del que nunca puedes deshacerte [...] Otra manera para amar a tu enemigo es esta: cuando se presenta la oportunidad para que derrotes a tu enemigo, ese es el momento en que debes decidir no hacerlo [...] Cuando te elevas al nivel del amor, de su gran belleza y poder, lo único que buscas derrotar es los sistemas malignos. A las personas atrapadas en ese sistema, las amas, pero tratas de derrotar ese sistema [...] Odio por odio sólo intensifica la existencia del odio y del mal en el universo. Si yo te golpeo y tú me golpeas, y te devuelvo el golpe y tú me lo devuelves, y así sucesivamente, es evidente que se llega hasta el infinito. Simplemente nunca termina. En algún lugar, alguien debe tener un poco de sentido, y esa es la persona fuerte. La persona fuerte es la persona que puede romper la cadena del odio, la cadena del mal [...] Alguien debe tener suficiente religión y moral para cortarla e inyectar dentro de la propia estructura del universo ese elemento fuerte y poderoso del amor • Martin Luther King, Sermón en la iglesia Bautista de la Avenida Dexter, Montgomery, Alabama, 17 de noviembre de 1957.

El modo de ser de Dios


Cuando el pueblo de Israel se dio cuenta de la fuerza que suponía la invasión de la cultura helénica impulsada por Alejandro Magno, poco a poco empezó a defender su identidad con todas sus fuerzas: solo podrían sobrevivir reafirmando su adhesión incondicional a la ley y al templo, y separándose de todo aquello que resultara pagano o contaminado. El templo de Dios, lugar santo por excelencia, debía pues ser protegido de toda contaminación, evitando la entrada de gentiles e impuros, y la observancia estricta de la ley el mejor medio para vivir en la tierra santa de Dios. Ese era el ambiente cuando apareció el código de santidad: Sed santos, porque yo, Yahvé, vuestro Dios, soy santo[1]. A partir de ahí santidad se empezó a entender como separación de lo impuro, de lo sucio, y fueron entonces apareciendo algunos grupos que la promovían con un rigor especial, como los esenios de la comunidad de Qumrán[2]. Solos en el desierto, vestidos con túnicas blancas y entregados a toda clase de purificaciones podían vivir como varones de santidad e hijos de la luz, fieles al Dios tres veces Santo y aislados tanto de los romanos y de los judíos que vivían de manera impura. Fue así que aquellos que observaban el código de santidad gozaban de mayor dignidad que los impuros, especialmente quienes vivían en contacto con publícanos y prostitutas.  Y de pronto aparece Jesús, que frente a al código de santidad -Sed santos porque yo, Yahvé, vuestro Dios, soy santo- introduce otra exigencia que transforma de manera radical el modo de entender y vivir la imitación de Dios: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que les odian y rueguen por los que los persiguen y calumnian[3] ¡Es la compasión y el amor y no la pureza ritual lo que hemos de imitar en Dios! Y ¡ojo! No es que Jesús niegue la santidad de Dios, pero lo que parece importarle no es la separación entre sucios y limpios sino su amor compasivo. Dios es grande y santo no porque vive separado de los impuros, sino porque es compasivo con todos y hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos[4]. La compasión es el modo de ser de Dios, su primera reacción ante el ser humano, lo primero que brota de sus entrañas de Padre. Dios es amor entrañable hacia todos, también hacia los impuros, o los privados de honor, o los excluidos de su templo por la razón que fuere. Por eso la compasión es para Jesús la manera de imitar a Dios y ser santos como él es santo. Mirar a las personas con amor compasivo es parecerse a Dios; ayudar a los que sufren es actuar como él. Esta es la revolución de Jesús. La experiencia que él –Jesús- tiene de Dios no conduce a la separación y exclusión, sino a la acogida, al abrazo y la hospitalidad. En el reino de Dios, a nadie se ha de humillar, excluir o separar. Los impuros y los privados de honor también tienen la dignidad sagrada de ser parte de la familia. Es el amor compasivo el que está en el origen y trasfondo de toda la actuación de Jesús, lo que inspira y configura toda su vida. La compasión no es para él una virtud más, una actitud entre otras, sino que vive como transido por la misericordia: le duele el sufrimiento de la gente, lo hace suyo y lo convierte en principio interno de su actuación. Él es el primero en vivir como el padre de la parábola que conmovido hasta lo más hondo de sus entrañas acoge al hijo que viene destruido por el hambre y la humillación[5], o como el samaritano que movido a compasión se acerca a auxiliar al herido del camino[6]. Jesús toca a los leprosos[7], se deja tocar por la hemorroísa[8] y besar una prostituta[9]. Nada detiene a Jesús cuando se trata de acercarse al que sufre, y es que él tal vez tenía una visión muy particular: lo santo no necesita ser protegido para evitar que se contamine ¡al contrario! es el verdaderamente santo quien contagia pureza y transforma al impuro. Jesús toca al leproso, y no es Jesús el que queda impuro, sino el leproso quien queda limpio • AE



[1] Cfr. Lev 20,27.
[2] Llegaron incluso a abandonar la tierra prometida para crear en medio del desierto una comunidad santa pues según ellos ya no era posible vivir de manera santa en medio de aquella sociedad tan contaminada
[3] Cfr. Mt 5, 38-48.
[4] Ídem.
[5] Cfr. Lc 11, 15-32.
[6] Id., 10, 25-37.
[7] Id., 17, 11-18.
[8] Cfr. Mc 5, 21-43.
[9] Cfr. Lc 7, 36-50. 

Las primeras luces: tus primicias


¿No sabes, hombre, que cada día adeudas a Dios las primicias de tu corazón y de tu voz? La mies madura cada día; cada día madura su fruto. Por eso, corre al encuentro del sol que sale... El sol de la justicia quiere ser anticipado; no espera otra cosa... Si tú te adelantas a este sol que va a salir, recibirás como luz a Cristo. Será precisamente él la primera luz que brille en lo más íntimo de tu corazón. Será precisamente él quien (...) haga brillar para ti la luz de la mañana en las horas de la noche, si reflexionas en las palabras de Dios. Mientras tú reflexionas, se hace la luz... Muy de mañana apresúrate a ir a la iglesia y lleva como ofrenda las primicias de tu devoción. Y después, si los compromisos del mundo te llaman, nada te impedirá decir: mis ojos se adelantan a las vigilias meditando tu promesa, y con la conciencia tranquila te dedicarás a tus asuntos ¡Qué hermoso es comenzar la jornada con himnos y cánticos, con las bienaventuranzas que lees en el evangelio! Es muy saludable que venga sobre ti, para bendecirte, el discurso del  Señor; que  tú, mientras repites cantando las bendiciones del Señor, tomes el compromiso de practicar alguna virtud, si quieres tener también dentro de ti algo que te haga sentir merecedor de esa bendición divina (San Ambrosio, Comentario al salmo 118) •


Los "peros" y el amor.


Jan van Eyck, Giovanni Arnolfini y su esposa (o El matrimonio Arnolfini), 1434, 
Óleo sobre tabla (82 cm × 60 cm), National Gallery, Londres. 
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El texto del evangelio de este domingo bien podría llamarse “los peros de Jesús”. En el fondo –y en la superficie- es una invitación a pasar del derecho, o la ley, al amor, de la cordura humana a la locura divina, del orden a la sorpresa, de la justicia al puro regalo. Peros que nos ayudan a entender que aquello que no brota del amor y de la esperanza lo mejor es echarlo lejos. Y es que vivir en el amor es participar de la vida del otro, es crear y recrear vida, es ayudarle a crecer. Para conseguir la felicidad, la plenitud, o la bienaventuranza, como le llamamos los cristianos, no podemos conformarnos con la práctica de ley únicamente. El amor e interés por la vida del otro es lo que crea, profundiza y ensancha la nuestra, rompiendo las barreras del tiempo y el espacio, permitiéndonos experimentar la trascendencia. La vida crece cuando caminamos de la ley al amor, cuando sabemos dejar a un lado los propios intereses para poner atención a los demás. Cuando aparece el amor en la vida del hombre, la ley queda, digámoslo así, anticuada. No es que amor y ley sean antagónicos, sino que al lado del amor sobra la ley. “Entonces ¿para qué ley?”, se pregunta Pablo[1]. Cuando uno está enamorado no necesita de ninguna ley para vivir unido a la persona amada, sin embargo cuando desaparece el amor puede aparecer hasta la traición, y es entonces cuando se necesita el derecho, para organizar y ordenar una vida al margen del amor. La vida del hombre se desarrolla entre esos dos polos: el amor y la ley, y si ambos faltan la catástrofe no tarda en llegar. El amor cataliza nuestra personalidad, nuestras virtudes, y las del otro. Amar es crecer y ayudar a crecer. Si lo que siento por el otro no me ayuda a mejorar o que el otro mejore, lo más probable es que ahí no haya amor. Puede hacer locura, pasión, pero no amor. En esto, como en todo, uno recoge lo que siembra; nada se improvisa: quien siembra vientos, cosecha tempestades. No encontraremos la felicidad en este mundo viviendo únicamente de la ley. Se puede ser fiel al derecho, pero ser un desgraciado; es necesario vivir en el amor[2]. Los espíritus débiles y cobardes defienden -o pretenden defender- el amor con leyes. Los fuertes  superan las leyes con el amor. La ley ha sido nuestro pedagogo hasta Cristo, para ser justificados por la fe [3] • AE



[1] Gal, 3,19.
[2] B. Oltra Colomer, Ser como Dios manda. Una lectura pragmática de San Mateo, EDICEP, Valencia 1995, p. 40-42
[3] Gal, 3, 24. 

Caminante sí hay camino


A propósito del Cristo crucificado del que habla san Pablo en la segunda de las lecturas, en una interesantísima entrevista a La Civiltà Cattolica, el Papa Francisco mencionó "como de pasada" una obra de Marc Chagall, pintor judío originario de Rusia nacido en 1887 y fallecido en 1985. El cuadro  fue pintado en 1938, año de la trágica Noche de los cristales rotos (del 9 al 10 de noviembre de 1938). En la obra, que se conserva en el Instituto de Arte de Chicago, la figura de Jesús crucificado es el centro. Sus ojos se hallan cerrados. Desde su posición única en la cruz, la figura Jesús comunica no poca serenidad.[1] Jesús en la cruz no es presentado con el paño común a conocidas Crucifixiones sino un manto ritual judío para orar (talit). Sobre la cruz figura la inscripción "INRI" (abreviatura de Iesus Nazarenus Rex Iudeorum), expresión de doble-filo escogida por los romanos para humillar tanto a Jesús como a los hebreos. Significativamente, ambos –de un modo u otro- comparten la condición de estar sometidos al yugo pagano. Con todo, en la pintura de Chagall, las mencionadas iniciales latinas son seguidas por su versión in extensum, a la que Chagall inscribe recurriendo al uso de caracteres hebreos tradicionales (Iéshu Hanotzrí Mélej Haiehudim). El Jesús de Chagall no posee corona de espinas ninguna, sino algo semejante a un turbante. Tal elemento conecta implícitamente a Jesús con los profetas de la Tierra Santa. En efecto, en el arte europeo pre-moderno, el turbante fue empleado persistentemente como atributo distintivo de los profetas hebreos. Haciendo referencia directa a ciertos momentos tremendos en la historia de la humanidad, la pintura de Chagall funciona como si fuese una plegaria u oración dirigida a Dios, una que a su manera llega a expresar -en términos visuales- las palabras de San Pablo: Hermanos míos, esos de mi propio pueblo, la gente de Israel. De ellos es la adopción como hijos [del Señor], la gloria divina, los pactos, la ley, las oraciones a Dios desde el Templo y el contar con Sus promesas. Suyos son los patriarcas, y desde ellos es trazado el linaje humano del Cristo[1]En una sola pintura Chagall ha logrado unir aquello que por muchísimos siglos comunidades enteras concibieron sólo en términos de segregación y antagonismo. El cuadro de Chagall no se centra solo en el sufrimiento, sino que expresa además la vulnerabilidad del hombre y su real necesidad de creer en Dios. Dicho en otras palabras, caminante hay camino[2] • AE





[1] Romanos, 9: 1-5.
[2] Contrariamente a lo que predica Antonio Machado al escribir su "cuando de nada nos sirve rezar" y acompañarlo por un "caminante no hay camino sino estelas en la mar." Frente a esto, uno podría suponer que Machado jamás se enteró de la existencia de Biblia y menos que menos de sus contenidos. La experiencia vivida lleva a la conclusión de que de nada nos sirve vivir improvisando. 

Sal y luz, bálsamo y calor


El Señor habla de sal y luz en el evangelio[1], y lo hace teniendo delante a aquel pequeño grupo de hombres y mujeres que querían escucharlo, que no eran aún cristianos –no se había consumado la redención, probablemente aún no se empezaban los bautizos en su nombre- pero que lo seguían en aquel pequeño rincón del gran Imperio de Roma. Con una comparación muy sencilla les dice que han de ser la sal que necesita la tierra y la luz que le hace falta al mundo. Ustedes son la sal de la tierra. Aquella gente sencilla de Galilea capta el mensaje, y es que era por todos bien conocido que la sal sirve para dar sabor a la comida y para preservar los alimentos de la corrupción. Aquellos discípulos –y con el paso de los siglos todos los cristianos hasta llegar nuestro tiempo- han de contribuir a que la gente saboree la vida sin caer en la corrupción. Ustedes son la luz del mundo. Sin la luz del sol, el mundo se queda en tinieblas: ya no podemos orientarnos ni disfrutar de la vida en medio de la oscuridad. Los discípulos de Jesús podemos aportar luz, ayudar a los demás ahondar en el sentido último de la existencia y a caminar con esperanza. Las dos metáforas coinciden en algo muy importante: si la sal permanece aislada en un recipiente, no sirve para nada. Solo cuando entra en contacto con los alimentos y se disuelve en la comida puede dar sabor a lo que comemos. Lo mismo sucede con la luz. Si permanece encerrada y oculta, no puede alumbrar a nadie. Solo cuando está en medio de las tinieblas puede iluminar y orientar. Una Iglesia aislada del mundo no puede ser ni sal ni luz. Papa Francisco nos ha advertido varias veces que la Iglesia vive encerrada en sí misma, paralizada por los miedos y demasiado alejada de los problemas y sufrimientos; en algunas situaciones no da –no damos- sabor a la vida moderna ni ofrece la luz genuina del Evangelio. Su invitación es clara: «Hemos de salir hacia las periferias existenciales». ¿Y cuáles son esas periferias existenciales? Las personas de comunidades indígenas en México, Sudamérica y África, mujeres excluidas por ser mujeres, jóvenes que reciben educación de baja calidad y que no tienen oportunidades, pobres, desempleados, migrantes, desplazados, campesinos sin tierra y personas con empleos informales. También niños sometidos a la prostitución infantil, familias que viven en miseria y pasan hambre, personas adictas a las drogas o al alcohol, personas con capacidades diferentes, portadores y víctimas de enfermedades de transmisión sexual, secuestrados, víctimas de la violencia, del terrorismo, de conflictos armados, ancianos excluidos, indigentes y presos que viven en situaciones inhumanas[2]. Sí: la lista es vasta y tal vez desalentadora, sin embargo existe la esperanza y el esfuerzo conjunto que, con la gracia de Dios, cambia realidades. El Papa insiste una y otra vez: «Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termina clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos»[3]. Si los cristianos nos volemos sal y luz del ambiente en el que vivimos, de la pequeña parcela que aramos todos los días, construimos entonces la cultura del encuentro, no sólo viendo sino mirando, no sólo oyendo sino escuchando, no sólo cruzándonos con las personas sino parándonos con ellas, no sólo diciendo “¡Qué pena! ¡Pobre gente!”, dejándonos llevar por la compasión; acercándonos a decir: “no llores” y dando al menos una gota afectiva y efectiva de vida. Sal y luz que curan, que calientan corazones. Esa es la llamada de hoy. La invitación abierta • AE



[1] V Tiempo ordinario Ciclo A (Mateo 5,13-16), 5 de febrero 2017.
[2] Cfr. Documento Aparecida n. 65, 402
[3] Exhortación apostólica, Evangelii Gaudium, n. 49.  El texto completo puede leerse en: https://www.aciprensa.com/Docum/evangeliigaudium.pdf