¡Cantaré para Tí! (V Domingo de Pascua)


Se levanta cantando del sepulcro
con el alma cual cítara en las manos;
para ti, Padre mío, cantaré
el himno florecido entre mis labios.

Cantaré, tocaré ante las naciones,
mis brazos con el orbe a ti levanto;
batid vuestra alegría, pueblos todos,
en la fiesta pascual que yo proclamo.

Mi cuerpo para ti cual bello canto
te entregará el amor que tú me has dado,
y verterás tus ojos complacido,
oh Padre, en las heridas de mis manos.

El río de agua viva, el santo Espíritu, 
desde tu seno brota en mi costado;
oh Padre del retorno, te bendigo,
mi vida consumada en ti derramo.

Te cantaré en la aurora tu victoria,
nuevo conmigo el mundo renovado;
los salmos de la fe hoy en la tumba
salen cantando el triunfo de tu Amado.

Oh Padre de la Pascua, Padre mío,
el gozo eterno queda declarado;
¡oh Padre!, hoy consagro en el Espíritu
mi vida con la tuya en un abrazo. Amén.

En su Officium passionis, san Francisco de Asís compuso salmos, tomando de aquí y allí textos oraciones de la Escritura, y, a veces, introduciendo alguna amplificación o glosa. En el “Psalmus III, 9. 10” encontramos estos textos: Exsurge, gloria mea, exsurge psalterium et cithara * exsurgam diluculo (Ps 56,9). Confitebor tibi in populis, Domine * et psalmum dicam tibi in gentibus (Ps 56,10) 9Levántate, gloria mía, levántate, arpa y cítara; * me levantaré a la aurora (Sal 56,9). 10 Te confesaré entre los pueblos, Señor, * y te recitaré un salmo entre las gentes (Sal 56,10). Desde esa interioridad del salmo, que quiere recoger la intimidad de Jesús, desde ahí cantamos. Es Jesús el que habla al Padre y con él por delante nosotros nos dejamos llevar • P. Rufino María Grández, ofmcap, 28 junio 1983

Vides y sarmientos y consuelos (V Domingo de Pascua)


El evangelio de este domingo está tomado del así llamado Discurso de Despedida que san Juan recoge en los caputlos 14 al 17 de su evangelio, y la liturgia ha querido ponerlo en este quinto domingo dentro del tiempo de Pascua quizá para ayudarnos a entender cómo relacionarnos mejor con Jesus que el domingo pasado se nos presentó como el Buen Pastor y en el próximo nos hablará de su testamento del amor y la alegría. Hoy escuchamos la metáfora de la vid y los sarmientos, una comparación sencilla pero profunda. Si resulta consolador pensar en Jesus como un pastor que va caminando delante de nosotros, sin miedo para arremangarse y salir en nuestra ayuda, más profunda es la perspectiva del sarmiento que se entronca en la vid y vive y se nutre de ella. Como la savia vital que fluye a los sarmientos y les permite dar fruto (y al revés, la separación produce esterilidad y muerte), así nosotros con el Señor. Sin mí nada podéis hacer, es la frase central de éste domingo. Y es que celebrar la Pascua no es solamente alegrarnos del triunfo de Cristo, volver a cantar el Gloria o dejar el ayuno, sino sobre todo incorporarnos –o dejarnos incorporar por el Espíritu- a esa nueva vida que Jesus no se cansa de ofrecernos. Por siete veces aparece en evangelio la idea de que Jesús no sólo quiere que vivamos como él, o que vayamos tras él, o que seamos de él, o que caminemos con él –todo esto importante- sino que vivamos en él día a día ¡Es un programa de vida! ¡Una apuesta completa! ¿Estamos al menos abiertos a intentarlo? Cuando Dios se dirige a Abraham le dice: Yo soy Dios todopoderoso, camina en mi presencia y sé perfecto [1]. Para poder ser perfectos, como a él le agrada, necesitamos vivir humildemente en su presencia, envueltos en su gloria; nos hace falta caminar en unión con él reconociendo su amor constante en nuestras vidas. Hay que perderle el miedo a esa presencia que solamente puede hacernos bien. Es el Padre que nos dio la vida y nos ama tanto. Una vez que lo aceptamos y dejamos de pensar nuestra existencia sin él, desaparece la angustia de la soledad[2]. Y si ya no ponemos distancias frente a Dios y vivimos en su presencia, podremos permitirle que examine nuestro corazón para ver si va por el camino correcto[3]. Así conoceremos la voluntad agradable y perfecta del Señor[4]y dejaremos que él nos moldee como un alfarero[5]. Hemos dicho tantas veces que Dios habita en nosotros, pero es mejor decir que nosotros habitamos en él, que él nos permite vivir en su luz y en su amor. Él es nuestro templo: lo que busco es habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida[6].Vale más un día en tus atrios que mil en mi casa[7]. En él somos santificados[8]• AE 


[1]Gn 17,1
[2]cf. Sal 139,7
[3]cf. Sal 139,23-24
[4]cf. Rm 12,1-2
[5]cf. Is 29,16
[6]cf. Sal 27,4
[7]Sal 84,11
[8]Papa Francisco, Exhortación apostólica Gaudete et Exultate, n. 51.

Domingo del Buen Pastor (IV Domingo de Pascua)



Nuestro Pastor se ha alzado de la tumba,
ha empuñado el cayado y se adelanta,
y va por el sendero de la vida,
un rebaño escogido lo acompaña.

No puede el lobo herir de eterna muerte
si el Pastor nos defiende con su vara;
el rebaño, seguro y obediente,
al lado del Pastor tranquilo avanza.

El rayo y la tormenta se disipan
por el sol que alumbró la clara Pascua;
ya no habrá noche ni temor maligno,
sigue el rebaño y canta su alabanza.

El Pastor nos conoce, somos suyos,
por el cuerpo y el alma nos traspasa;
y es su mirada espejo de su Padre,
la verdad y la paz, gozosa calma.

Y a su Pastor conocen las ovejas,
los suaves silbos, las secretas hablas;
igual que el Padre al Hijo bienamado,
el rebaño al Pastor le mira y ama.

¡Oh buen Pastor y guía de la Iglesia,
revestido de luz por la mañana,
bendito tú que muerto por tu grey
hoy te gozas al verla rescatada! Amén •

R. M. Grández (letra) – F. Aizpurúa (música), capuchinos, 
Himnos para el Señor, Ed. 1983, p. 151 ss..

Nosotros, que somos hijos de Dios (IV Domingo de Pascua)




Hay dos experiencias que ayudan mucho en la vida espiritual. La primera es sentir a Cristo vivo, resucitado de entre los muertos. La segunda es sentirse hijo de Dios y, como tal, llamado a compartir con Cristo esa nueva vida. Esto se puede enseñar en catequesis, se puede repetir una y mil veces en las homilías, se puede saber de memoria y repetir cada mañana al levantarnos y cada noche al acostarnos pero lo importante no es que se sepa, sino que se experimente, que se sienta. Hay muchos cristianos a los que no les cuesta nada decir que Dios es su Padre, pero que no se sienten hijos de Dios, ni sienten esa vibración de hijo que, lógicamente, sentimos ante nuestros padres de carne y sangre. Quizás en la catequesis hemos insistido demasiado en la justicia de Dios, o en su grandeza, o en su poder... y lo que hemos conseguido es transmitir a un Dios lejano, distante, inaccesible... Así, ¿quién puede sentirlo como Padre? Lo propio de un padre es la cercanía, la disponibilidad, el tenerlo a nuestro lado, el sentir la seguridad y la confianza que nos transmite... ¿Así sentimos a Dios? Ese fue el afán de Jesús: quiso acercarnos a Dios, facilitarnos el reconocerlo a nuestro lado. El deseo de Jesús no es que sintamos temor ante el poder de Dios, sino paz ante su amor, consuelo ante su cercanía, confianza ante su paternidad. Y no hemos sabido transmitir esta buena noticia. Para transmitir ese mensaje de la paternidad de Dios nos ayudaría ser más comprensivos unos con otros, vivir con menos condenas y con más comprensión. Comprender, ayudar, salvar... ¿Cuándo vamos a entender que los que llamamos «marginados» no necesitan tanto que les recordemos lo que deberían hacer como que son, también ellos, hijos de Dios, igual que la oveja perdida no necesita sermones sino alguien que se arremangue la camisa y se vaya a buscarla, y esté con ella, y la eche sobre sus hombros, y la cuide...? La imagen del pastor y la oveja, que nos trae el Evangelio de este domingo es más que una fuente de inspiración para pintores, o una frase para cierta literatura religiosa. Ser pastor así no es fácil; el buen pastor que da la vida por las ovejas. ¡Casi nada! ¡Dar la vida! Porque pastores, en un momento dado, todos lo somos: de los hijos, de los padres, de los amigos, de los empleados, de los pacientes, de los vecinos. Y el Evangelio es claro: si no somos (pastores) así, somos asalariados, llenos de buenas palabras, de hermosos documentos, sermones, y luego echamos a correr en cuanto viene el lobo, dejando las ovejas a su suerte. ¿A cuántas ovejas hemos abandonado? ¡Si tenemos hasta el valor de llegar a decir: «se lo merece» ¿Eso es ser buen pastor? ¿Qué hacemos con las mujeres que abortan, con las personas homosexuales, con los que dependen del alcohol o la droga, con los emigrantes? De momento, clasificarlos con esa etiqueta, incluso antes de reconocerles la categoría de personas. Los vemos por su peculiaridad antes que por su esencialidad. A veces da la impresión que ser hijos de Dios no es un don que el Padre nos hace, sino un privilegio. Si alguien necesita descubrir que Dios es Padre son, precisamente, los otros, igual que la oveja que necesita que su pastor vaya por ella es la que se ha perdido y no las que se han quedado en el redil; igual que no necesitan de médico los sanos, sino los enfermos[1]. En la primera de las lecturas de hoy dice san Pedro que la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Quizá nosotros seguimos haciendo lo mismo, y desechamos las piedras angulares de nuestra vida, porque desechamos a los pobres, a las ovejas perdidas, sin darnos cuenta que ¡ay! ellos son los que nos ofrecen la posibilidad de ser más humanos, más cercanos, más hermanos • AE




[1] L. Gracieta, Dabar 1994, nº 28


Ya rompe el Día, ya amanece (III Domingo de Pascua, 2018)



Ya rompe el Día, ya amanece,
del árbol cae el dulce fruto,
radiante estalla la Promesa,
ya brota el Hombre del sepulcro.

Rendíos cielos y universo,
gritad, soltad los labios mudos,
montañas, fuentes y caminos:
ya brota el Hombre del sepulcro.

Cansados pies de peregrino
doliente pecho moribundo,
os traigo paz y luz y amor:
ya brota el Hombre del sepulcro.

Vivid, amantes de la vida,
amad, vivientes de este mundo,
bebed del cauce de la roca:
ya brota el Hombre del sepulcro.

Dulzura mía y mi descanso,
Jesús, amor en mis nocturnos,
a ti me arrimo en trance nuevo:
ya brota el Hombre del sepulcro.

Jesús, oh Bello, oh Bueno, oh Santo,
Jesús ungido e incorrupto,
a ti la gloria, a ti el amor,
a ti que brotas del sepulcro. Amén •

P. Rufino María Grández, ofmcap
Logroño, 8 marzo 1993 (para la Pascua, 11 de abril)

Dormir tranquilo (III Domingo de Pascua 2018)



El día toca a su fin, un día de alegrías y trabajos, de ratos de intimidad y ratos de ansiedad, de momentos de impaciencia y momentos de satisfacción. Me quedo solo, dispuesto a volver a ser yo mismo por la noche, y una última oración sube a mis labios antes de cerrar los ojos… En paz me acuesto... y en seguida me duermo. Esta es mi oración, la oración de mi cuerpo cansado después de un día de duro bregar. El sueño es tu bendición nocturna, Señor, porque la paz ha sido tu bendición durante el día, y el sueño desciende sobre el cuerpo cuando la paz anida en el corazón. Me has dado paz durante el día en medio de prisas y presiones, en medio de críticas y envidias, en medio de la responsabilidad del trabajo y el deber de tomar decisiones. Tú, Señor, has puesto en mi corazón más alegría que si abundara en trigo y en vino, y el cuidado que has tenido de mí a lo largo del día me ha preparado tiernamente para el descanso de la noche. Conozco los temores del hombre del desierto al echarse a dormir, el hombre que hizo estos Salmos de su experiencia y de su vida. El miedo del animal salvaje que ataca de noche, del rival sangriento que busca venganza en la oscuridad, de la tribu enemiga que asalta por sorpresa mientras los hombres duermen. Y conozco mis propios temores. El miedo de un nuevo día, el miedo de encontrarme de nuevo cara a cara con la vida, de enfrentarme conmigo mismo en la luz incierta de un nuevo amanecer. Miedo a la oposición, a la competencia, al fracaso; miedo a no poder aguantar el esfuerzo de ser otra vez como debo ser, como me obligan a ser, como otros quieren que yo sea; o, más adentro, miedo a que no sabré sustraerme a la esclavitud de ser lo que otros quieren que yo sea y portarme como quieren que me porte. Miedo a ser yo mismo y miedo a que no me dejen serlo. Al acostarme tengo miedo a no volver a levantarme; y al levantarme siento pánico por tener que enfrentarme una vez más al triste negocio del vivir. Ese es el miedo visceral que pesa sobre mi vida. Su único remedio está en ti, Señor. Tú velas mi sueño y tú guías mis pasos. Tu presencia es mi refugio; tu compañía, mi fortaleza. Por eso puedo caminar con alegría, y ahora, llegada la noche, acostarme con el corazón en paz. En paz me acuesto y en seguida me duermo,  porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo» • Carlos G. Vallés, Busco tu rostro. Orar los Salmos Ed. Sal Terrae, Santander, 1989, p. 16ss.

En la Misa y en la mesa (III Domingo de Pascua, 2018)



La reunión no podía ser mejor: los dos que regresan de Emaús cuentan y cuentan y cuentan y no acaban: aquel caminante, después de explicarles lo del Mesías (tema que emocionaba a cualquier judío) había partido el pan con ellos ¡y entonces lo habían reconocido! ¡Era Jesús!... Bueno, pues a pesar del relato optimista y lleno de detalles, los demás discípulos siguen sin creer, se presenta en medio de ellos Jesús una vez más, y aquella presencia no les da seguridad, ni les quita las dudas. Creen ver un fantasma. No se fían ni de ellos mismos, aunque el evangelista tiene buen cuidado en anotar que no acababan de creer por la alegría[1]… En el evangelio de este domingo, el tercero dentro del tiempo de Pascua, vemos la importancia que supone en la vida de Jesús la comida como signo de fraternidad, como expresión de amistad y ocasión para comunicar su mensaje. Comiendo con publicanos y pecadores Jesús revela para quién ha venido[2]; en una comida acoge aquella mujer, al parecer pecadora, y la defiende[3]; será en otra comida, a la que él se invita, cuando dice que con él entra la salvación en los hogares[4], y en una cena, la cena más entrañable de la historia, adelantará su entrega, la perpetuará en un sacramento, y tendrá para con los suyos las más hondas expansiones, dejando aspectos fundamentales de su mensaje[5]. Y será en varias comidas en las que Jesús se aparecerá a los suyos y los hará partícipes de su Resurrección, de manera que el mismo Pedro lo recordará, años más tarde: Nosotros, que comimos y bebimos con él después que resucitó de entre los muertos[6]. Jesús les pide de comer a los apóstoles, y lo hace delante de ellos para fortalecer su fe, para quitar sus miedos, para hacerles partícipes de su paz. La sencillez, la cercanía, el diálogo, la fraternidad, ¡y una buena comida! son en Jesús signos de una vida nueva •AE


[1]Lc 24, 41.
[2] Cfr. Id 5, 32.
[3]Cfr. Mt, 26, 7-10; Mc 14, 3-9; Jn 12, 1-8.
[4] Cfr. Lc 19, 1-10.  
[5] Mt, 26, 26-29; Mc 14, 22-25; LC 22, 22-23.
[6] Hech 10, 41.

Del grito a la risa (II Domingo de Pascua 2018)



Inclinó al fin su cabeza,
rota en grito la Palabra;
hubo llantos y lamentos
de la tarde a la mañana.
¡Qué silencio y qué vacío
por la Palabra enterrada!
Todo aquel día de sábado
fue silencio y esperanza.

Y a la mañana siguiente,
primera de la semana,
la Palabra se convierte
en risa resucitada.
Es risa de primavera,
es risa que se regala,
Es risa que no termina,
es risa que vive y habla.
Todo se llena de risa,
todo se estremece y canta;
aquel grito del Calvario
es ya risa prolongada.

Se acabaron las tristezas,
las tristes muertes del alma;
hay un rostro que sonríe
y va sembrando esperanzas.
No llores ya, Magdalena,
buscando lo que más amas:
es hortelano que ríe:
una risa que no acaba.

No llores más, Pedro amigo,
recordando las tres faltas
ahora está junto a ti
el que es risa soberana,
y tan sólo te pregunta
si le quieres, si le amas,
y solamente te pide
reír con todas tus ganas.

No estéis tristes peregrinos
de Emaús o de cualquier patria:
Alguien sale a vuestro encuentro
y su risa es una llama;
siempre se deja invitar
cuando la tarde se acaba
y cuando parte su pan
de risa a todos contagia.

Parte tu pan conmigo,
Amigo mío del alma,
colorea con tu risa
los rincones de mi casa;
y que la risa florezca
y que fluya como el agua;
y los grupos resuciten
en risas multiplicadas •

El gemelo que no creía (II Domingo de Pascua 2018)




El evangelio llama a Tomás dídimo –el gemelo- nosotros lo conocemos como el incrédulo[1]. Aquel hombre tiene dificultad para creer que Jesús ha resucitado, es una verdad de tal magnitud y de tantas implicaciones, que él no alcanza a aceptarla. Bien por temor o bien por la inmensa alegría que le producía, no cree, y así lo dice. Sin embargo, al regresar el Señor y presentarse nuevamente delante de sus amigos Tomás comprende que aquel que esta frente a Él no es un simple hombre sino el Mesías mismo, el Cristo resucitado que no muere más. Y esa experiencia de Tomás que nosotros podemos vivir, si queremos, todos los domingos en la Eucaristía, es como la gasolina que necesitamos –pa entendernos- para asumir nuestro compromiso cristiano de todos los días, porque quien no comprende quién es Cristo y qué ha hecho por él, no puede comprometerse realmente, y la fe se vuelve entonces una cuestión prescindible. Sin embargo quien se sabe salvado de la muerte eterna no se puede sino cantar las misericordias de Dios, que nos ama desde que éramos pecadores y nos envía a su Hijo para perdonar nuestros pecados[2]. Es así que Tomás cambió, no fue el mismo después de encontrarse cara a cara con el Señor. Tomás se volvió un apóstol convencido y salió del cenáculo para anunciar a Cristo a todo el que quería escucharle… ¡Qué grande necesidad tenemos de hacer esta experiencia de Tomás! Cuando Maximiliano Kolbe se encontraba de pie ante los oficiales nazis y veía cómo condenaban a muerte a un padre de familia a morir, su corazón no se paralizó sino entendió que debía dar su vida como Cristo la había dado por él[3]. Hoy, segundo domingo de Pascua, domingo de la divina misericordia podríamos preguntarnos hasta dónde llega nuestra fe y nuestro compromiso, y qué estamos haciendo por poner a los demás delante del Señor resucitado • AE



[1]Cfr. Jn 20, 24.
[2]Cfr. Sal 88.
[3] El Padre Maximiliano María Kolbe (1894 - 1941) fue un sacerdote franciscano conventual polaco asesinado por los nazis en el campo de concentración Auschwitz durante la Segunda Guerra Mundial. Fue un gran propagador de la devoción al Inmaculado Corazón de María.