Qué irradia tu ser divino
por tu santa humanidad?
Tu enseñanza es la verdad;
tu gracia, nuestro camino.

Santo de Dios, Vencedor
que anula a todo enemigo;
cae al abismo el temido,
aherrojado y convicto.
Tú eres la fuerza del Padre,
nosotros, tus redimidos;
Tú eres el hijo y hermano,
contigo, nosotros hijos.

Tu palabra es creadora,
como lo fuera al principio;
la nada se hizo obediencia
cuando Dios lo quiso y dijo.
Un poseso encadenado
clava en ti su angustia y grito,
y el espíritu en derrota
huyó con un alarido.

Tú eres paz de la victoria,
libertad de poseídos,
arco de nuestra esperanza,
inicio del Paraíso.
Yo anhelo la paz ganada
en el pascual sacrificio,
yo quiero tener por siempre,
yo, pobre, la paz de Cristo.

Jesús de mi intimidad,
fragor y descanso íntimo,
sin saber, sin entender,
gozo el don al que yo aspiro.
Concédeme el siempre estar,
vengan cual vengan los ruidos;
eres el tú de mi vida,
y yo, siervo, soy contigo. Amén

 . . . 


P. Rufino Mª Grández, ofmcap. La escena que abre la actividad de Jesús, después de la elección de los primeros apóstoles del Reino, es la confrontación entre el Santo de Dios y un poseído. Jesús es el Vencedor, que puede decir: “¡Cállate y sal de él!”. La caída del imperio que había dominado a los hombres es estruendosa, sin ningunas paces, sin ningunas componendas. Jesús, que es la gracia de Dios, es la victoria de Dios. Y esta victoria se llama el Evangelio, la enseñanzas de Jesús, “una enseñanza nuevas expuesta con autoridad. Incluso manda a los espíritus inmundo y le obedecen” (v. 27). Domingo IV ciclo B. 

Descansar.. ¡en Tí!


No entrarán en mi descanso. Canta el salmista éste domingo. Estas son de las palabras más temibles que jamás te he escuchado, Señor. La prohibición de entrar en tu descanso. Pienso en la belleza y la profundidad de la palabra «descanso» cuando se aplica a ti, y comienzo a comprender la desgracia que será quedar excluido de él. Tu descanso es tu divina satisfacción al acabar la creación de cielos y tierra con el hombre y la mujer en ellos, tu mandamiento del sábado de alegría y liturgia en medio de una vida de trabajo, tu eternidad en la gloria bendita de tu ser para siempre. Tu descanso es lo mejor que tienes, lo mejor que eres, el ocio de la existencia, la benevolencia de tu gracia, la celebración de tu esencia en medio de tu creación. Tu descanso es tu sonrisa, tu amistad, tu perdón. Y ahora las puertas de tu descanso se me abren a mí. Me llaman a tomar parte en las vacaciones eternas. Me invitan al cielo. Me llevan a descansar para siempre. Un descanso tan enorme que uno tiene que «entrar» en él. Me rodea, me posee, me llena con su dicha. Veo enseguida que ese descanso es lo que ha de ser mi destino foral, palabra casera y divina al mismo tiempo para expresar el fin último de mi vida: descansar contigo. Ahora he de entrenarme en esta vida para el descanso que me espera en la siguiente. Quiero entrar ya, en promesa y en espíritu, en el divino descanso que un día ha de ser mío a tu lado. Quiero aprender a descansar aquí, a relajarme, a encontrarme a gusto, a dominar las prisas, a evitar tensiones, a vivir en paz. Pido para mí todo eso como anticipo de tu bendición venidera, como fianza en la tierra de tu descanso eterno en el cielo. Quiero ir ya reflejando ahora en mi conducta, mi lenguaje, mi rostro, la esperanza de ese descanso esencial que le traerá a mi alma y a mi cuerpo la felicidad definitiva en la paz perpetua. ¿Cuántos años me quedan a mí, Señor? ¿Cuántas oportunidades aún, cuántas dudas, cuántas Masás y Meribás en mi vida? Tú conoces bien los nombres de mi geografía privada; tú recuerdas mis infidelidades y te resientes por mi tozudez. Hazme dócil, Señor. Hazme entender, hazme aceptar, hazme creer. Hazme ver que la manera de llegar a tu descanso es confiar en ti, fiarme en todo de ti, poner mi vida entera en tus manos con despreocupación y alegría. Entonces podré vivir sin ansiedad y morir tranquilo en tus brazos para entrar en tu paz para siempre. Que así sea, Señor[1]



[1] C. G. Vallés, Busco tu rostro. Orar con los salmos, Ed. Paulinas y Ed. Sal Terrae,  Santander, 1989.

Galletas, exégesis y catequésis (IV Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo B)


El Señor no era lo que hoy diríamos un exégeta, es decir, alguien especializado en comentar la Escritura. Su palabra clara, directa, auténtica, tenía otra fuerza, diferente, y que el pueblo supo inmediatamente percibir. El de hoy no es un discurso sin más, y tampoco una instrucción. Su palabra es una llamada, un mensaje vivo que provoca impacto y se abre camino en lo más hondo de quienes lo escuchan. El pueblo queda asombrado porque no enseña como los letrados sino con autoridad. Esta autoridad no está ligada a ningún título o poder social. No proviene tampoco de las ideas que expone o la doctrina que enseña. La fuerza de su palabra es él mismo, su persona, su espíritu, su libertad. Jesús no es «un vendedor de ideologías» ni un repetidor de lecciones aprendidas de antemano. Es un maestro de vida que pone a quien lo escucha delante de las cuestiones más decisivas y vitales. Es alguien que enseña a vivir. Hoy por hoy las nuevas generaciones no encuentran maestros de vida a quienes escuchar. ¿Quiénes son sus modelos? ¿Qué autoridad pueden tener las palabras de muchos políticos, dirigentes o responsables civiles y religiosos, si no están acompañadas de un testimonio claro de honestidad y responsabilidad personal? Además ¿qué vida pueden encontrar nuestros jóvenes en una enseñanza mutilada, que proporciona datos, cifras y códigos, pero no ofrece respuesta alguna a las cuestiones más inquietantes del corazón humano? Difícilmente ayudará a crecer a los alumnos una enseñanza reducida a información científica en la que el profesor puede ser sustituido por una computadora y un libro por una tableta electrónica. Hoy más que nunca necesitamos profesores de existencia, hombres y mujeres que enseñen el arte de abrir los ojos, maravillarse ante la vida e interrogarse con sencillez por el sentido último de todo. Maestros que, con su testimonio personal de vida, siembren inquietud, contagien vida y ayuden a plantearse preguntas y a encontrar respuestas. Tengo una gran amiga que vive en un país lejano donde el cristianismo aún es perseguido, y cuestionado y se va abriendo paso entre sus miles de millones de habitantes, con mucho esfuerzo. Ella es catequista y chef. Y con sus palabras y sus galletas pone enfrente de los pequeños las verdades de la fe y los anima a que se hagan preguntas ¡maravilloso testimonio! A. Robin escribía hace no mucho tiempo: «Se suprimirá la fe en nombre de la luz; después se suprimirá la luz. Se suprimirá el alma en nombre de la razón; después se suprimirá la razón. Se suprimirá la caridad en nombre de la justicia; después se suprimirá la justicia. Se suprimirá el espíritu de verdad en nombre del espíritu crítico; después se suprimirá el espíritu crítico». ¿Hacia allá vamos? El Evangelio no es algo inútil o prescindible, en realidad es, para una sociedad que corre el riesgo de caminar por esos caminos, la brújula que guía, la luz que ilumina, el fuego que calienta, la paz que sana. Y que alegra[1]



[1] J. A. Pagola, Buenas Noticias, Navarra  1985, p. 187 ss.

El profeta caprichoso y obediente (III Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo B).


Levántate y vete a Nínive, la gran capital, para anunciar ahí el mensaje que te voy a indicar[1]. Así comienza el libro de Jonás, y él se resiste y huye del rostro de Dios, incluso se embarca para irse lo más lejos posible. Pero Dios persigue a su profeta y Jonás vuelve al camino que Dios le señala. ¿Qué palabra es esa que Dios dirige, que levanta al profeta y éste proclama? Es la palabra de Dios, no la de Jonás. Es una fuerza y no sólo una frase, una verdad. Domingo a domingo la Palabra nos compromete y nos saca de nuestra rutina, nos echa en cara nuestro pecado y nos invita a cambiar de vida. Hoy nuestras ciudades están como construidas para huir de Dios y desentenderse del prójimo: grandes centros comerciales, bardas altas, clubes exclusivos. El que trabaja lo hace para vivir mejor, para consumir, y el que todavía no puede comprar lo que desea; nos pasamos los días soñando con la manera de tener más. La meta de las aspiraciones humanas pareciera ser la de escalar la montaña de los productos del mundo moderno, y qué curioso: el hombre primitivo veía en la montaña un símbolo de la divinidad, el hombre desacralizado de nuestros días se maravilla ante otras montañas, las de las cosas y el poder ¿Quién encenderá el fuego del espíritu dentro de nosotros y nos librará de éste deseo de producir y consumir? ¿Cómo comprender que hay cimas mucho más altas que el simple desarrollo económico? Sólo la Palabra de Dios puede iniciar el milagro. Cualquier otra palabra es paja que se lleva el viento. Detrás de una civilización de consumo está el Reino de Dios, el reino de la paz verdadera, de la justicia y de la libertad. NI la paz, ni la justicia, ni la libertad son posibles sin una vida en la que haya desprendimiento. Desprendimiento, palabra dura, incómoda y a la que le sacamos la vuelta. La vida es corta (…) los que compran, como si no compraran, los que disfrutan del mundo como si no disfrutaran de él[2]. El desprendimiento nos devuelve la paz porque nos ayuda a moderar el deseo de poseer, nos abre los ojos para ver las necesidades del prójimo y nos hace libres de esas cadenas que nos atan a las exigencias, a las cosas del mundo. La Palabra de Dios también nos llama a penitencia, a renovar la mente y el corazón, a superar la mentalidad de consumidores y descubrir de nuevo la vocación con la que hemos sido llamados para entrar en el Reino de Dios. El Reino de Dios es de los pobres[3], nos recuerda Jesús. Con menos en la maleta podemos seguir más fácilmente a Jesús que no tenía donde reposar la cabeza[4]. Los hijos de Zebedeo tenían aquellas redes y aquella barca, era pequeña empresa, sin embargo al escuchar la llamada del Señor lo dejaron todo y lo siguieron, convirtiéndose en pescadores de hombres[5]. Hoy la invitación es la misma: salir de nuestra estupidez, vivir la vida, descubrir al prójimo, vaciar la mochila de los tilichitos de aqui abajo, y llenarla con la alegre esperanza del Reino de Dios • AE



[1] Jon 1, 1-2
[2] Cfr. 1 Cor 7, 29-31.
[3] Cfr. Mt 5, 3-11.
[4] Mt 8,20.
[5] Cfr. Mc 1, 14-20. 

Tu ternura y tu misericordia (Salmo 24)


Señor, enséñame tus caminos,
instrúyeme en tus sendas.
Haz que camine con lealtad;
enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador.

Recuerda, Señor, que tu ternura
y tu misericordia son eternas;
acuérdate de mí con misericordia,
por tu bondad, Señor.

El Señor es bueno y es recto.
y enseña el camino a los pecadores;
hace caminar a los humildes con rectitud,
enseña su camino a los humildes.

¿Caes en la cuenta, Señor, de lo que te sucederá a ti si tú me fallas y yo quedo avergonzado? Con derecho o sin él, pero llevo tu nombre y te represento ante la sociedad, de modo que, si mi reputación se va, se irá la tuya junto con la mía. Estamos unidos. He dicho a otros que tú eres el que nunca fallas. ¿Qué dirán si ven ahora que me has fallado a mí? He proclamado con plena confianza: ¡Jesús nunca decepciona! ¿Y me vas a decepcionar a mí ahora? Sé que mis pecados están de por medio y lo estropean todo. Por eso ruego: No te acuerdes de los pecados ni de las maldades de mi juventud; acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor. Por el honor de tu nombre, Señor, perdona mis culpas, que son muchas. No te fijes en mis maldades, sino en la confianza que siento en ti. Sobre esa confianza he basado toda mi vida. Por esa confianza puedo hablar y obrar y vivir. La confianza de que tú nunca me has de fallar. Esa es mi fe. Tú no le fallas a nadie. Tú no permitirás que yo quede avergonzado. Sé que tus miras son de largo alcance, pero las mías son cortas, Señor, y mi medida paciencia exige una rápida solución cuando tú estás trazando tranquilamente un plan muy a la larga. Tenemos horarios distintos, Señor, y mi calendario no encaja en tu eternidad. Estoy dispuesto a esperar, a acomodarme a tus horas y seguir tus pasos. Pero no olvides que mis días son limitados, y mis horas breves. Responde a mi confianza y redime mi fe. Dame signos de tu presencia para que mi fe se fortalezca y mis palabras resulten verdaderas. Muestra en mi vida que tú nunca fallas a quienes se entregan a ti, para que pueda yo vivir en plenitud esa confianza y la proclame con convicción que Dios nunca le falla a su Pueblo y que pos que esperan en ti no quedan defraudados[1]


[1] C. G. Vallés, Busco tu rostro. Orar con los salmos, Ed. Sal Terrae, Santander, p. 50ss.

¡Tú!


Tú has venido a la orilla,
no has buscado ni a sabios ni a ricos.
Tan sólo quieres que yo te siga.

Señor, me has mirado a los ojos,
sonriendo has dicho mi nombre.
En la arena he dejado mi barca:
junto a Ti buscaré otro mar.

Tú sabes bien lo que tengo,
en mi barca no hay oro ni espadas,
tan sólo redes y mi trabajo.

Tú necesitas mis manos,
mi cansancio que a otros descanse,
amor que quiera seguir amando.

Tú, pescador de otros mares,
ansia eterna de almas que esperan.

Amigo bueno que así te llaman •