Jueves Santo de la Cena del Señor (2018)



El Jueves Santo la liturgia de la Iglesia se detiene con especial cariño a contemplar el misterio de la Eucaristía y el del sacerdocio ministerial que, personalmente, también me parece muy muy (sic) misterioso. En estos dieciocho años que llevo caminando éstos caminos del Señor siempre me he sentido especialmente identificado con aquellos que tienen una fe diferente a la mía, y con aquellos que no tienen fe. Sobre todo con aquellos que dicen no creer en los sacerdotes, los mismos que se quedan extrañados cuando les digo que yo –sacerdote- tampoco creo en los sacerdotes. Al llegar ahi es cuando les pido que me dejen explicarme bien. Los sacerdotes no aparecemos por ningún lugar en la Profesión de Fe, ni siquiera en sus formas más antiguas[1]; además no hay texto alguno del Magisterio que obligue a los fieles a creer en la persona de los sacerdotes, de los obispos o del Papa. Los católicos creemos en Dios –Padre, Hijo y Espíritu Santo-, creemos también en la Iglesia, y dentro de ella, en el sacerdocio, pero jamás nadie nos obligará a creer en ningún sacerdote en particular. En la Iglesia, los sacerdotes somos una parte importante, servimos nada más y nada menos que para repartir la Palabra de Dios y para hacer presente a Jesucristo en medio de la comunidad. Pero somos importantes porque hablamos de Cristo o porque traemos a Cristo al altar. Un sacerdote vale tanto como el cristal del vaso donde se bebe agua. Cuando bebemos un vaso de agua digo que bebo un vaso de agua, pero en realidad lo que bebo no es el vaso, sino el agua. El vaso es lo que ha sido útil para beber el agua, ya que sin él, el agua se habría derramado. El vaso es algo que, después de ser útil, se deja de lado porque ya ha cumplido su misión. Con nosotros, los sacerdotes, sucede lo mismo. Lo importante –creo- es poner al Señor en el centro, y allá, en un lugar adecuado, los sacerdotes, siendo útiles en tanto en cuanto ayudamos a la gente a llegar hasta el Señor.  ¿Estoy despreciando el sacerdocio ministerial? Idiota sería si lo hiciera, después de haber dedicado lo que va de mi vida a serlo lo mejor que he sabido. Me muy siento contento y muy agradecido por el don de mi sacerdocio, y al mismo tiempo avergonzado de serlo tan mediocre y de haber cometido docenas de imprudencias en mi camino ministerial pero feliz de serlo pues no hay misión mejor en esta vida que mostrar a los demás el camino por el que se va a Jesús. Y si alguien descubre dentro de sí esa llamada, que se considere feliz y afortunado. Con todo esto lo que quiero decir es que no se debe confundir la mano que señala el camino hacia Jesús con Jesús mismo. Alguien ha dicho que los sacerdotes somos como esos letreros que en las carreteras, dicen: Sebastopol, ciento cuarenta kilómetros. Señalan por dónde se va a Sebastopol, pero ellos mismos no van. ¿También los sacerdotes señalamos el camino por el que se va a Cristo, pero luego somos tan cobardes que no vamos hacía él? Sí, sucede ¡cuántos pecados tenemos! Pero lo importante de la señal en una carretera es que señale bien la dirección. El error sería sentarse encima de ese letrero en lugar de seguir la dirección que marca. En el día en que celebramos la institución de la Eucaristía y el Orden Sacerdotal, suba nuestra oración a Dios Padre en acción de gracias como el incienso del altar, y descienda sobre cada uno de nosotros, sus sacerdotes su misericordia, de manera que cada día nos parezcamos un poquito más a su hijo Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote •




[1] Símbolo de San Epifanio, Fórmula de “Clemente Trinidad”, Símbolo del Concilio de Toledo del año 400, Símbolo “quicumque”, etc. Cfr. Denzinger nn. 1-39.


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