¡Mi alma está sedienta de Ti!


Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, 
mi alma está sedienta de ti; 
mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, 
agostada, sin agua
¡Cómo te contemplaba en el santuario 
viendo tu fuerza y tu gloria!
(Salmo 62) 


Esa es la palabra, clara y única, que define el estado de mi alma, Señor: sed. Sed física, casi animal, que quema mis entrañas y apergamina mi garganta. La sed del desierto, de las arenas secas y el sol ardiente, de dunas y espejismos, de yermos sin fin y cielos sin misericordia. La sed que se impone a todos los demás deseos y se adelanta a toda otra necesidad. La sed que necesita el trago de agua para vivir, para subsistir, para devolver los sentidos al cuerpo y la paz al alma. La sed que moviliza cada célula y cada miembro y cada pensamiento para buscar el próximo oasis y llegar a él antes de que la vida misma se queme en el cuerpo. Tal es mi deseo por ti, Señor. Sed en el cuerpo y en el alma. Sed de tu presencia, de tu visión, de tu amor. Sed de ti. Sed de las aguas de la vida, que son las únicas que pueden traer el descanso a mi alma reseca. Aguas saltarinas en medio del desierto, milagro de luz y frescura, arroyos de alegría, juego transparente de olas que cantan y corrientes que bailan sobre la tierra seca y las piedras inertes. Resplandor en la noche y melodía en el silencio. Te deseo y te amo. En ti espero y en ti descanso. Aumenta mi sed, Señor, para que yo intensifique mi búsqueda de las fuentes de la vida • Carlos G. Vallés (Busco tu rostro. Orar los Salmos, Ed. Sal Terrae, Santander, 1989, p. 118)

Renuncias, fidelidades e imperfecciones


Nuestro querido Pedro que el pasado domingo era la roca sobre la que el Señor edifica la Iglesia, recibe hoy un duro reproche. Es la crisis de Pedro y también la de todo cristiano. También la crisis de la Iglesia ante la dura realidad del camino Señor a veces tan cuesta arriba. El domingo pasado Pedro entendía mucho y hoy no entiende nada[1]. Lo mismo nos pasa a nosotros: no comprendemos que el camino del amor es el único camino para los que decimos seguir a Jesús; y que hemos de estar preparados para dar hasta dar la vida, si es preciso. Qué duda cabe: la actitud de Pedro y la nuestra es está hecha de aciertos y desaciertos, de luz y de oscuridad, de aceptación dócil y alegre del misterio que envuelve nuestra vida y la de los demás, pero también de rebelión ante a la voluntad de Dios cuando sus caminos no coinciden del todo con los nuestros ¡Menos mal que lo que cuenta es saberlo reconocer y continuar con esperanza! Seguir a Jesús supone haber hecho una serie de opciones y rupturas: haber escogido esto y haber renunciado a aquello, #lasdecalylasdearena. Por eso buena cosa es revisar la propia vida de vez en cuando para ver si se va pareciendo a una alfombra o un tapiz tejidos de renuncias y fidelidades y también de imperfecciones. Nuestra vida no está hecha para ser guardada sino para ser entregada, de golpe o poco a poco. Seguir a Jesús es preguntarse muchas veces: ¿qué haría el Señor en mi lugar? ¿Cuál sería su respuesta ante este hecho o delante de esta situación? Lo que salva o condena no es el hecho de pertenecer a un grupo, sino la respuesta sincera y amorosa a la propia conciencia, que en nuestro caso está enriquecida e iluminada por la fe cristiana[2]. Esta es la gran paradoja anunciada y vivida por Jesús: la Vida es fruto de la muerte; no solamente en el último día, sino cada día. Por eso es preciso perderla para encontrarla; es preciso que pase por Jesús y su Evangelio, para nos sea devuelta con olor de eternidad. Porque la vida nos es dada y la merecemos dándola; porque perder es ganar, porque el Señor, con su vida, con todos sus momentos pero sobre todo con su muerte en la cruz, nos dice que amar es dejarse vencer por el amor[3] • AE


[1] Cfr. Mt 16, 13-20.
[2] Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Lumen Gentium, n. 16.
[3] P. Vivo, Misa Dominical, 198, 1.

¡Simón iluminado!


 Dichoso tú, Simón, iluminado,
que nadie te lo dijo;
que solo Dios, mi Padre, por amor,
te abrió mi intimidad como Él lo quiso.

Que no es Filosofía conocerme,
ni alto raciocinio;
que no es conquista, afán de pensadores,
ni creación del fondo de mí mismo.

Que Dios es gracia y toque de amadores
al corazón de un niño;
que Dios es humildad y encarnación,
y en ese rumbo corre su camino.

Que Dios es la inmanencia de quien ora
amante y compungido;
mi Dios es su visita, su caricia,
su ternura en mi pecho, adormecido.

Que Dios es su silencio rumoroso
al par de mi latido,
el eco de si mismo redoblado
que suena y suena cuando yo me olvido.

Dichoso tú, Simón, que me enalteces,
y me has llamado el Hijo;
la Iglesia se sustenta en esa fe
tan frágil y tan fuerte por los siglos.

¡Jesús, el encontrado y confesado,
que habitas en lo íntimo,
impera y resplandece, Dios excelso,
y abrásanos en el candor divino! Amén •

P. Rufino Mª Grández, ofmcap.

 Puebla, 18 agosto 2011. 

¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y cara eternidad!


Fray Filippo Lippi, La vision de San Agustin (circa 1452) , 
tempera sobre madera, colección de la princesa de Oldenburg, Petrogrado (Rusia). 
...
Habiéndome convencido de que debía volver a mí mismo, penetré en mi interior, siendo tú mi guía, y ello me fue posible porque tú, Señor, me socorriste. Entré, y vi con los ojos de mi alma, de un modo u otro, por encima de la capacidad de estos mismos ojos, por encima de mi mente, una luz inconmutable; no esta luz ordinaria y visible a cualquier hombre, por intensa y clara que fuese y que lo llenara todo con su magnitud. Se trataba de una luz completamente distinta. Ni estaba por encima de mi mente, como el aceite sobre el agua o como el cielo sobre la tierra, sino que estaba en lo más alto, ya que ella fue quien me hizo, y yo estaba en lo más bajo, porque fui hecho por ella. La conoce el que conoce la verdad.

¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y cara eternidad! Tú eres mi Dios, por ti suspiro día y noche. Y, cuando te conocí por vez primera, fuiste tú quien me elevó hacia ti, para hacerme ver que había algo que ver y que yo no era aún capaz de verlo. Y fortaleciste la debilidad de mi mirada irradiando con fuerza sobre mí, y me estremecí de amor y de temor; y me di cuenta de la gran distancia que me separaba de ti, por la gran desemejanza que hay entre tú y yo, como si oyera tu voz que me decía desde arriba: «Soy alimento de adultos: crece, y podrás comerme. Y no me transformarás en substancia tuya, como sucede con la comida corporal, sino que tú te transformarás en mí».

Y yo buscaba el camino para adquirir un vigor que me hiciera capaz de gozar de ti, y no lo encontraba, hasta que me abracé al mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, el que está por encima de todo, Dios bendito por los siglos, que me llamaba y me decía: Yo soy el camino de la verdad, y la vida, y el que mezcla aquel alimento, que yo no podía asimilar, con la carne, ya que la Palabra se hizo carne, para que, en atención a nuestro estado de infancia, se convirtiera en leche tu sabiduría por la que creaste todas las cosas.

¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de tí aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti[1].



[1] San Agustin, las Confesiones, Libro 7, 10. 18, 27.

Velando y desvelando.


Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo? Aquella pregunta recorre roda la historia y se nos pone delante a los cristianos. Pregunta que no es sencillo responder con sinceridad. ¿Quién es Jesús para nosotros? Su persona nos llega a través de veinte siglos de imágenes, fórmulas, experiencias, interpretaciones culturales... ¡tantas cosas! que van al mismo tiempo velando y desvelando su riqueza que no termina. Pero, además, cada uno de nosotros vamos revistiendo a Jesús de lo que nosotros somos y proyectamos en él nuestros deseos, aspiraciones, intereses y limitaciones. Casi sin darnos cuenta empequeñecemos y desfiguramos al Señor incluso cuando tratamos de exaltarlo. Pero Jesús sigue vivo. Los cristianos no lo hemos podido disecar con nuestra mediocridad. Y tampoco permite que lo disfracemos. Ni se deja etiquetar ni reducir a unos ritos, unas fórmulas, unas costumbres. Jesús está vivo; él siempre desconcierta a quien se acerca a él con un corazón abierto y sincero y se nos muestra distinto de lo que esperábamos. Siempre abre nuevos caminos en nuestra vida, rompe nuestros esquemas y nos empuja a una vida nueva. Cuanto más intentamos conocerlo más nos damos cuenta que apenas empezamos a descubrirlo. Seguir a Jesús es avanzar siempre, no sentarnos en la salita de esta monísima a ver la vida pasar; es crear, construir, crecer[1]. Percibimos en él una entrega a los hombres que confronta nuestro egoísmo. Una pasión por la justicia que sacude todas nuestras seguridades, privilegios y comodidad. Una ternura y una búsqueda de reconciliación y perdón que deja al descubierto nuestro corazón ¡ay a veces tan duro! Una libertad que rasga nuestras mil esclavitudes y servidumbres. A Jesús lo iremos conociendo en la medida en que nos entreguemos a él. Diariamente. Sólo hay un camino para ahondar en su misterio: leer el evangelio despacio, y seguirlo. Seguirlo humildemente en sus pasos; con nuestro mejor esfuerzo, conscientes de que llevamos éste tesoro en vasos de barro[2]. Seguir a Jesús y saber decir quién es él para nosotros es abrirnos al Padre, mirar la vida con los ojos del Señor, compartir su destino doloroso, esperar su resurrección[3]. Seguir a Jesús es también y más, orar. Orar siempre. Orar muchas veces, siempre desde el fondo de nuestro corazón, con las palabras del padre del muchacho enfermo: Creo, Señor; ayuda mi incredulidad[4], o con las que el Espíritu, que sopla donde quiere y cuando quiere, ponga en nuestro corazón[5] • AE


[1] J. A. Pagola, Buenas Noticias, Navarra, 1985, p. 103 ss.
[2] Cfr. 2 Cor, 4,7.
[3] Cfr. Fil 2, 5.
[4] Mc 9, 24
[5] Cfr. Jn 3,8. 

¡Qué grande es tu fe, mujer!


¡Qué grande es tu fe, mujer,
que en tu pecho Dios sembró,
y cuánto me gozo yo
de verla así florecer!

Don para todas las gentes
es la fe que Dios regala,
y a toda nación iguala
haciendo hijos creyentes.
Y una mujer se adelanta,
primicia de las naciones,
que el amor tiene razones
y halla voz en la garganta.

Tienes, razón, mi Señor,
si quieres no hacerme caso,
mas no pido pan ni vaso,
indigna de tanto honor.
Yo pido solo migajas
que se echan a los perritos,
pido tus ojos benditos,
que me mires, si te abajas.

¡Qué palabras cual saeta
que llega a mi corazón!:
soy tu banquete, dispón
y queda de Dios repleta.
Llégate a mi intimidad,
que pronto la has percibido,
y no salgas de este nido,
que es tu casa de verdad.

Y la fe la hizo feliz
y vio cumplido el deseo;
yo contemplo y saboreo
y quiero ser su aprendiz.
Sin retorno en ti confío,
Jesús, por ser tú quien eres,
tú colmas todos los seres,
cólmame el anhelo mío. Amén •

P. Rufino Mª Grández, ofmcap.

Puebla, 10 agosto 2011

Ente el ruido y el aturdimiento.


Difícil esto de entender la actitud del Señor con ésta mujer cananea. Estamos acostumbrados a un Jesús tierno y cercano que casi siempre se adelanta a las necesidades de los que se le cruzan por el camino. Hoy encontramos a una mujer que pide a Jesús algo pero no para ella sino para alguien a quien quería más que a ella misma: su hija. Jesús sin embargo se resiste, y se resiste duramente, o al menos así parece, se resiste hasta arrancar del corazón de aquella madre una de las más preciosas oraciones que recoge el Evangelio[1]. Tan preciosa que venció totalmente el corazón del Señor. Fue así que llegó el milagro. A lo largo de la vida hemos sentido eso que alguien llamo “el silencio de Dios”: Situaciones inexplicables, incomprensibles, que aparentemente no tienen respuesta [mientras escribimos esto son ya trece las personas muertas por un atentado terrorista en las calles de Barcelona, en España]. A veces nos sentimos como  debió sentirse aquella cananea: rechazados, excluidos. Pero hay que saber ir más allá, y perseverar en la oración ¡Qué bueno es orar! Hoy también. En medio del trabajo, de la prisa; entre el ruido y el aturdimiento, a pesar de las muchas cosas que hay que hacer, por encima de los compromisos sociales y de las diversiones; en los días hábiles y en los de descanso, en el campo y en la ciudad, en casa y en  la parroquia, ¡qué bueno encontrar sitio y un momento para hablar con Él! Los cristianos no podemos existir sin esos momentos de intimidad sincera, calmada y reconfortante, igual que cualquier ser humano apenas puede entenderse sin esos momentos de conversación sincera, pausada y  reconfortante con los otros hombres y, sobre todo, con aquéllos con los que comparte  ilusiones y proyectos. ¿Es posible imaginar a unos novios que no hablasen nunca, o matrimonios que no tengan nada que decirse? ¿Hay amigos que no tengan frecuentes y largas conversaciones? Si el hombre no habla con aquéllos que le rodean y, sobre todo, con aquéllos con los que comparte su vida, es que está perdiendo una de sus más preciosas facultades y está fabricándose un mundo de  soledad y de angustia. Los cristianos tenemos un Dios personal con el que compartimos la vida, con todas sus ilusiones y sus decepciones, un Dios con el que hablamos, con el que contamos, a quien pedimos, como la cananea. Dios y el cristiano son dos amigos que entretejen juntos cada día y repasan juntos cada acontecimiento. Y esto no puede hacerse sin orar. Hoy más que nunca debemos reconquistar en nuestra vida el tiempo y el espacio para la oración, para un encuentro amoroso con Dios; un momento en el que repasemos con Él nuestro modo de entender la vida, nuestro modo de realizarla; nuestras opiniones…nuestro ¡todo! La oración es el momento de acercarnos a su fuerza, a su bondad, a su misericordia, para hacernos poco a poco semejantes a Él. En este vértigo que nos rodea a todos, en la época del ruido y la velocidad, triste cosa es la pérdida del sentido de lo sagrado, el espacio de oración. Pidamos este domingo que Él nos regale el deseo de ponernos en contacto con Él para encontrar la respuesta a lo que pedimos y a  lo que necesitamos en cada momento de esta vida • AE





[1] Cfr. Mt 15, 21-28. 

La dormición de la Virgen María


Sólo la Niña aquella, la Niña inmaculada,
la Madre que del hijo recibió su hermosura,
la Virgen que le dice a su Creador criatura,
sólo esa Niña bella al cielo fue elevada.

Los luceros formaron innumerables filas,
tapizaron las nubes el cielo en su grandeza;
y aquella Niña dulce de sin igual belleza
llenaba todo el cielo con sus claras pupilas.

Nuestro barro pequeño, de nostalgia extasiado,
ardientemente quiere subir un día cualquiera
al cielo, donde el barro de nuestra Niña espera
purificar en gracia nuestro barro manchado. Amén •


Himno del Oficio de Laudes de la Liturgia de las Horas

Promesa y esperanza nuestra.

Miguel Cabrera, Virgen del Apocalipsis (1750), óleo sobre tela, 
Museo Nacional de Arte, Ciudad de México
...

Apareció entonces en el cielo una figura prodigiosa… ¿Por qué la liturgia nos pone delante un texto de Apocalipsis para celebrar la Asunción de la Virgen? Quizá porque el último libro de la Sagrada Escritura tiene más que ver con la esperanza que con la desesperación. En medio de los rayos y truenos y tormentas formidables de los que habla san Juan, aparece en el cielo una señal prodigiosa, un rayo de esperanza. Y es que la palabra de Dios, desde el libro del Génesis hasta el Apocalipsis, es promesa y es esperanza. El final es luz y claridad, victoria y, por tanto, esperanza para sostener la paciencia. El libro del Apocalipsis descubre en el fin de los tiempos lo que ya estaba anunciado desde el principio del tiempo, desde el capítulo primero del Génesis, que la lucha entre la mujer y la serpiente, entre el bien y el mal, entre el hijo de la mujer y los seguidores del demonio, no es una batalla perdida sino ganada ya de antemano . Esa misteriosa mujer que enfrenta al terrible monstruo de siete cabezas y diez cuernos  y que se muestra especialmente débil por estar a punto de dar a luz, representa también el momento más difícil de la existencia humana: la lucha de los pobres por liberarse y recuperar su condición de persona, de los oprimidos, de los esclavizados, de los que no tienen más que su esperanza. La mujer del Apocalipsis es también el pueblo de Israel sometido a esclavitud, y es la Iglesia perseguida y apedreada, y es el pueblo de Dios que trabaja con esperanza y con paciencia. Y sobre todo es María, aquella en la que se han hecho carne todas las esperanzas de los hijos de Dios, pues de ella nació Jesús, el Salvador y Redentor. Jesús no sólo fue venciendo durante su vida todos los enemigos del hombre, sino que muriendo y resucitando, venció al último de ellos, la muerte. La resurrección de Jesús, lo que celebramos siempre en la eucaristía, es el triunfo y la victoria que se anuncia para todos los creyentes. Hoy, como otra primicia más de esa conquista de Jesús Resucitado, celebramos la Asunción de María. Desde muy temprano los cristianos colocaron junto a la resurrección de Jesús la dormición y Asunción de la Virgen para que no olvidemos que ella, María, es figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada; y sobre todo que ella es el gran consuelo y la esperanza de nosotros, el pueblo todavía peregrino en la tierra  • AE
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[1] Cfr. Gen 3,15.
[1] Cfr. Apoc 11, 19; 12, 1-6.10.
[1] Cfr. Misal Romano, Prefacio: La gloria de la Asunción de María. 

Mis manos y las Tuyas.


Entre tus manos está mi vida, Señor.
Entre tus manos pongo mi existir.
Hay que morir, para vivir.
Entre tus manos confío mi ser.

Si el grano de trigo no muere,
si no muere solo quedará,
pero si muere en abundancia dará
un fruto eterno que no morirá.

Es mi anhelo mi anhelo creciente,
en el surco contigo morir,
y fecunda será la simiente, Señor,
revestida de eterno vivir.

Y si vivimos, para Él vivimos;
y si morimos, para Él morimos;
Sea que vivamos o que muramos,
somos del Señor, somos del Señor.

Cuando diere por fruto una espiga,
a los rayos de ardiente calor,
tu reinado tendrá nueva vida de amor,
en una Hostia de eterno esplendor.

Entre tus manos está mi vida, Señor.
Entre tus manos pongo mi existir.
Hay que morir, para vivir.

Entre tus manos confío mi ser.

La duda y el Amor.


Por qué dudaste? La misma pregunta que el Señor hace a Pedro atraviesa toda la historia como fuera una línea de pólvora y viene y se pone delante de ti y de mí ¿Por qué dudaste? No es fácil responder. Primero hay que guardar un respetuoso silencio. Y es que a veces las más hondas convicciones se nos desvanecen y los ojos del alma se nos hacen turbios sin saber exactamente por qué. Cosas que antes aceptábamos con valentía empiezan a debilitarse y hay dentro de nosotros una pequeña gran tentación de abandonarlo todo, de empezar a no creer. Otras veces, el misterio de Dios se nos hace abrumador. Y es que difícil cosa es abandonarnos al misterio. La razón sigue buscando una luz clara que dirija el camino, y si a esto le sumamos la superficialidad y ligereza con la que vivimos y el culto que le damos a ¡tantos ídolos! No es extraño que a ratos tengamos la sensación de haber perdido realmente a Dios. Si somos sinceros hemos de confesar que hay una distancia enorme entre el creyente que decimos ser y el realmente somos. ¿Qué hacer entonces cuando descubrimos en nuestro interior una fe frágil y vacilante, una llama que casi se apaga? Lo primero es no desesperarnos, ni asustarnos al descubrir dudas y momentos obscuridad. La búsqueda de Dios se vive casi siempre en la inseguridad, la oscuridad y el riesgo. A Dios, a ratos, lo buscamos a tientas, a tropezones; al final la fe brilla cuando hemos atravesado, a pie, el desierto de la duda y la oscuridad #lavidamisma Poco a poco, día a día, hemos de aceptar el misterio de Dios con un corazón abierto. Nuestra fe depende de la verdad de nuestra relación con el Señor, con la alegría de que podemos vivir y relacionarnos con Él y amarlo y sentirnos amados por Él sin que nuestros interrogantes y dudas se encuentren resueltos por completo. Sí, leíste bien: es posible vivir con Dios y en su presencia y caminando en terreno resbaloso. Aquí lo que importa es saber gritar como Pedro una y otra vez: Sálvame, Señor[1]. Saber levantar hacia Él nuestras manos vacías, no sólo como gesto de súplica sino también y sobre todo como un gesto de entrega confiada de quien se sabe pequeño, ignorante y necesitado de salvación[2]. Lo de la canción ésa tan bonita y tan popular, tan de parroquia: entre tus manos está mi vida Señor /entre tus manos pongo mi existir… La fe es caminar sobre agua, con todo el miedo y la inseguridad que eso conlleva, sí, pero con la esperanza cierta de encontrar esa mano que nos salva del hundirnos por completo • AE



[1] Cfr. Mt 14, 22-33.
[2] J. A. Pagola, Buenas Noticias, Navarra 1985, p. 99 ss.

¡Aqui, Contigo!


G. David (1460–1523), La transfiguración de Cristo (1523), óleo sobre tela, 
Iglesia de nuestra Señora, Brujas (Bélgica).  
...
Llega el Reino de Dios en ese rostro
que es imagen impalpable de la Esencia,
y de la ruta humana fatigosa
el remate feliz, la paz perfecta.

Viene la Parusía cuando brillas
y el más allá se alcanza en tu presencia,
que al tiempo eres origen y principio,
Dios de Dios, Luz de Luz, Alfa y Omega.

¡Qué bien aquí, eternamente aquí,
contigo que eres Dios y tienes tienda
que hemos de hacer nosotros para ti,
aquí para gozar tu gloria eterna!

¡Oh Luz anunciadora del secreto,
oh Viviente inmortal que te revelas,
oh deseado cuerpo de mi Dios!,
Pedro, Santiago y Juan de ti destellan.

A nadie lo digáis hasta el momento,
dejad que el Hijo como siervo muera,
y aguardad que ya llega, ya ha estallado
la gloria que desea quien espera.

Jesús transfigurado y verdadero,
saciado de dolor y de belleza,
¡te bendecimos, santo, santo, santo,
y te cantamos, Dios de nuestra tierra! Amén •

P. Rufino María Grández, ofmcap,

6 marzo 1982

El Tabor y el Calvario.


Cuentan que cuando Jeffrey Alan Hoffman terminaba su primera misión espacial en abril de 1985 leyó desde el espacio este pasaje de René Daumal, escrito unos sesenta años antes: «No se puede permanecer en la cumbre eternamente, hay que descender de nuevo. Por eso ¿qué sentido tiene preocuparse por el primer puesto? Precisamente por eso. Lo que está arriba no sabe lo que está abajo, pero lo que está abajo no sabe lo que está arriba. Uno escala, ve, desciende. Luego ya no ve nada más. Pero ha visto. Hay un arte de conducirse a sí mismo en las regiones bajas por el recuerdo de lo que uno ha visto en las regiones altas. Cuando no se puede ver ya, se puede seguir sabiendo, por lo menos, que existen las cosas de arriba»[1]. ¡Exactísimo! (sic) Es importante haber visto, saber que existen las cosas de arriba. Aunque luego ya no se vean. Pedro, Santiago y Juan cuando bajaban del Tabor, seguramente lo hacían tristes y abatidos. Después de haber visto a su maestro en un momento de gloria, esplendor y luz ahora deben volver a la vida diaria; ven a Jesús descender de la montaña, solitario, lento y cotidiano. Tal vez cansado. Es el mismo de siempre y, como siempre, comienza a hablarles de su próxima muerte. ¡Cuánto les cuesta descender del monte! Aun así han visto ¿Quién podrá arrebatarles esa certeza? Pasarán los años, el escándalo de la Cruz pasará por sus ojos y sus almas, pero allá muy adentro, brillando, quedará un resplandor: el recuerdo de la Transfiguración[2]. Gracias a aquel momento podrán vivir la vida normal con el recuerdo de lo que han visto en la cima: la luz de Dios y su gloria. Lo han visto, lo saben. Eso es todo. Sí: qué difícil, bajar de las alturas. Bajar de las certezas, de las seguridades. El que ha estado en la montaña, el que ha admirado panoramas espléndidos luego sufre en la oscuridad del valle. No puede conciliarse con el tráfico, con el asfalto, con el rumor de la vida ordinaria. El corazón se le estrecha y acongoja. Tendemos a quejarnos constantemente de lo mal que está el mundo y buscamos en nuestro corazón fotografías de la altura, bellas instantáneas que han quedado allí fijas para siempre. Y tratamos de vivir allá arriba, más que en el asfalto, más que en este valle de lágrimas, como decimos en la Salve ¿Es momento de volver a la cima y hacer ahí tres tiendas para siempre? No. Es urgente bajar, reconciliarse con los hombres, aprender a hablar con el triste, con el solo, con el que tiene las manos manchadas. Vencer esa repulsión natural hacia lo feo y lo vulgar. Aprender a transitar los caminos de la tierra con amor, como el bendito San Francisco. Hacer lo imposible para que el Tabor baje al valle, para que hunda en el valle sus raíces. Sin apagar nunca, eso sí, el recuerdo de aquella luz de arriba, reconfortante y segura. Convencidos de que la vida cristiana no es comodidad, sino tensión; no es seguridad, sino riesgo; no es evasión, sino cruz. El Evangelio del Tabor es una invitación a la esperanza, pero también a la realidad de una existencia consagrada al cambio, al crecimiento. Al crecimiento y a la transformación del hombre, de la comunidad y de la Historia • AE

[1] R. Daumal, El Monte análogo. Novela de aventuras alpinas no euclidianas y simbólicamente verdadera, Trad. W. Romero, Buenos Aires, Augural. Edición independiente. 2005; Daumal (1908 –1944) fue un escritor, ensayista, traductor y poeta francés que estuvo relacionado movimientos como el dadaísmo, el futurismo y, desde luego, el surrealismo.
[2] Cfr. 2 Pe, 1, 16-19.