II Domingo de Cuaresma (Ciclo B)



Johann Georg Trautmann (1713-1769), La Transfiguración del Señor (1760), 
óleo sobre tela, Städel Museum (Frankfurt). 

...

Aquel hombre que asciende a la montaña
a Dios está anhelando con sed viva;
pierde su corazón allá en la fuente
donde el dolor se pierde y pacifica,
y el donde el Padre engendra al Hijo amado
con el Amor que de su pecho espira.

Aquel hombre de rostro penetrante
sobre su sangre y éxodo medita;
una luz desde dentro se abre paso,
la hermosa faz más limpia que el sol brilla,
porque es el bello rostro de Jesús,
cuyos ojos los ángeles ansían.

Es el Hijo en la Nube del Espíritu,
el Amado nacido antes del día;
el Padre lo pronuncia con ternura,
con la voz de sus labios lo acaricia;
los testigos videntes de la Gloria,
ebrios de amor lo adoran y se inclinan.

Pasó el fuego encendido en la montaña
y otra vez susurró la suave brisa;
y era él, ya no más transfigurado,
Jesús de Nazaret, el de María;
mas para aquel que vio la faz divina,
sin destellos la faz será la misma.

Jesús de la montaña y de la alianza
presente con gloriosa cercanía,
en el fuego sagrado de la fe
te adoramos, oh luz no consumida;
traspasa tu blancura incandescente
a tu esposa que en ti se glorifica. Amén

R. M. Grández, (letra) – F. Aizpurúa (música), capuchinos, 
Himnos para el Señor, Ed. Regina, 
Barcelona, 1983, pp. 83-87.

Del espacio a los pies bien puestos sobre la tierra. Tabor y Calvario (II Domingo de Cuaresma. Ciclo B).



Era 1985 y Jeffrey A. Hoffman, leía, durante su misión en el espacio aquel pasaje de Daumal, escrito en la década de los veinte: «No se puede permanecer en la cumbre eternamente, hay que descender de nuevo. Por eso ¿qué sentido tiene preocuparse por el primer puesto? Precisamente por eso. Lo que  está arriba no sabe lo que está abajo, pero lo que está abajo no sabe lo que está arriba. Uno escala, ve, desciende. Luego, ya no ve nada más. Pero ha visto. Hay un arte de  conducirse a sí mismo en las regiones bajas por el recuerdo de lo que uno ha visto en las  regiones altas. Cuando no se puede ver ya, se puede seguir sabiendo, por lo menos, que  existen las cosas de arriba»[1]. Es importante haber visto, saber que existen las cosas de arriba.  Aunque ya no se vean. Algo asín sucede con la Transfiguración del Señor. Pedro, Santiago y Juan, cuando bajaron del Tabor sin duda estaban abatidos. Después de haber visto al Maestro lleno de gloria, de esplendor y de luz, tienen que hundirse nuevamente en el drama de lo cotidiano, que a veces resulta hasta vulgar. Ven a Jesús que desciende de la montaña, solitario. Lento y cotidiano. Tal vez cansado. Es el mismo de siempre y –como  siempre, últimamente- empieza a hablar de humillación y de muerte. Les prohíbe, además hablar de la experiencia que acaban de vivir. Había, sí, motivos para la tristeza. A nosotros también nos pasa lo mismo ¡y cuánto nos cuesta descender del monte! Sin embargo ¿Quién puede arrebatarnos las certezas que conservamos en el fondo del alma? Pasan los años, vino el vendaval del Calvario y  de la Cruz y allá muy adentro, brillando, quedará un resplandor: el  recuerdo de la Transfiguración, de los encuentros tan personales con el Señor. Gracias a eso es que podemos conducirnos en las regiones bajas: por el  recuerdo de lo que vimos en la cima. Y aún con todo ¡Qué difícil, bajar de las alturas! Ahí en la cabeza y en el corazón sin duda revolotean las mismas palabras de Pedro: “¡Qué a gusto estamos aquí! Hagamos tres chozas”[2]. Pero no. Es urgente bajar. Hemos de estar entre los hombres. Hemos de aprender a hablar con el triste, con el solo, con el que tiene incluso las manos manchadas. Vencer esa repulsión natural hacia lo feo y lo vulgar. Aprender  a transitar los caminos de la tierra con amor, como San Francisco. Hacer lo imposible para que el Tabor baje al valle, para que hunda en el valle sus raíces. Sin apagar el recuerdo de aquella luz de arriba, reconfortante y segura. Convencidos de que la vida cristiana no es comodidad, sino tensión; no es seguridad, sino  riesgo; no es evasión, sino cruz. El Evangelio de este domingo de Cuaresma, el segundo, es una invitación a la esperanza, pero también a la realidad de una  existencia consagrada al cambio, al crecimiento. Al crecimiento y a la transformación del  hombre, de la comunidad y de la Historia • AE



[1] René Daumal (1908 –1944) fue un escritor, ensayista, traductor y poeta francés.
[2] Cfr. Mc 9, 2-10.

El camino en el Camino (I Domingo de Cuaresma. Ciclo B).


En medio del camino de la vida
la mano del Señor tocó mi frente:
¡Mortal hijo de Adán, detente y entra,
conmigo al corazón sin miedo vente!

Bajé hasta el alma, cueva y paraíso,
tomado de su mano suavemente,
y vi la historia entera en mí bullendo:
al Padre, al Hijo, al Fuego incandescente.

¡Oh alma buscadora!, ve al desierto,
montaña del Señor, dintel celeste,
y ensancha las ventanas a la vida,
amante del amor y de la muerte.

Bañado en la verdad y en dulce llanto,
conócete a ti mismo al conocerle,
¡oh Hombre!, y escucha en tu gemido
un son de paz que desde el cielo viene.

La paz y la justicia Cristo muerto
se abrazan en el alma estrechamente;
rebrota el mundo, firme y vigoroso,
y en mí la Vida vence, oh Tú, perenne.

¡Oh Cristo soberano, Dios perdón,
en cruz ensangrentado, Dios clemente,
te damos gracias, luz que nos revelas
el ser en su verdad con lo que eres! Amén •


Febrero 1984. R. M. Grández, F. Aiapurpua, capuchinos, Himnario de las Horas, 
Editorial Regina, Barcelona 1990, pp. 43-46.

«Al crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría» (Mt 24,12)


Caravaggio, La vocación de San Mateo, óleo sobre lienzo (1599), 
la obra fue encargada para decorar la Capilla Contarelli 
en la iglesia romana de San Luis de los Franceses, donde aún se conserva.

Dante Alighieri, en su descripción del infierno, se imagina al diablo sentado en un trono de hielo; su morada es el hielo del amor extinguido. Preguntémonos entonces: ¿cómo se enfría en nosotros la caridad? ¿Cuáles son las señales que nos indican que el amor corre el riesgo de apagarse en nosotros? Lo que apaga la caridad es ante todo la avidez por el dinero, «raíz de todos los males» (1 Tm 6,10); a esta le sigue el rechazo de Dios y, por tanto, el no querer buscar consuelo en él, prefiriendo quedarnos con nuestra desolación antes que sentirnos confortados por su Palabra y sus Sacramentos. Todo esto se transforma en violencia que se dirige contra aquellos que consideramos una amenaza para nuestras «certezas»: el niño por nacer, el anciano enfermo, el huésped de paso, el extranjero, así como el prójimo que no corresponde a nuestras expectativas. También la creación es un testigo silencioso de este enfriamiento de la caridad: la tierra está envenenada a causa de los desechos arrojados por negligencia e interés; los mares, también contaminados, tienen que recubrir por desgracia los restos de tantos náufragos de las migraciones forzadas; los cielos —que en el designio de Dios cantan su gloria— se ven surcados por máquinas que hacen llover instrumentos de muerte. El amor se enfría también en nuestras comunidades: en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium traté de describir las señales más evidentes de esta falta de amor. estas son: la acedia egoísta, el pesimismo estéril, la tentación de aislarse y de entablar continuas guerras fratricidas, la mentalidad mundana que induce a ocuparse sólo de lo aparente, disminuyendo de este modo el entusiasmo misionero 

(extracto del Mensaje para la Cuaresma del Santo Padre Francisco; el texto completo puede leerse aquí). 

Miércoles de Ceniza del 2018


Georges de La Tour, 1642-1644, Magdalena penitente
Óleo sobre lienzo (128 x 94 cm), Museo del Louvre (París). 

Cuando al comienzo de la Cuaresma pensamos que es buen momento para cambiar el corazón, quizá nos sirva aquello que decía Fray Luis de Granada y entonces matemos tres pájaros de un tiro en los 40 días que tenemos por delante. Decía el dominico que habríamos tener un corazón de hijo para con Dios, un corazón de madre para con los demás y un corazón de juez para consigo mismo. La realidad es que lo tenemos todo reborujado #alrevésvolteado, como decimos en Aguascalientes: tenemos un corazón de siervo para con Dios, uno de juez para con los demás y uno de madre para con nosotros mismos. Por mucho que le llamemos Padre, la verdad es que acudimos a Dios con desconfianza, con temor y  con muchas exigencias. Hoy podríamos pedir al Señor que nos cambie, que nos haga sentirnos gozosos y confiados en su presencia, que seamos capaces de ponernos en sus manos incondicionalmente. Que tengamos un corazón de niño ante su Padre, que no le exige nada, que no le regatea nada. Un corazón que se siente inundado en cada  momento por un amor poderoso y gratuito. En cuanto a nuestro corazón de juez ¡Cuánto nos complace ver el lado negativo de los  demás! Los miramos fríamente y desde lejos, todo con lupa. Decimos que lo mejor es pensar mal. Repartimos premios y castigos y lejos estamos de tener un corazón de madre. Ellas lo comprenden todo, porque aman. Tienen una paciencia  infinita, porque esperan. Es sin duda el corazón que más se parece al de Dios. Si tuviéramos un corazón de madre para los demás, las relaciones humanas serían comprensivas y cálidas, nos sentiríamos más seguros los unos de los otros y no habría necesidad de  mentir. Si por último nos exigimos un poco más a nosotros mismos y al mismo tiempo aprendemos a comprendernos, a valorarnos y perdonarnos como el Señor lo hace quizá no estemos tan lejos de esa conversión del corazón a la que sin duda tanto nos sentimos llamados • AE 

¡Si quieres, puedes limpiarme!


Entre el querer y el poder
hay infinita distancia,
y el amor en abundancia
los juntó en el mismo ser.

Soy un leproso, mi Dios,
que quiero mas yo no puedo,
y un milagro de tu amor
necesito y es mi ruego.
Si quieres, puedes limpiarme,
como el leproso confieso,
y estoy mirando a tus ojos
que me digan: Sí, lo quiero.

Mi vida es tu voluntad,
tu querer es mi deseo;
tu voz, oculta en el alma,
con gratitud yo la acepto.
Cuanto has pensado de mí
dímelo, que es mi proyecto;
que sea tu corazón
mi divino semillero.

Ante tus ojos me he visto
en mis raíces enfermo;
las opiniones ajenas
no me dan paz ni consuelo.
Porque eres tú mi verdad,
mi nuevo descubrimiento,
lo más mío de mí mismo,
en la tierra luz del cielo.

Y aunque soy un pecador,
y aunque leproso me veo,
me reconozco agraciado,
colmado de amor inmenso.
Soy feliz cuando te miro
y me abandono y espero,
Jesús, perenne milagro,
y siempre mi canto bello.

Jesús, misterio pascual,
yo cantaré tu Evangelio,
palabra que a mí me das
al sentirte sacramento.
Soy contigo, mi Señor,
digno de tu santo cuerpo,
que todo lo purificas
con tu abrazo puro y tierno. Amén •

P. Rufino Mª Grández, ofmcap.

Puebla, de los Ángeles, 9 febrero 2012. 

La miseria frente a la misericordia.


La confianza del leproso del evangelio de hoy es extraordinaria: Si tú quieres, puedes…[1] Es la fe de la cananea[2], del centurión[3], de la mujer que unge los pies del Señor[4]. Jesús se siente siempre conmovido por aquellas manifestaciones de fe de personas que lo ven, lo conocen más o menos y confían por completo en él, sin embargo nunca un diálogo fue tan breve y tan intenso. Dos palabras para revelar la fe del leproso y una palabra para señalar el efecto de esta fe: Si quieres, puedes y ¡Sí quiero: Sana! Se encuentran a la vez la terrible situación de un hombre y la gran fuerza del amor. La miseria frente a la misericordia. La lepra inspiraba tanto miedo en aquella época que era considerada como un castigo de Dios y un contagio terrible[5]. Y Jesús lo toca. Y lo cura. Eso es lo que seguramente pensaba aquel hombre en su interior: “él puede todo lo que quiere”. Y es así es como se realiza el encuentro. No hay miseria alguna que desanime al Señor; solo espera nuestro Si tú quieres… que debería ser casi tan poderoso como el amor con que está dispuesto a acogernos. Pienso en los que somos leprosos, en que deberíamos ponernos con más frecuencia delante del Señor: los despreciados, los marginados, los que sienten la vergüenza de su cuerpo, de su corazón, de su vida… Es importante sentirnos leprosos delante de Jesús Médico. Este doble despertar de nuestra vergüenza y de nuestra fe es la mejor preparación para el encuentro, como cuando decimos, al comienzo de la celebración de la Eucaristía, aquello tan entrañable y tan sanador y tan reparador: “Antes de celebrar esta eucaristía, reconozcamos nuestros pecados...” [6] •AE



[1] Mc, 1, 40-45.
[2] Cfr. Mt 15, 21-28.
[3] Cfr. Lc 7, 1-10.
[4] Ídem, v. 36.
[5] Lev 13, 1-2. 44-46.
[6] A. Seve, El Evangelio de los Domingos, Verbo Divino, Estella 1984, p. 78.

Te andamos buscando.


Todos te buscan, Señor,
se lanzan sobre tu cuerpo,
hogar de la Trinidad,
salud, perdón y consuelo.
Y a muchos tú los curabas,
que ha llegado el tiempo nuevo,
y la ternura del Padre
se destila por tus dedos.

Todos te buscan, Señor,
con ansia de ti sedientos,
te dicen con regocijo
Simón y sus compañeros.
Y decirlo es una súplica,
sacar del pecho un anhelo:
nosotros, por ti encontrados,
gozosos te seguiremos.

Todos te buscan, Señor,
a Jesús le están diciendo,
que antes que el sol amanezca
orando estaba en secreto.
Buscador de Dios orante,
corazón siempre despierto,
confidente día y noche
de los misterios del Reino.

Todos te buscan, Señor,
pues tú les buscabas a ellos:
vayamos a predicar
el Reino por otros pueblos,
que para esto he salido,
y por esto vivo y muero;
vayamos rumbo a la vida,
del Dios vivo, misioneros.

 Todos te buscan, Señor,
todos, Jesús Nazareno,
y aun desde el propio pecado
van buscando sin saberlo.
Tú eres la fe deseada,
Tú eres el íntimo encuentro:
¡qué gozo, Dios humanado,
vivir y morir en vuelo! Amén •

P. Rufino Mª Grández, ofmcap.
Puebla, 31 enero 2012.

...los corazones destrozados ¡Él los sana!...




El Señor sana los corazones destrozados, 
venda sus heridas. Cuenta el número de las estrellas, 
a cada una la llama por su nombre
(Salmo 146) 


Tu poder, Señor, se extiende del corazón del hombre a las estrellas del cielo. Eres Dueño del hombre y Dueño de la creación, y aquí proclamo los dos reinos de tu poderío en una sola estrofa y abrazo con un solo gesto todo el inmenso territorio de tu dominio. El latir del corazón del hombre y las órbitas de los cuerpos celestes, la conducta humana y las trayectorias astrales, la conciencia y el espacio. Todo está en tu mano. Y a mí me alegra pensar en ello. Al cantar tu poder, canto mi alegría. Si sabes manejar las estrellas, ¿no vas a saber manejar también mi corazón? Encárgate de él, Señor, por favor. Tiene una órbita bastante loca; no es fácil saber hoy lo que hará mañana; puede escaparse en cualquier momento por la tangente, como puede estacionarse y negarse a avanzar con tozuda torpeza. Guíalo suavemente hasta la órbita justa, Señor; vigila su curso y cuida su camino con providencia suave y eficacia firme. Que sea estrella para alegrar el cielo nocturno sobre el mundo de los hombres. Yo descanso, Señor, en tu sabiduría y tu poder. El firmamento es mi hogar, y me paseo alegremente por toda tu creación bajo tu mirada cariñosa. Llámame por mi nombre, Señor, como llamas a las estrellas del cielo y a tus hijos en la tierra. Llámame por mi nombre como el pastor llama a sus ovejas. Me alegra saber que conoces mi nombre. Usalo con toda libertad, Señor, para llamarme al orden cuando me aleje, y a la intimidad cuando me acerque con intimidad filial. Y úsalo un día, Señor, para llamarme a tu lado para siempre • Carlos G. Vallés, Busco tu rostro. Orar con los salmos, Ed. Sal Terrae, Santander 1989, p. 264.

La paciencia ante el cansancio.


Se levantó, salió y se fue a un lugar solitario, donde se puso a orar. Cuatro verbos seguidos utiliza el evangelista para describir ese momento de la vida del Señor[1]. En el evangelio de éste domingo vemos que Jesús no se deja destruir por el activismo. Rodeado de personas que se agolpan sobre él, incluso después de anochecer, Jesús sabe encontrar un tiempo para reavivar su espíritu. Cuando, al amanecer los discípulos lo buscan de nuevo, Jesús se levanta con nuevas fuerzas, dispuesto a continuar su vida tan llena de servicio. El cansancio es algo con lo que debemos contar. Siempre. Las fuerzas se desgastan y el agobio se apodera de nosotros. Quedan atrás la euforia y vitalidad de otros tiempos. Hay momentos del día en los que sentimos con especial fuerza la falta de aliento, la impotencia, el hastío. Las raíces del cansancio pueden ser muy diversas. Las ocupaciones nos dispersan, la actividad constante nos desgasta, la mediocridad misma de nuestra vida y nuestro trabajo nos aburres. Perdemos energías en las mil contrariedades y roces de cada día y al final no sabemos cómo ni dónde reparar nuestras fuerzas. Nos vaciamos quizás generosamente a lo largo del día pero no cuidamos el alimento de nuestro espíritu. ¿Qué hacer cuando la alegría interior se nos escapa y sentimos el alma cansada y sin aliento? Quizás, lo primero sea aceptar con paciencia el cansancio como compañero de camino, pero al mismo tiempo hemos de recordar que la soledad y el silencio pueden sanar de nuevo nuestras raíces. Una oración callada, humilde y confiada esta siempre al alcance de nuestra mano, oración que puede devolvernos el aliento y la vida en las horas bajas del cansancio y el agobio. Todos necesitamos de una manera u otra retirarnos a un lugar solitario para enraizar de nuevo nuestra vida en lo esencial. Necesitamos más silencio y soledad para reconocer con paz aquellas pequeñas cosas que hemos agrandado indebidamente hasta agobiarnos, y para recordar las cosas realmente grandes e importantes que hemos descuidado día tras día[2]. Esa oración no es huida cobarde de los problemas. Es renacimiento, reencuentro y renovación del espíritu. Es sentirse vivo de nuevo y dispuesto para el servicio, es imitar al Señor, que también se cansaba y también se retiraba al silencio y la oración •AE



[1] Mc 1, 29-39.
[2] J.A Pagola, Buenas Noticias, Navarra 1985, p. 189 ss.