En la solemnidad de la Ascensión del Señor


¿Y dejas, Pastor santo,
tu grey en este valle hondo, obscuro,
con soledad y llanto;
y tú, rompiendo el puro
aire, te vas al inmortal seguro?

Los antes bienhadados
y los agora tristes y afligidos,
a tus pechos criados,
de ti desposeídos,
¿a dó convertirán ya sus sentidos?

¿Qué mirarán los ojos
que vieron de tu rostro la hermosura,
que no les sea enojos?
Quien oyó tu dulzura,
¿qué no tendrá por sordo y desventura?

A aqueste mar turbado,
¿quién le pondrá ya freno? ¿Quién concierto
al viento fiero, airado,
estando tú encubierto?
¿Qué norte guiará la nave al puerto?

¡Ay! Nube envidiosa
aun de este breve gozo, ¿qué te quejas?
¿Dó vuelas presurosa?
¡Cuán rica tú te alejas!
¡Cuán pobres y cuán ciegos, ¡ay!, nos dejas!

Tú llevas el tesoro
que sólo a nuestra vida enriquecía,
que desterraba el lloro,
que nos resplandecía
mil veces más que el puro y claro día.

¿Qué lazo de diamante,
¡ay, alma!, te detiene y encadena
a no seguir tu amante?
¡Ay! Rompe y sal de pena,
colócate ya libre en luz serena.

¿Que temes la salida?
¿Podrá el terreno amor más que la ausencia
de tu querer y vida?
Sin cuerpo no es violencia
vivir; más es sin Cristo y su presencia.

Dulce Señor y amigo,
dulce padre y hermano, dulce esposo,
en pos de ti yo sigo:
o puesto en tenebroso
o puesto en lugar claro y glorioso 


Fray Luis de León, O.S.A., (1527-1591) fue un poeta, humanista y religioso agustino español de la escuela salmantina y uno de los poetas más importantes de la segunda fase del Renacimiento español junto con Francisco de Aldana, Alonso de Ercilla, Fernando de Herrera y San Juan de la Cruz. Su obra forma parte de la literatura ascética de la segunda mitad del siglo XVI y está inspirada por el deseo del alma de alejarse de todo lo terrenal para poder alcanzar lo prometido por Dios, identificado con la paz y el conocimiento. Los temas morales y ascéticos dominan toda su obra.




(oración en silencio)


El Señor nos escogió nuestra herencia.


Tú dividiste la Tierra Prometida entre las tribus de Israel, Señor, y tú has determinado las circunstancias de historia, familia y sociedad en que yo he de vivir. Mi tierra prometida, mi herencia, mi viña, por decirlo en términos bíblicos. Te doy las gracias por mi viña, la acepto de tu mano, quiero declararte, directa y claramente, que me agrada la vida que para mí has escogido, que estoy orgulloso de los tiempos en que vivo, que me encuentro a gusto en mi cultura y feliz en mi tierra. Es fantástico estar vivo en este momento de la historia, y me alegro de ello con toda el alma, Señor. Oigo a gente que compara y se queja y preferiría haber nacido en otra tierra y en otra edad. Todos los tiempos son buenos y todas las tierras son sagradas, y el tiempo y el espacio que tú escoges para mi son doblemente sagrados a mis ojos por ser tú quien los has escogido en amor y providencia como regalo personal para mí. Me encanta mi viña, Señor, y no la cambiaría por ninguna. Amo mi cuerpo y mi alma, mi inteligencia y mi memoria tal como tú me los has dado. Mi viña. Muchos a mi alrededor tienen cuerpos más sanos e inteligencias más agudas que la mía, y yo te alabo por ello, Señor, al verte mostrar destellos de tu belleza y tu poder en la obra viva de tu creación que es el hombre. Hay racimos más apretados y uvas más dulces en otros viñedos alrededor del mío. Con todo, yo aprecio y valoro el mío más que ningún otro, porque es el que tú me has dado a mi. Tú has fijado el que debía ser mi patrimonio, y yo me regocijo en aceptarlo de tus manos. Tú me preparas cada día los acontecimientos que salen a mi encuentro, las noticias que leo, el tiempo que me espera y el estado de alma que se apodera de mí. Tú me preparas mi heredad. Tú me entregas mi viña día a día. Enséñame a arar la tierra, a dominar esos estados de alma, a tratar a los que encuentro, a sacar provecho de todos los acontecimientos que tú me envías. Soy hijo de mi tiempo, y considero este tiempo como don tuyo que quiero aprovechar con fe y alegría, sin desanimarme ni desconfiar nunca. El mundo es bello, porque tú lo has creado para mí. Gracias por este mundo, por esta vida, por esta tierra y por este tiempo. Gracias por mi viña, Señor • Carlos G. Vallés (Busco tu rostro. Orar con los Salmos. Ed. Paulinas y Sal Terrae, Santander 1989, p, 93 ss)

Junto a Aquel que acompaña y consuela


Jesús no es un difunto. Es alguien vivo que ahora mismo está presente en el corazón de la historia, de la Iglesia y en nuestras propias vidas. Con frecuencia nos sucede que ser cristiano no es solamente admirar a un personaje del pasado que con su doctrina puede aportarnos todavía alguna luz sobre el momento presente, o darnos unos pocos de ánimos para el camino a veces tan cuesta arriba. Ser cristiano es más, es encontrarnos diariamente en el silencio de la oración y en el ruido del tren o del coche que nos lleva a casa con un Cristo lleno de vida cuyo Espíritu nos hace vivir. ¿Sabemos ver a Cristo detrás de los acontecimientos, de las personas, de los tropezones, del dolor? Este domingo en el que celebramos la Ascensión del Señor escuchamos el relato de Mateo, en el que justamente nada se dice sobre la Ascensión de Jesús. Ha preferido que queden grabadas en el corazón de los creyentes estas últimas palabras del resucitado: Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo[1]. Este es el gran secreto que alimenta y sostiene al verdadero creyente: el poder contar con el resucitado como compañero único de existencia. Día a día, él está con nosotros disipando las angustias de nuestro corazón y recordándonos que Dios es alguien próximo y cercano a cada uno de nosotros. El está ahí para que no nos dejemos dominar nunca por el mal, la desesperación o la tristeza. El infunde en lo más íntimo de nuestro ser la certeza de que no es la violencia o la crueldad sino el amor lo que hace vivir al hombre más allá de la muerte. Él nos contagia la seguridad de que ningún dolor es irrevocable, ningún fracaso es absoluto, ningún pecado imperdonable, ninguna frustración decisiva. El nos ofrece una esperanza inconmovible en un mundo cuyo horizonte parece cerrarse a todo optimismo ingenuo. Él nos descubre el sentido que puede orientar nuestras vidas en medio de una sociedad que nos ofrece los prodigios de la tecnología pero, al final, no nos explica para qué hemos de vivir. El Señor, con su diaria compañía, nos ayuda a descubrir la verdadera alegría, la que se queda en el corazón cuando ayudamos, cuando perdonamos, cuando nos preocupamos y ocupamos de los demás. En el Señor tenemos la gran seguridad de que, al final de todo, el amor triunfará. Junto a Jesús no hay lugar para el desaliento, para la desesperanza[2]. Desde luego nuestra fe no es un analgésico poderoso que nos libra del dolor, ni hace que todo sea fácil y color de rosa. Jesús es el gran secreto, la perla preciosa, que nos hace caminar día a día llenos de vida, de ternura y esperanza, aun en medio del sufrimiento. Jesús resucitado está con nosotros. Para siempre • AE



[1] Conclusión del evangelio según san Mateo (28,16-20).
[2] J. A. Pagola, Buenas Noticias, Navarra 1985, p. 59 ss.

¡Y alma, vida y corazón!


E. Hopper ( 1882–1967), Rooms by the Sea (1951), 
oleo sobre tela (74.3 x 101.6 cm), The Yale University Art Gallery
...

Todos hemos tenido momentos de sinceridad en los que de pronto surgen de nuestro interior las preguntas más decisivas: yo ¿en qué creo? ¿Qué es lo que en realidad espero? ¿En quién apoyo mi existencia? Ser cristiano es, antes que nada, creerle a Cristo. Es tomar cada vez más conciencia de habernos encontrado con él. Por encima de toda creencia, fórmula, rito, ideologización o interpretación, lo verdaderamente decisivo en la experiencia cristiana es el encuentro personal con Él. Ir descubriendo en el día a día, sin que nadie nos lo tenga que decir desde fuera, toda la fuerza, la luz, la alegría, la vida que podemos recibir de Jesús, y decir desde la propia experiencia que Él es el camino, la verdad y la vida de nuestra vida. Primero descubrirlo como camino, escuchar su invitación a andar, a cambiar, avanzar siempre, a no aplastarnos –que decía mi nana Chuy- y ver la vida pasar  sino renovarnos constantemente, sacudiéndonos la pereza, las seguridades y crecer como hombres y mujeres, para andar día a día el camino doloroso y al mismo tiempo gozoso que va desde la incredulidad a la fe. En segundo lugar, encontrar en Cristo la verdad. Descubrir desde él a Dios en la raíz y en el término del amor que los hombres damos y acogemos. Darnos cuenta, por fin, que el hombre sólo es hombre en el amor. Descubrir que la única verdad es el amor. Y descubrirlo acercándonos al hombre concreto que sufre y es olvidado. Y finalmente luego encontrar en Cristo la vida. En realidad, los hombres creemos a aquel que nos da vida. Ser cristiano no es admirar a un líder ni formular sin más una confesión sobre Cristo. Es encontrarse con un Jesús que vive y es capaz, porque es Dios, de hacernos vivir. Que vive en los sacramentos, sí, pero también en los hermanos. A Jesús siempre lo empequeñecemos y desfiguramos al vivirlo. Sólo lo reconocemos al amar, al orar, al compartir, al ofrecer amistad, al perdonar, al crear fraternidad. A Jesús no lo poseemos. A Jesús lo encontramos cuando nos dejamos cambiar por él, cuando nos atrevemos a amar como él, cuando crecemos como hombres y hacemos crecer la comunidad[1]. Jesús es camino, verdad y vida[2]. Jesús es otro modo de caminar por la vida, es otro modo de ver y sentir la existencia. Otra dimensión más honda. Otra lucidez y otra generosidad. Otro horizonte y otra comprensión. Otra luz. Otra energía. Otro modo de ser. Otra libertad. Otra esperanza. Otro vivir y otro morir. Y a Jesús lo encontramos en la Iglesia que «está llamada a ser siempre la casa abierta del Padre. Uno de los signos concretos de esa apertura es tener templos con las puertas abiertas en todas partes. De ese modo, si alguien quiere seguir una moción del Espíritu y se acerca buscando a Dios, no se encontrará con la frialdad de unas puertas cerradas. Pero hay otras puertas que tampoco se deben cerrar. Todos pueden participar de alguna manera en la vida eclesial, todos pueden integrar la comunidad, y tampoco las puertas de los sacramentos deberían cerrarse por una razón cualquiera. Esto vale sobre todo cuando se trata de ese sacramento que es «la puerta», el Bautismo. La Eucaristía, si bien constituye la plenitud de la vida sacramental, no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles. Estas convicciones también tienen consecuencias pastorales que estamos llamados a considerar con prudencia y audacia. A menudo nos comportamos como controladores de la gracia y no como facilitadores. Pero la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas»[3] • AE


[1] J. A. Pagola, Buenas Noticias, Navarra 1985, p. 55 ss.
[2] Jn 14, 1-12.
[3] Papa Francisco, Exhortación apostólica, Evangelii Gaudium, n. 47. El texto complete se puede leer aqui

Victimae paschali laudes


Anónimo, Jesús resucitado y María Magdalena (Noli me tangere),  
óleo sobre tela, s.XVII, pinacoteca de Brera.
...

Ofrezcan los cristianos
ofrendas de alabanza
a gloria de la Víctima
propicia de la Pascua.

Cordero sin pecado
que a las ovejas salva,
a Dios y a los culpables
unió con nueva alianza.

Lucharon vida y muerte
en singular batalla
y, muerto el que es la Vida,
triunfante se levanta.

¿Qué has visto de camino,
María, en la mañana?
A mi Señor glorioso,
la tumba abandonada,
los ángeles testigos,
sudarios y mortaja.
¡Resucitó de veras
mi amor y mi esperanza!

Venid a Galilea,
allí el Señor aguarda;
allí veréis los suyos
la gloria de la Pascua.

Primicia de los muertos,
sabemos por tu gracia
que estás resucitado;
la muerte en ti no manda.

Rey vencedor, apiádate
de la miseria humana
y da a tus fieles parte
en tu victoria santa • 

Esta es la llamada Secuencia de Pascua, en latín Victimae paschali laudes, y es una especie de himno prescrito por la liturgia para la Misa del domingo de Pascua. Su creación se atribuye a Wipo de Burgundia, monje del s. XI y capellán del rey Conrado II; hay autores que la atribyen a Notker Balbulus, Roberto II de Francia e  incluso a Adán de San Víctor. Es una de una de las cuatro secuencias medievales que se conservaron al hacer la unificación del misal tras el Concilio de Trento, pues antes de esta decisión pontificia varias fiestas o solemnidades contaban con secuencias propias y se podía escoger entre alrededor de 16 secuencias para la solemnidad de la Pascua. El misal de Pablo VI mantuvo su uso.



Mayo: mes de María


Eran los finales del siglo segundo de la era Cristiana –alrededor del año 70- y Celso, un filósofo griego escribía, con todas las fuerzas que le daban sus manos, en contra de la Iglesia naciente y de María, la madre del Señor, de quien afirma: «[Era] Una pobre campesina que vivía de su trabajo... Allí -en Egipto- alquiló sus brazos por un salario... Una mujer sin fortuna ni nacimiento regio..., porque nadie, ni siquiera sus vecinos, la conocían» (Discurso verdadero, 7-8). Sí, leíste bien, así con ése desprecio hablaba aquel hombre de la Virgen tratando de convencer a quienes lo leían de que la Madre de Jesús no sólo fue mujer sin fortuna material, sino que fue desconocida, anónima, irrelevante, como los pobres: los que no cuentan, los que no tienen voz, los que no pueden defenderse. «¿Acaso de Nazaret puede salir algo bueno?» se preguntaba, citando burlesco el evangelio, y junto con todos los que se dejan guiar cínicamente por la razón, se escandalizaba de que Dios hubiese escogido a una persona tan insignificante: «Repugna a un Dios que El haya amado a una mujer sin fortuna». ¿A dónde con todo esto? A algo muy sencillo: ¡Que extraños y qué distintos son los gustos de los hombres a los gustos de Dios! Resulta que María fue elegida y amada de Dios no sólo a pesar de ser pobre, sino precisamente por ello: por ser enteramente pobre y sencilla. Gran cosa es que las madres tomen conciencia de que su grandeza les viene no de aquello que poseen, ni de su belleza exterior, sino del regalo divino de la maternidad y cosa más grande aún tener siempre presente Dios mismo quiso tener una MAdre: María, la muchachita de Nazateth• AE

El Pastor y la libertad.


El tema de la libertad cada día que pasa lo hablamos con más ligereza y por tanto con más ambigüedad. Hay una liberación impuesta por el ambiente social que lejos de ser un camino de crecimiento personal, es represión y anulación de una verdadera personalidad. “¿Cómo, aún no te has liberado de tus telarañas?”, preguntan lo más progresistas. Esa es la “invitación” que recibimos contantemente: romper con tradiciones, costumbres o fidelidades pasadas, para entrar en otra esclavitud impuesta por nuevas modas y presiones sociales. Hay quien se cree libre por romper con todo lo prohibido anulando toda conciencia de culpabilidad, olvidando éste es el camino para caer en la irresponsabilidad, en el narcisismo autocomplaciente y la esterilidad. Otros quieren ser libres como el viento, y rehuyen todo aquello que puede exigirles compromiso y entrega. Olvidamos con facilidad que estamos hechos para ser libres no como pájaros, sino como criatruas, como hombres y mujeres que han salido de las manos de un Creador. Ser libre es una ilusión si no nos conduce a ser más humanos. ¿Qué es la libertad si no nos lleva a una mayor fidelidad a nosotros mismos, una coherencia mayor con nuestras convicciones más profundas, una búsqueda sincera y sacrificada de lo que puede dar un sentido más digno y noble a nuestra vida? ¿Puede decirse que un hombre se ha liberado por el simple hecho de haber superado escrúpulos tradicionales en el campo religioso, moral y social, si vive aburrido, sin proyecto ni horizonte alguno, incapaz de dar sentido a su vivir diario? ¿Puede decirse que se ha liberado quien actúa movido únicamente por espíritu de competencia, eficacia y éxito, utilizando su poder para imponerse a lo demás? Etamos contagiados por eso que alguien ha llamado con tanta certeza «el mal de la libertad», es decir, la búsqueda obsesiva de una libertad vacía de contenido, que no quiere saber nada de entrega, fidelidad, solidaridad, crecimiento personal y comunitario. Este domingo del Buen Pastor, el cuarto del tiempo de Pascua es un buen momento para detenernos y reflexionar en el hecho de que ser creyente es vivir vinculado a Cristo, ser totalmente sependiente por completo de Él. Ahí está el quid que nos permite dar un contenido humano a lu libertad. Cristo es la puerta que nos lleva a una auténtica liberación[1], Él mismo nos lo dice, esperando nuetra respuesta: Yo soy la puerta. Quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos. Responder a su llamada, orientar la vida en la dirección que señala su mensaje, comprometerse en construir «el reino de Dios», es lo que puede ayudarnos a conocer la verdadera liberación • AE



[1] J. A. Pagola, Buenas Noticias, Navarra 1985, p. 53 ss.

Domingo del Buen Pastor


M. Diane Onyon, El Buen Pastor, óleo sobre tela, 
colección privada.  
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Oveja perdida, ven
sobre mis hombros; que hoy
no sólo tu Pastor soy
sino tu pasto también.

Por descubrirte mejor
cuando balabas perdida,
dejé en un árbol la vida,
donde me subió tu amor;
si prenda quieres mayor,
mis obras hoy te la den.

Oveja perdida, ven
sobre mis hombros; que hoy
no sólo tu Pastor soy
sino tu pasto también.

Pasto al fin yo tuyo hecho,
¿cuál dará mayor asombro,
el traerte yo en el hombro
o traerme tú en el pecho?
Prendas son de amor estrecho
que aun los más ciegos las ven.

Oveja perdida, ven
sobre mis hombros; que hoy
no sólo tu Pastor soy
sino tu pasto también •

Luis de Góngora (1561-1627)