La magnitud y la hinchazón

A veces los hombres se causan un gran daño a sí mismos, mientras temen ofender a los demás. Mucha es la influencia de los buenos amigos para el bien y de los malos para el mal. Por ello el Señor, con el fin de que despreciemos las amistades de los poderosos con vistas a nuestra salvación, no quiso elegir primero a senadores, sino a pescadores. ¡Gran misericordia la del autor! Sabía, en efecto, que si elegía a un senador, iba a decir: «Ha sido elegida mi dignidad». Si hubiera elegido primero a un rico, hubiese dicho: «Ha sido elegida mi riqueza». Si hubiese elegido antes al emperador, hubiese dicho: «Ha sido elegido mi poder». Si el elegido hubiese sido un orador, hubiese dicho: «Ha sido elegida mi elocuencia». Si el elegido hubiese sido un filósofo, hubiera dicho: «ha sido elegida mi sabiduría». «Está gente soberbia -dijo el Señor- puede sufrir una pequeña dilación; está muy hinchada». Hay diferencia entre la magnitud y la hinchazón; una y otra cosa son algo grande, pero no algo igualmente sano. «Sufran dilación -dijo- estos soberbios; han de ser sanados con algo sólido. Dame en primer lugar este pescador. Tú, pobre, ven y sígueme; nada tienes, nada sabes, sígueme. Sígueme tú, pobre ignorante. Nada hay en ti que se asuste, pero hay mucho para ser llenado». A tan amplia fuente ha de llevarse el vaso vacío. Dejó sus redes el pescador, recibió la gracia el pecador y se convirtió en divino orador. He aquí lo que hizo el Señor, de quien dice el Apóstol: Dios eligió lo débil del mundo para confundir a lo fuerte; eligió también lo despreciable del mundo y lo que no es como si fuera, para anular lo que es (1 Cor 1,27-28). Y ahora se leen las palabras de los pescadores y se doblega la cerviz de los oradores. Desaparezcan, pues, de en medio los vientos vacíos; desaparezca de en medio el humo que a medida que se eleva se esfuma; despréciense totalmente en bien de la salvación • S. Agustin,  Sermón 87,1.

¡Una Iglesia Bienaventurada!

Secularizada. Fría. Profundamente interesada en las cosas materiales. Así es la sociedad en la que vivimos. Ciertamente hay muchos cristianos que (nos) dan testimonio de espiritualidad y servicio desinteresado a los demás, pero el mundo gira en una espiral de materialismo que pareciera no tener fin. Y de la Iglesia ¿Podríamos decir casi lo mismo? ¿Por qué no salen oleadas de alegría de nuestras asambleas eucarísticas; por qué es que casi nos matamos a bostezos en ellas? Las bienaventuranzas que escuchamos en el evangelio de este domingo –el cuarto del Tiempo Ordinario- quizá nos ayuden a entender cuáles son los rasgos fundamentales del cristiano[1]. Y es que no es posible proponer el evangelio de cualquier forma. Las ideas y propuestas de Jesús solo se difunden desde actitudes evangélicas. Así las bienaventuranzas nos indican el espíritu que ha de inspirar la actuación de la Iglesia mientras peregrina hacia el Padre. Las hemos de escuchar en actitud de conversión personal y comunitaria. Ambas. Solo así hemos de caminar hacia el futuro. Dichosa la Iglesia pobre de espíritu y de corazón sencillo, que actúa sin prepotencia ni arrogancia, sin riquezas ni esplendor, sostenida por la autoridad humilde de Jesús. De ella es el reino de Dios. Dichosa la Iglesia que llora con los que lloran y sufre al ser despojada de privilegios y poder, pues podrá compartir mejor la suerte de los perdedores y también el destino de Jesús. Un día será consolada por Dios. Dichosa la Iglesia que renuncia a imponerse por la fuerza, la coacción o el sometimiento, practicando siempre la mansedumbre de su Maestro y Señor. Heredará un día la tierra prometida. Dichosa la Iglesia que tiene hambre y sed de justicia dentro de sí misma y para el mundo entero, pues buscará su propia conversión y trabajará por una vida más justa y digna para todos, empezando por los últimos. Su anhelo será saciado por Dios. Dichosa la Iglesia compasiva que renuncia al rigorismo y prefiere la misericordia antes que los sacrificios[2], pues acogerá a los pecadores y no les ocultará la Buena Noticia de Jesús. Ella alcanzará de Dios misericordia. Dichosa la Iglesia de corazón limpio y conducta transparente, que no encubre sus pecados ni promueve el secretismo o la ambigüedad, pues caminará en la verdad de Jesús. Un día verá a Dios. Dichosa la Iglesia que trabaja por la paz y lucha contra las guerras, que aúna los corazones y siembra concordia, pues contagiará la paz de Jesús que el mundo no puede dar. Ella será hija de Dios. Dichosa la Iglesia que sufre hostilidad y persecución a causa de la justicia sin rehuir el martirio, pues sabrá llorar con las víctimas y conocerá la cruz de Jesús. De ella es el reino de Dios[3]. Las sociedades en las que vivimos necesitan comunidades cristianas marcadas por este espíritu de las bienaventuranzas, ¿estamos conscientes de ello?  Solo una Iglesia que vive estas bienaventuranzas tendrá autoridad y credibilidad para mostrar el rostro de Jesús a los hombres y mujeres de hoy, ¿cuál es la marca que portamos los Cristianos? • AE


[1] Mt 5, 1.
[2] Cfr. Os 6, 6-7; Mt 9, 10-13; 12, 1-8.
[3] J. A. Pagola, Cuarto Domingo del Tiempo ordinario. Ciclo A (Mateo 5,1-12), 29 de enero 2017.

Junto a Dios no hay temor (Salmo 26)


Aborrezco las luces deslumbrantes
de ídolos y dioses fabricados.
No corro detrás de las luces atrayentes,
espléndidas,
de la gran ciudad.

No me dejo seducir por las luces
sugerentes de la publicidad,
con sus guiños malvados y engañosos:
"Coca-Cola: beba usted.
Carlos III: el amigo en la intimidad.
Fortuna: su tabaco ideal".

Ni me encantan las luces estimulantes
de los escaparates o las discotecas.
Me ciega la luz de las estrellas rutilantes
y me aburre la luz de las pantallas,
grandes o pequeñas.

Son todo luces ficticias y vacías,
luces débiles, mortecinas, grotescas,
siniestras, fantasmagóricas,
que se apagan a golpe de moda
y se compran y venden por dinero.

Yo quiero una luz que nunca se apague,
una luz que me encienda el corazón y las entrañas,
y me convierta en una antorcha viva.
Yo busco una luz viva.
"El Señor es mi luz".

Me encanta, Señor, la luz de tu Palabra:
cada palabra es un lucero.
Me cautiva la luz de tus ojos:
anuncian un océano de dicha.
Me puede la luz de tu costado:
es la puerta del paraíso.
Me embriaga la luz de tu Espíritu:
es un sol que enciende y no quema,
un cielo de amores infinitos.

"Tu rostro buscaré, Señor,
no me escondas tu rostro".
Tu rostro es mi luz
y mi salvación.
Tu rostro es mi encanto
y mi diversión.
Tu rostro es mi manjar y mi canción.

Lo buscaré como la esposa
al amado del alma.
Lo buscaré en la vigilia y en el sueño,
en el trabajo y en el descanso,
en el gozo y en el sufrimiento.
Lo buscaré siempre.

Pero no lo buscaré
en el monte espléndido,
ni cuando andaba sobre el mar.
Lo buscaré mejor
hecho ascua viva de amor en el madero,
ardiendo en la cera de su propia carne,
alimentado con el aceite inextinguible
del Espíritu.

Lo buscaré siempre
en la cruz de cada día:
en los pobres, enfermos y oprimidos,
pequeños luceros escondidos
que iluminan la noche del mundo


Caritas, Pastor de tu hermano, Cuaresma 1986, p. 30 ss.

Aguilas y conversiones y vuelos


El águila es el ave de mayor longevidad de su especie, llega a vivir unos setenta años, pero para llegar a esa edad a los cuarenta deberá tomar una decisión difícil. En ese momento sus uñas están apretadas y flexibles, con lo que no consigue atrapar a las presas de las cuales se alimenta. Su pico largo y puntiagudo se curva apuntando contra su pecho. Sus alas están viejas y pesadas y con unas plumas gruesas que le hace difícil volar. El águila solo tiene dos alternativas: morir, o enfrentar su doloroso proceso de renovación que consiste en volar hacia lo alto de una montaña y quedarse ahí, en un nido cercano a un paredón, en donde no tenga necesidad de volar por un buen tiempo. Después, ahí, el águila comienza a golpear con su pico en la pared hasta conseguir arrancarlo, esperando a que crezca uno nuevo con el que desprenderá, una a una, sus uñas y talones. Cuando los nuevos talones comienzan a nacer, empezará a desplumar sus viejas plumas. Después de ese tiempo, largo, doloroso, se lanzará al célebre vuelo que le dará unos treinta años más de vida. Conviértanse porque ya está cerca el Reino de los cielos. Son las primeras palabras que recoge san Mateo al regreso de Jesús de sus días en el desierto. Conversión. Cambio. El tema no nos gusta. Le sacamos la vuelta; le huimos como a la peste. Pensamos en algo triste, penoso, unido a la penitencia, la mortificación y el ascetismo. Un esfuerzo casi imposible para el que quizá ya no nos sentimos ni con humor y mucho menos con fuerzas. Sin embargo la conversión de la que habla Jesús –aunque el verbo en castellano sea un imperativo- no es algo forzado, sino una invitación. Una invitación que va creciendo por dentro en la medida en que vamos tomando conciencia de que Dios quiere hacer nuestra vida más humana y feliz. Asin. Tal cual. Y es que convertirse no es intentar hacer todo mejor, sino encontrarnos diariamente con ese Dios que nos quiere con locura. No se trata sólo de ser una buena persona sino de volver a Aquél que es bueno con nosotros. Por eso, la conversión no es algo triste, sino el descubrimiento de la verdadera alegría. No es dejar de vivir, sino sentirnos más vivo que nunca, pensando hacia dónde debemos caminar. Convertirse pues es algo gozoso. Es limpiar nuestra mente de egoísmos e intereses que empequeñecen nuestra vida diaria, es liberar el corazón de angustias y complicaciones creadas por nuestro afán de dominio y posesión, es dejar a un lado objetos que no necesitamos y apartarnos de personas que no nos necesitan. Empezamos a convertirnos cuando descubrimos que lo importante no es preguntaros: «¿cómo puedo ganar más dinero?», sino «¿cómo puedo ser más humano?». No «¿cómo puedo llegar a conseguir algo?» sino «¿cómo puedo llegar a ser yo mismo?». Cuando nos vamos convirtiendo a ese Dios del que habla Jesús a lo largo y ancho de los cuatro evangelios poco a poco entenderemos que no debemos tener miedo de nosotros mismos, ni de nuestras zonas más oscuras. Ese Dios nos ama como somos. Quizá han pasado los años, y hemos logrado cierto prestigio, o una carrera profesional brillante, quizá cuenta de ahorros jugosa, o una casa grande y llena de cosas…. Pero si no nos hemos encontrado con este Dios lleno de amor que comprende nuestras miserias y caídas, habremos equivocado el camino, el sentido de nuestra vida[1]. Hoy, cuando escuchemos en la proclamación del evangelio ese Conviértanse porque ya está cerca el Reino de Dios, pensemos que nunca es tarde para convertirnos, porque, porque nunca es tarde para amar, nunca tarde para ser más feliz, nunca tarde para dejarnos perdonar y renovar por Dios, por dentro y por fuera. Igual que el águila, se trata de renovarnos, o morir• AE





[1] J. A. Pagola, Buenas Noticias, Navarra 1985, p. 67 ss.

¡Este es el Cordero de Dios!


J. F.  Navarrete, "el mudo", El Bautismo de Cristo
(Hacia 1567), Óleo sobre tabla, 48,5 x 37 cm. Museo del Prado (Madrid) 
...

Esta pequeña tabla de Navarrete fue presentada a los monjes jerónimos del monasterio de El Escorial y poco después al propio rey, Felipe II. El hecho se suele fechar hacia 1567, momento en que el joven artista riojano había regresado de Italia.  El Bautismo de Cristo es una excelente muestra de la pintura de Juan Fernández Navarrete al ponerse en contacto con Felipe II: huellas flamencas en la percepción del paisaje y los ángeles, y abundante presencia de manierismo romano, con latentes recuerdos de Rafael y Miguel Ángel, palpables también en la concepción, la entonación cromática, fría y agria, y la técnica lamida y prieta. Una pintura, por lo tanto, tan ecléctica como los gustos de Felipe II a comienzos de la segunda mitad del siglo, pero que maduró hacia ciertas formas más pictóricas, plenas de sensual cromatismo y audaz iluminación, gracias al intenso contacto de Navarrete con la cantera escurialense, especialmente Correggio y la pintura veneciana. La pequeña tabla aparece inventariada en El Escorial desde 1574, donde permaneció hasta la invasión francesa, cuando fue llevada a Madrid para formar parte del Museo Josefino. Depositada durante un tiempo en la Academia de San Fernando, llegó al Museo del Prado en 1827. [1]

[1] Ruiz, L. El Greco y la pintura española del Renacimiento. Guía, Museo del Prado, 2001, p. 70.

Prohibiciones y caricaturas y Amor

Cuántos de nosotros llevamos en el fondo de nuestra alma [por muchos años] la caricatura de un Dios desfigurado que nada tenía que ver con el verdadero rostro de un Dios lleno de amor y revelado en Jesús. El tiempo ha pasado. Para muchos, desafortunadamente, Dios sigue siendo el tirano que impone su voluntad caprichosa, que nos complica la vida con toda clase de prohibiciones y que impide ser todo lo felices que nuestro corazón desea. Muchos aún no han comprendido que Dios no es un dictador, celoso de la felicidad del hombre, controlador implacable de nuestros pecados, sino más bien es una mano tendida con ternura, empeñada en quitar el pecado del mundo, como nos dice el Bautista en el evangelio de hoy[1]. Hemos de detenernos un momento y pensar. Y darnos cuenta que las cosas no son malas porque Dios haya decidido que lo son. Es al revés: justamente porque son malas y destruyen nuestra felicidad, son pecado que Dios quiere quitar del corazón del mundo. A los hombres se nos olvida, con frecuencia, que, al pecar, no somos sólo culpables sino también víctimas. Cuando pecamos, nos hacemos daño a nosotros mismos, nos preparamos una trampa trágica, pues aumentamos la tristeza de nuestra vida, cuando, precisamente, creíamos que la íbamos a hacer más feliz. Debemos tener siempre presente la experiencia amarga del pecado. Pecar es renunciar a ser humanos, es dar la espalda a la verdad, es llenar nuestra vida de oscuridad. Pecar es matar la esperanza, apagar nuestra alegría interior, dar muerte a la vida. Pecar es aislarnos de los demás, hundirnos en la soledad, negar el afecto y la comprensión. Pecar es contaminar la vida, hacer un mundo injusto e inhumano, destruir la fiesta y la fraternidad. Pecar es, como sugiere el mismo término hebrero, errar el camino. Cuando de pequeños nos decían “pecando lastimas a Dios” no nos lo explicaron bien, ni ayudaron a nuestra espiritualidad. Dios no puede lastimarse porque es Dios, y Dios no sufre, al menos no como nosotros entendemos el término sufrir. Este domingo, cuando Juan nos presenta a Jesús como aquel que quita el pecado del mundo, no está pensando en una acción moralizante, una especie de «saneamiento de las costumbres, o en un Dios sediento de venganza, sino que nos anuncia –oh maravillosa noticia!- que Dios está de nuestro lado frente al mal. Que Dios nos ofrece la posibilidad de liberarnos de nuestra tristeza, infelicidad e injusticia[2]. Que, en Jesucristo, su Hijo, nos ofrece su amor, su apoyo, su alegría y su perdón llenos de ternura y misericordia. Viviremos mucho mejor nuestra fe cristiana cuando experimentemos al Señor a nuestro lado, y con Él una liberación gozosa que cambia nuestra existencia, un perdón que nos purifica de nuestro pecado, y un respiro ancho que renueva nuestro vivir diario ¿será este domingo el momento perfecto para empezar a intentarlo? • AE


[1] Cfr. Jn 1, 29-34.
[2] J. A. Pagola, Buenas Noticias, Navarra 1985, p. 65 ss.

El camino hacia la Belleza

H. Bosco, La adoración de los Magos (1490-1500), óleo sobre madera, 
Museo Nacional del Prado (Madrid, España) 
...

Los magos del evangelio son únicamente el comienzo de una inmensa peregrinación, en la que la magnificencia y la hermosura de esta tierra se ponen a los pies de Cristo: el oro de los mosaicos del antIguo cristianismo, la luz policromada de las vidrieras de nuestras grandes catedrales, la alabanza de las piedras, el canto navideño de los árboles del bosque son para él, y los instrumentos músicos hallaron sus modos más hermosos cuando se postraron a sus pies. También el sufrimiento del mundo, sus penas y trabajos vienen a él para encontrar, al menos durante unos instantes, ante el Dios que se ha hecho pobre, el alivio y la comprensión. Todos nosotros nos hemos hecho hoy un poco puritanos: ¿no hubiera sido mejor entregar todos esos tesoros a los pobres? Pero nos olvidamos, al hacer esa pregunta, de que la hermosura y la magnificencia que se regaló al Señor es la única propiedad común del mundo. ¡Qué contraste entre las residencias y las iglesias, entre los museos y las catedrales! ¡Qué diferencia se observa si se trabaja en el Louvre, en los Ufficci, en el Museo Británico o si se coincide rezando en una iglesia viva en la alabanza de las piedras! La riqueza que se ha regalado al Niño de Belén se adecúa a todos y todos la necesitamos como el pan. El que quita lo hermoso a un niño, para convertirlo en algo útil, no le ayuda, sino que le causa daño: le quita la luz sin la cual todos los cálculos son fríos y se convierten en nada. Ciertamente, si nosotros empalmamos con esta peregrinación de los siglos, que pretende derrochar lo más hermoso de este mundo para el Rey recién nacido, no deberemos por ello olvidar que él siempre sigue viviendo en el establo, en la cárcel, en las favelas y que nosotros no le alabaremos si no somos capaces de encontrarle allí. Pero el conocimiento de ese hecho no debe impulsarnos a una dictadura de lo útil que proscriba la alegría y que dogmatice una austera seriedad[1].  La preocupación por la belleza de la casa de Dios y la preocupación por los pobres de Dios son algo inseparable: no sólo necesita el hombre de lo útil, sino también de lo bello; no sólo de una casa propia, sino de la proximidad de Dios y de sus signos. Donde él es glorificado y exaltado se hace la luz a nuestro corazón. Donde no se le da nada a él se esfuma también lo otro; pero donde son excluidos sus pobres tampoco se hace caso de él •


[1] J. Ratzinger, El rostro de Dios, Sígueme, Salamanca 1983, p. 71 ss.

Abiertos y universales


Y… ¿Para quién nació Jesús? Para todos los pueblos de la tierra. Así nos lo dice la Liturgia de la Palabra en esta solemnidad de la Epifanía. El Mesías nace no sólo para Israel sino también para los paganos, por más malos que estos sean. Nace no sólo para los cristianos sino para todos los demás pueblos. Para los  hombres de toda raza y condición. Buenos, malos, puros, impuros, etc. Para todos. La Iglesia celebra hoy la manifestación de Jesus a todos. En los magos estamos bien representados los que naceríamos después de Jesus. Con un lenguaje poético y entusiasta lo había anunciado ya Isaías: levántate, Jerusalén, que llega tu luz, y todos los pueblos  caminarán a tu luz: todos esos se han reunido y vienen a ti[1]. Esto es lo que hoy nos alegra el corazón: que Cristo se ha manifestado como salvador de todos. No somos universales de corazón porque estamos encerrados en nuestro grupo, porque apenas nos damos  cuenta de que Dios ha llamado a la fe a hombres de todos los colores, pertenecientes a naciones que apenas conocemos, de culturas que nos resultan misteriosas o incluso sospechosas. Jesus no es patrimonio de ninguna cultura, ni siquiera de la Iglesia Católica. Nadie tiene la exclusiva, o el monopolio. No somos pluralistas y abiertos. Nos cerramos en nuestras ideas, en nuestros gustos, y a los que no coinciden con ellos los excluimos e ignoramos. Las cosas como son. Nos mostramos distantes tal vez no por el color de la piel pero discriminamos basados en posiciones políticas, ideologías, espiritualidades, el grado de simpatía ¡hasta la situación económica! No somos universales en nuestro corazón y hoy, en la Epifanía, nos encontramos con un Dios que se ha muestra radicalmente  universal, abierto. Un Dios que envía a su Hijo para todos, sobre todo para los que en nuestra estrechez de miras nos sentimos en posesión de la verdad. Dice el proverbio chino (ése tan maravilloso) que "si quieres amar a otro, has de  comenzar por perdonarle que sea otro". Quien mejor nos ha dado una lección soberana de apertura al otro es Jesús. Hoy, en el silencio de la oración y la eucaristía le pedimos que haga de nosotros personas abiertas, universales[2]. Que sepamos convivir con todos y encontrar en todos a ese Cristo que nos salva y nos convoca en la alegría y en la paz • AE



[1] Is 60,1-6
[2] J. Aldazábal, Misa Dominical, 1986.

El Rey y el valle de lágrimas


Te diré mi amor, Rey mío,
en la quietud de la tarde,
cuando se cierran los ojos
y los corazones se abren.

Te diré mi amor, Rey mío,
con una mirada suave,
te lo diré contemplando
tu cuerpo que en pajas yace.

Te diré mi amor, Rey mío,
adorándote en la carne,
te lo diré con mis besos,
quizás con gotas de sangre.

Te diré mi amor, Rey mío,
con los hombres y los ángeles,
con el aliento del cielo
que espiran los animales.

Te diré mi amor, Rey mío,
con el amor de tu Madre,
con los labios de tu Esposa
y con la fe de tus mártires.

Te diré mi amor, Rey mío,
¡oh Dios del amor más grande!
¡Bendito en la Trinidad,
que has venido a nuestro Valle! Amén.
... 


Este poema, compuesto en Burlada (Navarra) en diciembre de 1978, ha tenido la fortuna de pasar al libro de la Liturgia de las Horas como himno cotidiano de Vísperas en tiempo de Navidad, tanto en España como en América. Pocos días después le puso música Fidel en Miranda de Arga (ermita de la Virgen del Castillo), en una convivencia espiritual, el 4 de enero de 1979. Está publicado en R. M. Grández, capuchino (letra) – F. Aizpurúa, capuchino (música), Himnos para el Señor, Editorial Regina, Barcelona, 1983, pp. 53-56.