¡Ven Señor Jesús!


Suave esperanza de Adviento,
que el corazón alimenta:
esperanza que a Dios trae
germina en gozosa espera.

Dulce visita en el alma
de quien nos ama y desea,
sea cordial la acogida,
y el pecho su casa abierta.

Honda presencia anhelada:
Dios ha tendido su tienda
y va a morar con nosotros,
cuando venga, en una aldea.

Luz y promesa del Padre
en labios de los profetas;
la promesa es ya regalo
por gracia de una doncella.

Bella alegría que inunda
en silencio nuestras penas;
seas mi gozo y mi paz,
que nadie quitarla pueda.

Íntima vida y vivencia
que en silencio se aposenta,
Adviento de intimidades,
de amor, anhelo y pureza.

¡Ven desde el seno divino,
Alegría de la tierra,
esperamos adorando
y adorarte es nuestra fiesta! Amén •

P. Rufino María Grández, ofmcap.

Puebla, 29 noviembre 2009, Domingo I de Adviento.

Palabras añejas con sabor nuevo.


vuélvete:
mira desde el cielo, fíjate,
ven a visitar tu viña,
la cepa que tu diestra plantó
y que tú hiciste vigorosa

(Salmo 79)

Siento alegría, Señor, al ver que puedo dirigirme a ti hoy con las mismas palabras que tú inspiraste en otras edades; que puedo rezar por tu Iglesia la oración que el salmista rezó por tu pueblo cuando tu palabra se hacía Escritura y cada poeta era un profeta. Conozco la imagen de la vid y los sarmientos y el muro alrededor y la destrucción del muro y su restauración a cuenta tuya para protegerla. Me veo a mí mismo en cada palabra, en cada sentimiento, y rezo hoy por tu vid con palabras que han sonado en tus oídos desde el día en que tu pueblo comenzó a llamarse tu pueblo. La vid, los pámpanos, las montañas, la cerca. Destrucción y ruina; y el hombre a quien escogiste y fortaleciste. Términos de ayer para realidades de hoy. Tú inspiraste esa oración, Señor, y tú la preservaste en la Escritura para que yo pudiera presentártela hoy con nuevo fervor en palabras añejas. Te complaces en oír esas palabras, tuyas por su edad y mías en su urgencia; y si te complaces en oírlas, es porque quieres hacer lo que en ellas dices y quieres que yo te vuelva a decir. Con esa confianza rezo, y disfruto al rezar en unión de siglos con palabras de otro tiempo y vivencias del mío. Bendita continuidad del pueblo de Dios que sigue en peregrinación por el desierto del mundo[1].





[1] C. García Vallés, Busco tu rostro. Orar los Salmos, Ed. Sal Terrae, Santander, 1989, p. 154.

A la espera de tu venida.


Qué es el Adviento? ¿Una simple espera? ¿Un dejar que el tiempo corra, hasta que llegue el momento en que algo ha de ocurrir? Entre nosotros los cristianos ¿Un simple aguardar la llegada del Señor? El Adviento es más, mucho más. Es una espera vigilante. Por más que estemos seguros de que el Señor vendrá, no sabemos el día ni la hora, por tanto ¿cómo conseguir que su llegada no nos encuentre dormidos? No vale encargar a otro que nos avise; ni jugarnos la salvación a la ruleta rusa de estar alguna que otra vez despiertos, es preciso mantenernos alerta, llena de aceite y siempre encendida nuestra lámpara. Velen y estén preparados, dice el Señor este domingo, el primero de Adviento[1]. Velar es, digámoslo así, la única garantía de que recibiremos en pleno rostro la caricia de la llegada salvadora del Señor. Eso: la caricia de la llegada salvadora del Señor. Y además la espera no puede ser una espera vacía. No podemos contentarnos con matar el tiempo. La vida hay que gastarla, llenarla, emplearla, ¡Iglesia en salida, como tanto le gusta repetir al Santo Padre Francisco! Dios no vendrá a traernos, llovido del cielo, un mundo maravilloso pero totalmente desconectado de éste; un mundo en el que nada hayamos tenido nosotros que poner. Ese mundo que esperamos hunde sus raíces en éste hemos de irlo construyendo desde aquí, desde ahora. La certeza de que el Señor vendrá, no exime al cristiano de sus obligaciones de ciudadano del mundo[2]. Nuestra espera pues ha de estar activa, y también ilusionada. Porque lo esperamos todo de ese Señor que viene. La visión de nuestra pobreza y al mismo tiempo la certeza de que en Jesús está nuestra única riqueza hace que nazca en nosotros un deseo profundo: Danos vida para que invoquemos tu nombre[3]. Se trata pues de una espera en la que hay limitaciones y sombras -¡quién no las tiene!- pero llena al mismo tiempo de certezas y de una confianza grande en la promesa del Señor que nos escucha cuando le decimos, llenos de fe, junto con el profeta: Ojalá rasgaras los cielos y bajaras, estremeciendo los montes con tu presencia[4] • AE



[1] Mc 13, 33-37.
[2] J. Guillen García, Al hilo de la Palabra. Comentario a las lecturas de domingos y fiestas, ciclo B, Granada, 1993, p. 10 ss.
[3] Sal 79.
[4] Is 63, 16-17; 19; 64, 2-7.

¡Reina entre nosotros!


Tú reinarás! Este es el grito
que ardiente exhala nuestra fe.
¡Tú reinarás! Oh Rey Bendito,
pues Tú dijiste, "Reinaré".

Reine Jesús, por siempre, reine su corazón.
En nuestra patria, en nuestro suelo,
que es de María la nación.

¡Tú reinarás! Dulce esperanza
que al alma llena de placer.
Habrá por fin paz y bonanza, 
felicidad habrá doquier.

¡Tú reinarás! Dichosa era,
dichoso pueblo con tal Rey;
será tu cruz nuestra bandera, 
tu amor será nuestra ley.

¡Tú reinarás! Toda la vida 
trabajaremos con gran fe 
en realizar y ver cumplida 
la gran promesa "Reinaré".

¡Tú reinarás! Reina ya ahora 
en esta casa y población;
ten compasión del que te implora.

y acude a ti en la aflicción •

Sacerdote, Profeta y Rey.



La solemnidad de Cristo Rey trae a la mente numerosas diferencias y hasta algunos. Cristo Rey significa, para algunos es ese Cristo Majestad, el pintado entre ángeles bizantinos y oro, el de los mosaicos de las grandes basílicas de oriente. Para otros evoca el cerro del Cubilete, o Rio de Janeiro y el “Tú reinarás éste es el grito”. Para unos más Cristo Rey está unido a esa pequeña imagen de yeso que con su gesto da la bendición a todo el que pasa por ahí. Algunos encontrarán, como Teresa de Jesús, a ese Jesús-Rey, coronado de espinas y llagas, burlado por los soldados y ofrecido a un pueblo despectivo e implacable. Otros lo verán como el Superstar, del musical. Y así, tantas y tantas imágenes de nuestra devoción y de nuestro particular afecto y concepción de la fe. Pero ¿Valen todas las imágenes? ¿Acaso hay muchos Cristos? ¿Podemos hoy predicar a un Cristo Rey que se conforme con todo lo que los cristianos piensan? ¿Hay algún Cristo con el cual tengamos que conformarnos? Sin negar el valor de todas esas imágenes es bueno recordar que cada una de ellas han surgido de distintos momentos del Cristianismo, llevando consigo un mensaje concreto, una respuesta a los hombres a quienes se ha presentado y a los que ha manifestado un aspecto de la inagotable riqueza de Jesús de Nazaret, el Cristo, el Señor, el Hijo de Dios, el Principio y Fin de toda la creación. Celebrar a Cristo Rey este domingo, el último del ciclo litúrgico, es ponernos una vez más delante de Él, de Jesús de Nazaret, pobre hombre entre los hombres, sencillo maestro de la humanidad, que ha hecho con su propia vida el modelo para todos los cristianos. El pertenecer –o no- al Reinado que Él proclama es decisión propia, personal; en nuestra vida puede haber solidaridad y pertenencia, o insolidaridad y dimisión irrevocable. El criterio para saber en qué lado estamos nos lo da lo que en verdad hacemos con los más pobres, los indefensos, los que nada tienen. Toda la vida Jesús es una llamada a la justicia. En menos palabras: en el Reino de Jesús se entra a través del camino de la fe acompañado por las obras, por eso el Cristo Rey que hoy celebramos es un Jesús que camina con los suyos, que sana, que comprende, que acoge, que perdona, que hace feliz, que guarda silencio y escucha. Que ama • AE

¡Más talentos más!


Dios Padre me ha regalado
del caudal de sus talentos,
que quiere vernos a todos
obreros de su Universo.
A cada quien como él quiso,
que no hubo merecimientos,
por amor, por puro amor,
que amor son sus pensamientos.

Y Dios estaba en mis manos,
y en mi pecho muy adentro,
cual brisa en el corazón
mientras sudaba mi cuerpo.
Cinco talentos me diste:
otros cinco te devuelvo;
o quisiste fueran dos:
otros dos son los que entrego.

¡Y qué suave es el trabajo,
si nos mira el Padre bueno,
si lo tengo junto a mí,
cuando en su Hijo lo siento!
Mi fuerza se multiplica,
y con Jesús todo puedo,
y él ha de ser el milagro,
vivido en un gran proyecto.

Creo en el Dios del amor,
y por él creo en mi esfuerzo;
creo en su gracia divina,
que del mundo es el progreso;
confieso su humanidad
en Jesús, mundano Verbo,
creo en el rostro de Dios,
belleza del mundo entero.

Y creo en la Eucaristía,
la suma de los misterios;
Jesús de mi intimidad,
llave de mil secretos.
El amor es mi tarea,
y yo seré tu instrumento;
y cuando exhausto me acabe
tú serás mi solo premio. Amén •

P. Rufino Mª Grández, ofmcap.

Puebla, 9 noviembre 2011.

Los talentos y el vino del Evangelio.


Todos hemos recibido talentos. Todos hemos sido lanzados a la aventura de la vida con unos talentos en nuestras manos, de los que tendremos finalmente que dar cuenta. Todos tenemos talentos. Decía Rilke «si tu vida te parece pobre -podemos decir, si te parece que no tienes talentos- no eches la culpa a la vida. Échate la culpa a ti mismo, porque no eres lo suficientemente fuerte para descubrir su riqueza»[1]. Todos tenemos talentos. Todos podemos descubrir que en nuestra vida hay una riqueza escondida y oculta, si tenemos los ojos abiertos. No es falta de humildad el ser conscientes de nuestros talentos, porque vivir en la humildad es vivir en la verdad. Y tampoco sabemos valorar si Dios ha puesto en nuestras manos uno, dos o cinco talentos. Hace tiempo decía J. Watson, premio Nobel de medicina por sus trabajos sobre la estructura del ADN, que la genética ha sido injusta con los hombres y les ha dado a unos más y a otros menos (sic), pero la realidad es que Dios ve las cosas de forma muy distinta, él “mide” los talentos de los hombres con criterios distintos de los nuestros, para Él los talentos, que los hombres valoramos como uno, pueden valer cinco; y los que para los hombres valen cinco, para Dios pueden valer únicamente uno. Por eso, al final de la parábola, es lo mismo haber producido dos o cinco. Los dos servidores reciben la misma alabanza; ambos entran en el gozo de su Señor. Para Dios es lo mismo la mujer que trabaja en su casa que la que lucha en otros campos fuera de su hogar; Dios alaba lo mismo al que lucha en las encrucijadas de la historia de los hombres y al que trabaja, sencilla y anónimamente, en la oscuridad del día a día, sin dejar huella en la historia de los hombres. Lo que Dios condena es al que entierra sus talentos –sean uno, dos o cinco- en un hoyo. Vivimos una página difícil de la historia del mundo y de la Iglesia. Vivimos años de cambio acelerado, en los que tenemos una responsabilidad que realizar. Y existe el peligro de sentirnos desconcertados y sobrepasados, para acabar escondiendo nuestros talentos bajo tierra. Es el peligro del miedo, anclándonos en el pasado. Ciertamente hay que conservar lo que hemos recibido, pero sobre todo hay que apostar, innovar, afrontar el presente, salir al encuentro de los retos del futuro. Iglesia en salida, como (tanto) le gusta decir a Papa Francisco[2]. El Señor nos dio ejemplo de una vida, de lucha valiente y esforzada; él haría hoy todo para seguir vertiendo el vino del Evangelio, viejo y nuevo al mismo tiempo, en los odres nuevos de un mundo en cambio[3]. Es la lucha que nos ha dejado a los cristianos: no debemos ser reliquias de museo; no tenemos la tarea de conservar celosamente vinos añejos, sino de saberlos dar a gustar a los hombres de hoy; no hay que enterrar en un hoyo –sea en el cultivo de mi vida espiritual o en la acción en el interior de la Iglesia- los talentos recibidos, sino que hemos de sacarlos a la luz, al servicio de todos[4] • AE


[1] Rainer Maria Rilke (1875- 1926) es considerado uno de los poetas más importantes en lengua alemana y de la literatura universal. Sus obras fundamentales son las Elegías de Duino y los Sonetos a Orfeo. En prosa destacan sus Cartas a un joven poeta y Los cuadernos de Malte Laurids Brigge.
[2] Papa Francisco, exhortación apostólica Evangelii Gaudium (La alegría del Evangelio), nn. 20-24.
[3] Cfr. Mt 9, 14-17, Mc 2, 21-22; Lc 5, 33-39.
[4] J. Gafo, Palabras en el corazón (CicloA), Mensajero, Burgos  1992, p. 256 s.


Éste es el tiempo en que llegas,
Esposo, tan de repente,
que invitas a los que velan
y olvidas a los que duermen.

Salen cantando a tu encuentro
doncellas con ramos verdes
y lámparas que guardaron
copioso y claro el aceite.

¡Cómo golpean las necias
las puertas de tu banquete!
¡Y cómo lloran a oscuras
los ojos que no han de verte!

Mira que estamos alerta,
Esposo, por si vinieres,
y está el corazón velando
mientras los ojos se duermen.

Danos un puesto a tu mesa,
Amor que a la noche vienes,
antes que la noche acabe
y que la puerta se cierre. Amén •

Liturgia de las Horas, 

Himno del Oficio de Vísperas. 

¡Mi alma está sedienta de Ti!


Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo,
mi alma está sedienta de ti; 
mi carne tiene ansia de ti, 
como tierra reseca, agotada, sin agua. 
¡Cómo te contemplaba en el santuario 
viendo tu fuerza y tu gloria!

(Salmo 62) 


Esa es la palabra, clara y única, que define el estado de mi alma, Señor: sed. Sed física, casi animal, que quema mis entrañas y apergamina mi garganta. La sed del desierto, de las arenas secas y el sol ardiente, de dunas y espejismos, de yermos sin fin y cielos sin misericordia. La sed que se impone a todos los demás deseos y se adelanta a toda otra necesidad. La sed que necesita el trago de agua para vivir, para subsistir, para devolver los sentidos al cuerpo y la paz al alma. La sed que moviliza cada célula y cada miembro y cada pensamiento para buscar el próximo oasis y llegar a él antes de que la vida misma se queme en el cuerpo. Tal es mi deseo por ti, Señor. Sed en el cuerpo y en el alma. Sed de tu presencia, de tu visión, de tu amor. Sed de ti. Sed de las aguas de la vida, que son las únicas que pueden traer el descanso a mi alma reseca. Aguas saltarinas en medio del desierto, milagro de luz y frescura, arroyos de alegría, juego transparente de olas que cantan y corrientes que bailan sobre la tierra seca y las piedras inertes. Resplandor en la noche y melodía en el silencio. Te deseo y te amo. En ti espero y en ti descanso. Aumenta mi sed, Señor, para que yo intensifique mi búsqueda de las fuentes de la vida • Carlos G. Vallés, Busco tu rostro. Orar los Salmos, Ed. Sal Terrae, Santander-1989, p. 118.

Vigilantes y enamorados.


A qué conclusión llegamos después de escuchar la Liturgia de la Palabra de éste domingo?[1] Quizá a comprender mejor que la sabiduría, en esencia, consiste en saber esperar a Dios, en saber hacer propios los frutos de la redención. Y luego  a comprender que el encuentro con Dios sucede casi siempre fuera de los cálculos humanos y que por eso hay que vigilar sin descanso. Y es que en los momentos trascendentales de la vida, nadie, en absoluto, puede asumir nuestra propia responsabilidad. Debemos vigilar, hemos de estar despiertos. Cada uno en su noche, con su luz y su aceite suficiente, tiene que otear (sic) y mantenerse alerta. ¿Cómo no esperar con alegría a Cristo, que venció a la muerte? Sócrates, decía Dietrich Bonhoeffer, superó el morir, pero Cristo venció a la muerte como último enemigo. Superar el morir está dentro de las posibilidades humanas pero obtener la victoria sobre la muerte, quiere decir resurrección. Ahí está toda la diferencia. De este gozo nos habla hoy san Pablo en la segunda de las lecturas[2]. El niño indefenso que va a nacer pronto en Belén trae en sus manos la esperanza. Pero no una esperanza cualquiera, de color humano; tampoco la resignación del estoico, que acepta la finitud, sino la esperanza de las esperanzas: la seguridad de la Vida eterna[3]. Vigilar es pues estar atentos. Nadie puede recibir al Señor por nosotros. Nadie. Ni nuestros padres, ni nuestros amigos más amigos. La actitud de las vírgenes prudentes, en la parábola de hoy, podría parecer cruel y hasta egoísta, pero en realidad es lógica. Cuando llegue el esposo no vale volverse al vecino, desesperadamente: "Dame un poco de tu fe, de tu justicia, de tu verdad, de tu pobreza, de tu amor". Quizá nos los darían gustosos, pero en realidad la lámpara encendida se trata de una cualidad interior, personal, intransferible, que no puede ser compartida. Nadie puede vigilar por otro, y cuando se acerque Dios a medianoche, nadie puede ser nuestro fiador[4]. Hemos de estar vigilantes, porque el Esposo llega de improviso. “Tardará en llegar”, pensamos; “ya tendré tiempo de avivar la llama”. Y gastamos nuestro aceite alegremente, sin preocupaciones. Nos adormecemos, dejamos de esperar. Y el Reino llega, de pronto. Llega el Esposo, empieza el banquete, se cierran las puertas. El grito de desolación, en estos momentos, es inútil ya: "Señor, Señor, ábrenos". "No los conozco", dirá Jesús. Respuesta terrible. Que el Señor nos regale esa sabiduría que tanto necesitamos y nos transforme, nos dé el sentido de la vida. Que sepamos vivir en un clima de espera, que sepamos avivar nuestra lámpara y que con ella iluminemos, y esa nuestra lámpara sea faro para muchos, no sólo un pasaporte para cruzar la Puerta • AE





[1] XXXII del Tiempo Ordinario, ciclo A.
[2] Cfr. 1 Tes 4, 13-18.
[3] Los estoicos formaban parte del estoicismo, un movimiento filosófico fundado por Zenón de Citio en el 301 a. C. Su doctrina estaba basada en el dominio y control de los hechos, cosas y pasiones que perturban la vida, valiéndose de la virtud y la razón del carácter personal. Su objetivo era alcanzar la felicidad y la sabiduría prescindiendo de los bienes materiales.
[4] Cfr. Mt 25, 1-13. 

Que detalle señor has tenido conmigo
Cuando me llamaste cuando me Elegiste
Cuando me dijiste que tú eras mi amigo
Que detalle señor has tenido conmigo

Te acercaste a mi puerta pronunciaste mi nombre
Yo temblando te dije aquí estoy señor;
Tú hablaste de un reino, de un tesoro escondido;
De un mensaje fraterno que encendió mi ilusión;

Yo deje casa y pueblo por vivir tu aventura
Codo a codo contigo comencé a caminar
Han pasado los años y aunque apriete el cansancio
Paso a paso te sigo sin mirar hacia atrás.

Que detalle señor has tenido conmigo
Cuando me llamaste cuando me elegiste
Cuándo me dijiste que tú eras mi amigo
Que detalle señor has tenido conmigo •


Padre Lucas Casaert

Como en los brazos de mi madre (Salmo 131)


Demasiadas palabras, Señor, demasiadas ideas. Hasta la oración he traído el peso de mis razonamientos, la carga irracional de la razón. Tengo el vicio del silogismo, soy esclavo de la razón y víctima del intelectualismo. Enturbio mis oraciones con mis cálculos y emboto el filo de mis peticiones con la verborrea de mis discursos. Reconozco mi defecto y quiero volver a la sencillez y a la inocencia del niño que todavía vive en mí. Eso me da alegría.

Mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; 
no pretendo grandezas que superan mi capacidad, 
sino que acallo y modero mis deseos, 
como un niño en brazos de su madre.


Acallo mis deseos, Señor. Acallo mi mente, mis conceptos, mis conocimientos, mis teorías, mis elucubraciones. He pensado tanto, tantísimo, en mi vida que del entendimiento que me diste para encontrarte he hecho un obstáculo que no me deja verte. Me doy por vencido, Señor. Doma mi razón y refrena mi pensamiento. Acalla mi entendimiento y pacifica mi mente. Acaba con el ruido de mi alma que no me deja oír tu voz dentro de mí. Déjame descansar en tus brazos, Señor, como un niño en brazos de su madre. ¡Cuánto me dice esa imagen! Cierro los ojos, desato los nervios, siento el cálido tacto, el cariño, la protección, y me quedo dormido en plena sencillez y confianza. Esa es la oración que mayor bien me hace, Señor • Carlos G. Vallés, Busco tu rostro. Orar los Salmos, Ed. Sal Terrae, Santander, 1989, p. 244.

Con el Señor cerca.


Por qué Jesús, que ha mostrado siempre tanta comprensión hacia los pecadores ha sido por el contrario tan duro con los escribas –expertos en la enseñanza de las Escrituras- y los fariseos -fieles cumplidores de la ley?[1] El fariseísmo contra el que Jesús se enfrenta es una manera de ser, más que un determinado grupo de personas. Una actitud permanente, más que un pecado ocasional. Una tentación capaz de desarrollarse en cualquier época; no es bueno considerar sus palabras como dirigidas a todos los escribas y todos fariseos, sino a aquellos que habían caído en los defectos que él mismo les reprocha, en esa actitud que les impedía aceptar sus enseñanzas. Además y sobre todo, las palabras de Jesús son un aviso a quienes le seguimos, para que tengamos buen cuidado de no caer en esa deformación religiosa. Y es que no fue a los pecadores a quienes se opuso a Jesús, sino ¡ay! A los más piadosos y religiosos del pueblo. El fanatismo llega cuando la fe se transforma en actitud ciega que solo sirve a ley, al culto, al dogma o la institución y olvida la comprensión y el amor al prójimo. El fanatismo coloca las ideas y las estructuras por encima de la ternura, llegando al desprecio y hasta el asesinato del hombre por defenderlas, como sucedió a Jesús[2]. El espíritu farisaico representa la perversión de las relaciones que unen al hombre con Dios y con los demás seres humanos. Perversión que tiene un nombre: legalismo, y que es el conocimiento de todas las leyes, menos la del amor. El legalismo poco a poco reduce la ley a prácticas religiosas y normas externas; se queda en la apariencia de la fidelidad a la ley, así el comportamiento externo tiene la preferencia sobre la actitud interior, y la más pequeña infracción legal es espiada, denunciada y condenada sin piedad, mientras se aceptan tranquilamente las más atroces deformaciones interiores. Así somos. Y también está el exhibicionismo. El fariseo es un actor que recita a la perfección el papel de sus buenas obras[3] y tiene necesidad de muchos preceptos para evadirse de lo fundamental: el amor desinteresado al prójimo. Se considera superior a los demás, lo que le lleva a convertirse en casta, seguro de poseer toda la verdad y  obligado a defender un orden inmutable: todo bien claro, bien definido, organizado... de una vez para siempre, y en todos los campos. Desolador panorama si no fuera porque el Señor está cerca. El gran desafío que tenemos los cristianos es vivir en la verdad, sabernos mirar ante al espejo con valentía, fijando la mirada en nuestra propia vida y en la vida de Jesús, que con su amor y su gracia puede cambiarnos[4]. Al hacerlo, al luchar, los textos evangélicos que vamos escuchando en la Liturgia de la Palabra de la misa del Domingo serán verdaderamente útiles para ayudarnos a transformar nuestro comportamiento y parecernos cada vez más al Señor • AE



[1] Cfr. Jn 4,7-26; Lc 7, 36-50; Mt 16, 6-11; 21, 28-32; 23, 13-16.
[2] Cfr. Mt 26, 1-5; Mc 14, 1-2; Lc 22, 1-2.
[3] Cfr. Lc 18,11- 12.
[4] Cfr. Mt 26, 69-75; 27, 54; Lc 23, 47-48.