Vides y sarmientos y consuelos (V Domingo de Pascua)


El evangelio de este domingo está tomado del así llamado Discurso de Despedida que san Juan recoge en los caputlos 14 al 17 de su evangelio, y la liturgia ha querido ponerlo en este quinto domingo dentro del tiempo de Pascua quizá para ayudarnos a entender cómo relacionarnos mejor con Jesus que el domingo pasado se nos presentó como el Buen Pastor y en el próximo nos hablará de su testamento del amor y la alegría. Hoy escuchamos la metáfora de la vid y los sarmientos, una comparación sencilla pero profunda. Si resulta consolador pensar en Jesus como un pastor que va caminando delante de nosotros, sin miedo para arremangarse y salir en nuestra ayuda, más profunda es la perspectiva del sarmiento que se entronca en la vid y vive y se nutre de ella. Como la savia vital que fluye a los sarmientos y les permite dar fruto (y al revés, la separación produce esterilidad y muerte), así nosotros con el Señor. Sin mí nada podéis hacer, es la frase central de éste domingo. Y es que celebrar la Pascua no es solamente alegrarnos del triunfo de Cristo, volver a cantar el Gloria o dejar el ayuno, sino sobre todo incorporarnos –o dejarnos incorporar por el Espíritu- a esa nueva vida que Jesus no se cansa de ofrecernos. Por siete veces aparece en evangelio la idea de que Jesús no sólo quiere que vivamos como él, o que vayamos tras él, o que seamos de él, o que caminemos con él –todo esto importante- sino que vivamos en él día a día ¡Es un programa de vida! ¡Una apuesta completa! ¿Estamos al menos abiertos a intentarlo? Cuando Dios se dirige a Abraham le dice: Yo soy Dios todopoderoso, camina en mi presencia y sé perfecto [1]. Para poder ser perfectos, como a él le agrada, necesitamos vivir humildemente en su presencia, envueltos en su gloria; nos hace falta caminar en unión con él reconociendo su amor constante en nuestras vidas. Hay que perderle el miedo a esa presencia que solamente puede hacernos bien. Es el Padre que nos dio la vida y nos ama tanto. Una vez que lo aceptamos y dejamos de pensar nuestra existencia sin él, desaparece la angustia de la soledad[2]. Y si ya no ponemos distancias frente a Dios y vivimos en su presencia, podremos permitirle que examine nuestro corazón para ver si va por el camino correcto[3]. Así conoceremos la voluntad agradable y perfecta del Señor[4]y dejaremos que él nos moldee como un alfarero[5]. Hemos dicho tantas veces que Dios habita en nosotros, pero es mejor decir que nosotros habitamos en él, que él nos permite vivir en su luz y en su amor. Él es nuestro templo: lo que busco es habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida[6].Vale más un día en tus atrios que mil en mi casa[7]. En él somos santificados[8]• AE 


[1]Gn 17,1
[2]cf. Sal 139,7
[3]cf. Sal 139,23-24
[4]cf. Rm 12,1-2
[5]cf. Is 29,16
[6]cf. Sal 27,4
[7]Sal 84,11
[8]Papa Francisco, Exhortación apostólica Gaudete et Exultate, n. 51.

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