Nosotros, que somos hijos de Dios (IV Domingo de Pascua)




Hay dos experiencias que ayudan mucho en la vida espiritual. La primera es sentir a Cristo vivo, resucitado de entre los muertos. La segunda es sentirse hijo de Dios y, como tal, llamado a compartir con Cristo esa nueva vida. Esto se puede enseñar en catequesis, se puede repetir una y mil veces en las homilías, se puede saber de memoria y repetir cada mañana al levantarnos y cada noche al acostarnos pero lo importante no es que se sepa, sino que se experimente, que se sienta. Hay muchos cristianos a los que no les cuesta nada decir que Dios es su Padre, pero que no se sienten hijos de Dios, ni sienten esa vibración de hijo que, lógicamente, sentimos ante nuestros padres de carne y sangre. Quizás en la catequesis hemos insistido demasiado en la justicia de Dios, o en su grandeza, o en su poder... y lo que hemos conseguido es transmitir a un Dios lejano, distante, inaccesible... Así, ¿quién puede sentirlo como Padre? Lo propio de un padre es la cercanía, la disponibilidad, el tenerlo a nuestro lado, el sentir la seguridad y la confianza que nos transmite... ¿Así sentimos a Dios? Ese fue el afán de Jesús: quiso acercarnos a Dios, facilitarnos el reconocerlo a nuestro lado. El deseo de Jesús no es que sintamos temor ante el poder de Dios, sino paz ante su amor, consuelo ante su cercanía, confianza ante su paternidad. Y no hemos sabido transmitir esta buena noticia. Para transmitir ese mensaje de la paternidad de Dios nos ayudaría ser más comprensivos unos con otros, vivir con menos condenas y con más comprensión. Comprender, ayudar, salvar... ¿Cuándo vamos a entender que los que llamamos «marginados» no necesitan tanto que les recordemos lo que deberían hacer como que son, también ellos, hijos de Dios, igual que la oveja perdida no necesita sermones sino alguien que se arremangue la camisa y se vaya a buscarla, y esté con ella, y la eche sobre sus hombros, y la cuide...? La imagen del pastor y la oveja, que nos trae el Evangelio de este domingo es más que una fuente de inspiración para pintores, o una frase para cierta literatura religiosa. Ser pastor así no es fácil; el buen pastor que da la vida por las ovejas. ¡Casi nada! ¡Dar la vida! Porque pastores, en un momento dado, todos lo somos: de los hijos, de los padres, de los amigos, de los empleados, de los pacientes, de los vecinos. Y el Evangelio es claro: si no somos (pastores) así, somos asalariados, llenos de buenas palabras, de hermosos documentos, sermones, y luego echamos a correr en cuanto viene el lobo, dejando las ovejas a su suerte. ¿A cuántas ovejas hemos abandonado? ¡Si tenemos hasta el valor de llegar a decir: «se lo merece» ¿Eso es ser buen pastor? ¿Qué hacemos con las mujeres que abortan, con las personas homosexuales, con los que dependen del alcohol o la droga, con los emigrantes? De momento, clasificarlos con esa etiqueta, incluso antes de reconocerles la categoría de personas. Los vemos por su peculiaridad antes que por su esencialidad. A veces da la impresión que ser hijos de Dios no es un don que el Padre nos hace, sino un privilegio. Si alguien necesita descubrir que Dios es Padre son, precisamente, los otros, igual que la oveja que necesita que su pastor vaya por ella es la que se ha perdido y no las que se han quedado en el redil; igual que no necesitan de médico los sanos, sino los enfermos[1]. En la primera de las lecturas de hoy dice san Pedro que la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Quizá nosotros seguimos haciendo lo mismo, y desechamos las piedras angulares de nuestra vida, porque desechamos a los pobres, a las ovejas perdidas, sin darnos cuenta que ¡ay! ellos son los que nos ofrecen la posibilidad de ser más humanos, más cercanos, más hermanos • AE




[1] L. Gracieta, Dabar 1994, nº 28


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