Sal y luz, bálsamo y calor


El Señor habla de sal y luz en el evangelio[1], y lo hace teniendo delante a aquel pequeño grupo de hombres y mujeres que querían escucharlo, que no eran aún cristianos –no se había consumado la redención, probablemente aún no se empezaban los bautizos en su nombre- pero que lo seguían en aquel pequeño rincón del gran Imperio de Roma. Con una comparación muy sencilla les dice que han de ser la sal que necesita la tierra y la luz que le hace falta al mundo. Ustedes son la sal de la tierra. Aquella gente sencilla de Galilea capta el mensaje, y es que era por todos bien conocido que la sal sirve para dar sabor a la comida y para preservar los alimentos de la corrupción. Aquellos discípulos –y con el paso de los siglos todos los cristianos hasta llegar nuestro tiempo- han de contribuir a que la gente saboree la vida sin caer en la corrupción. Ustedes son la luz del mundo. Sin la luz del sol, el mundo se queda en tinieblas: ya no podemos orientarnos ni disfrutar de la vida en medio de la oscuridad. Los discípulos de Jesús podemos aportar luz, ayudar a los demás ahondar en el sentido último de la existencia y a caminar con esperanza. Las dos metáforas coinciden en algo muy importante: si la sal permanece aislada en un recipiente, no sirve para nada. Solo cuando entra en contacto con los alimentos y se disuelve en la comida puede dar sabor a lo que comemos. Lo mismo sucede con la luz. Si permanece encerrada y oculta, no puede alumbrar a nadie. Solo cuando está en medio de las tinieblas puede iluminar y orientar. Una Iglesia aislada del mundo no puede ser ni sal ni luz. Papa Francisco nos ha advertido varias veces que la Iglesia vive encerrada en sí misma, paralizada por los miedos y demasiado alejada de los problemas y sufrimientos; en algunas situaciones no da –no damos- sabor a la vida moderna ni ofrece la luz genuina del Evangelio. Su invitación es clara: «Hemos de salir hacia las periferias existenciales». ¿Y cuáles son esas periferias existenciales? Las personas de comunidades indígenas en México, Sudamérica y África, mujeres excluidas por ser mujeres, jóvenes que reciben educación de baja calidad y que no tienen oportunidades, pobres, desempleados, migrantes, desplazados, campesinos sin tierra y personas con empleos informales. También niños sometidos a la prostitución infantil, familias que viven en miseria y pasan hambre, personas adictas a las drogas o al alcohol, personas con capacidades diferentes, portadores y víctimas de enfermedades de transmisión sexual, secuestrados, víctimas de la violencia, del terrorismo, de conflictos armados, ancianos excluidos, indigentes y presos que viven en situaciones inhumanas[2]. Sí: la lista es vasta y tal vez desalentadora, sin embargo existe la esperanza y el esfuerzo conjunto que, con la gracia de Dios, cambia realidades. El Papa insiste una y otra vez: «Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termina clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos»[3]. Si los cristianos nos volemos sal y luz del ambiente en el que vivimos, de la pequeña parcela que aramos todos los días, construimos entonces la cultura del encuentro, no sólo viendo sino mirando, no sólo oyendo sino escuchando, no sólo cruzándonos con las personas sino parándonos con ellas, no sólo diciendo “¡Qué pena! ¡Pobre gente!”, dejándonos llevar por la compasión; acercándonos a decir: “no llores” y dando al menos una gota afectiva y efectiva de vida. Sal y luz que curan, que calientan corazones. Esa es la llamada de hoy. La invitación abierta • AE



[1] V Tiempo ordinario Ciclo A (Mateo 5,13-16), 5 de febrero 2017.
[2] Cfr. Documento Aparecida n. 65, 402
[3] Exhortación apostólica, Evangelii Gaudium, n. 49.  El texto completo puede leerse en: https://www.aciprensa.com/Docum/evangeliigaudium.pdf

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