Siervos, jueces y madres al inicio (y al final) de la Cuaresma


Exvotos mexicanos, colección de L'Otel, San Miguel de Allende  (México)
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La liturgia del Miércoles de ceniza con su invitación a cambiar el corazón....¿a dónde nos lleva? Quizá nos venga bien recordar aquello que decía Fray Luis de Granada: el hombre debiera tener un corazón de hijo para con  Dios, un corazón de madre para con los demás, un corazón de juez para consigo mismo.  Esta puede ser una buena idea para el camino de la cuaresma. ¿cuál es la realidad de nuestro corazón? ¡La realidad es que lo tenemos todo  cambiado! Tenemos un corazón de siervo para con Dios, de juez para con los  demás, de madre para con nosotros mismos.  Siervos. Por mucho que le digamos Padre, acudimos a Dios con desconfianza, con cierto  o con mucho temor, con ciertas o muchas exigencias, De siervos a hijos. Que el Señor nos cambie ese atemorizado corazón y que nos haga  sentirnos gozosos y confiados en su presencia, que seamos capaces de ponernos en sus manos incondicionalmente. Juez. Nos encanta juzgar a los otros. Juzgamos hasta lo que piensan, que no siempre responde a lo que dicen. Y nuestros juicios son hirientes, tajantes, condenatorios. Nos complace ver el lado negativo de los  demás. Los miramos fríamente y desde lejos, todo con lupa. Decimos que lo mejor es pensar mal. Repartimos premios y castigos; los primeros, pocos, a contrapelo; los segundos, en abundancia. De juez a madre. Esto sí que sería un cambio de corazón. Las madres no juzgan a sus  hijos, porque los miran entrañablemente, porque los conocen profundamente, porque los  miran con el corazón. Ellas lo comprenden todo, porque aman. Tienen una paciencia  infinita, porque esperan. Es el corazón que más se parece al de Dios. Si tuviéramos un  corazón de madre para los demás, las relaciones humanas serían comprensivas y cordiales, nos sentiríamos seguros los unos de los otros, no tendríamos necesidad de mentir y ser hipócritas. Si tuviéramos corazón de madre, nuestras relaciones se llenarían de  luz. Madre. Para con nosotros mismos somos muy complacientes y benévolos. Nos parece que no hacemos nada malo, y si tenemos algún fallo es más bien sin querer. Nos perdonamos enseguida. Algunas cosas que nos echan en cara, es porque no  nos conocen bien; en el fondo somos buenos. Lo que pasa es que yo soy así, es mi  temperamento y mi manera de ser. También hay que tener en cuenta el ambiente, la falta  de medios, miles de circunstancias. Yo no tengo pecado. De madre a juez. Nos convendría un poco más de rigor y de exigencia para con nosotros  mismos. Nos convendría escuchar más a los demás y aceptar sus juicios. Juez, pero sin exagerar. Tampoco debemos ser excesivamente duros con nosotros mismos. También tenemos que saber comprendernos, valorarnos y perdonarnos. En una (maravillosa) conversación entre Antonio Spadaro, jesuita y director de revista la Civiltà Catolica, con Martín Scorsese, éste último le confía: "«Dios no es un torturador. Solo quiere que tengamos piedad de nosotros mismos». Esto para mí constituyó una suerte de revelación. Era la clave. Porque, incluso mientras nosotros sentimos que Dios nos está castigando y torturando, si logramos darnos a nosotros mismos el tiempo y el espacio para reflexionar sobre eso, nos damos cuenta de que los únicos torturadores somos nosotros, y que es hacia nosotros hacia quienes debemos ser piadosos" • AE

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